No había ruido, absolutamente estéril el aire de
sonido. Palmo a palmo fue sintiendo su cuerpo, su respiración, su peso. El
blanco del techo llenaba su pupila, mientras más observaba, las imperfecciones
se iban volviendo presentes, una pequeña telaraña de color marrón en la
esquina, una cuarteadura cerca del ventilador, la huella empolvada de lo que
parecía ser una mano. Se intentó incorporar apoyándose sobre sus codos, la
cabeza le dolía, en realidad todo el cuerpo le dolía, se volvió a tumbar sobre
la cama para tratar de descansar un poco más. Vio que tenía puesta una bata de
color azul claro, bajo de ella sólo la desnudez de su cuerpo. Se acomodó
nuevamente utilizando su antebrazo derecho como almohada, podía ver sus pies
descalzos al final de la cama señalando cada uno para lados antagónicos. Le
impresionó el tono amarilloso que tenían sus manos, las sentía frágiles y
acalambradas, levantó su mano izquierda para rascarse la cara, pudo ver que de
su muñeca colgaba una pulsera con sus datos: “Francisco León, 29 años, Soltero,
Paciente No.327-C”. Entendió que se encontraba en un hospital, tenía la barba
crecida y no sabía exactamente cuánto tiempo tendría en ese lugar pero, a
juzgar por la longitud de su barba, no sería menos de dos semanas. Escuchó
ruidos por primera vez en un largo rato, posó su atención en la puerta de
madera pintada burdamente de color blanco, parecía que detrás de ella existía
mucha actividad. Se volvió a incorporar, estaba tratando de ordenar su mente,
un pensamiento lo atravesó por completo,
—Abril, ¿dónde está ella?— comenzó a recordar a Ramiro, a Rocío, a
Fernández, el viaje a la capital, el reencuentro con Abril, el pleito con
Fernández y, por último, a los Deus Caelum
Inferno. Todo y todos daban vueltas en su cabeza adolorida, trató de
levantarse para buscar a alguno de sus conocidos pero sus piernas no respondían
como él hubiera querido, cada músculo le dolía infinitamente, el solo hecho de
bajar una pierna de la cama le costó más que cualquier ejercicio que hubiera
hecho en su vida. Tentó con cuidado el frío piso del cuarto, le costaba trabajo
respirar, sentía su cuerpo atrofiado por la inactividad, sin embargo, eso no lo
detuvo, tenía que saber dónde estaba Abril, qué era lo que había pasado en
aquel parque con el licenciado Fernández, quería ver a Rocío aunque sus últimos
confusos recuerdos le indicaban que ella ya no estaba en este mundo. Logró
ponerse de pie, a duras penas podía dar un paso tras otro sin caerse, sintió
vértigo pero inmediatamente se repuso. Continuó su camino hacia la puerta.
—¿Qué tipo de hospital es este
en donde las enfermeras ni se asoman para ver cómo está uno?— dijo Francisco en
voz baja, las palabras también le dolían. Quería regresar a la cama y dormir un
rato más pero la puerta ya estaba a sólo unos pasos de distancia, no podía
permitirse ceder a estas alturas. Estiró la mano para tomar la manija cuando de
pronto la puerta se abrió. Aparecieron delante de él dos hombres inmensos con
cara de pocos amigos vestidos completamente en un impecable color blanco. Sin
mediar palabra, lo tomaron de las axilas y lo regresaron cargando a la cama,
Francisco vio cómo todo su esfuerzo por llegar a la puerta había sido en vano,
en tres zancadas lo habían regresado a su punto de partida, lo recostaron sin
sujetarlo, como si supieran que era tan débil que no podría replicar
absolutamente nada. Por la puerta abierta del cuarto también entró una tercera
persona, un hombre en edad madura, cabello cano engominado, camisa de lino
color azul claro, anteojos grandes con marco de pasta y la distintiva bata de
color blanco que nunca podría faltar en un médico que se preciara de serlo.
Caminó a paso firme absorto en una tabla médica que llevaba en sus manos, aún
balbuceando para sí mismo se paró justo en frente de Francisco y sonrió al
mirarlo.
—¿Cómo amaneciste hoy,
Francisco?— el joven lo miró con cierta confusión.
—Supongo que bien, aunque me
duele un poco la cabeza— contestó tímidamente.
—No te preocupes, ahorita te
damos algo para que te sientas mejor— el doctor volvió sobre sus pasos y salió
de la habitación. Los dos hombres que acompañaban a Francisco parecían estatuas
haciendo guardia uno en la cabecera de la cama y el segundo a sus pies, ninguno
de los dos lo miraban. Al paso de unos segundos, el doctor volvió con un vaso
de plástico en su mano, se lo extendió a Francisco y le entregó dos pastillitas
de color rojo. El joven agradeció el gesto y se las tomó sin pensarlo dos
veces.
—Doctor, disculpe, ¿no hay
nadie esperándome en la recepción?— el médico tomó sus anteojos del bolsillo
frontal de su camisa, se los colocó al momento en que daba una ligera
exhalación, acción que Francisco interpretó como signo cansancio. El doctor
revisó cuidadosamente los ojos de Francisco con una lamparita.
—¿Quién podría estar
esperándote, Francisco?— preguntó el doctor con aire despreocupado mientras
bajaba la lámpara y se acomodaba el estetoscopio en los oídos.
—Pues no sé, a la mejor mi
novia, se llama Abril, o un amigo de nombre Ramiro, él es policía…— Francisco
dejó de hablar, la mirada fija del doctor lo desconcertó, sintió cómo los dos
hombres, apostados en cada lado de la cama, lo miraban divertidos. El doctor
suspiró profundamente.
—Ya veo que va a ser uno de
esos días, Francisco— con cara de consternación, se retiró nuevamente los
lentes y les hizo una seña a los hombres vestidos de blanco. El primero de
ellos rápidamente salió del cuarto, el segundo le acercó una silla vieja de
madera que estaba en la esquina y la acomodó frente a la cama, justo donde
estaba parado el doctor. Éste último, con todo el tiempo del mundo, tomó
asiento. Francisco no estaba entendiendo nada.
—Disculpe, ¿a qué tipo de días
se refiere?¿Cuál es su nombre?¿Cómo se llama este hospital?— el hombre que había
salido de la habitación regresó al paso de unos minutos, le entregó al doctor
un paquete de cigarrillos, una pequeña grabadora de color negro y una carpeta
color vainilla. Después de esto, se retiró de la habitación y cerró la puerta
con llave desde afuera.
—Francisco, necesito que me
digas mi nombre, por favor— dijo el doctor mientras extraía un cigarrillo del
paquete amarillento que tenía en sus manos. Francisco lo observó, su
desconcierto era total.
—Disculpe, pero no tengo ni
idea de cómo se llama usted por eso se lo pregunté, ¿me podría decir en dónde
estoy?, ¿qué está pasando?— el doctor encendió su cigarrillo tranquilamente,
aspiró y soltó una gran bocanada de humo en dirección al joven.
—Sabes perfectamente cómo me llamo, ¿sabes qué
pienso? Que estás jugando conmigo, que disfrutas hacer esto todos los malditos
días sólo para jorobarme el alma— Francisco no movió ni un músculo, creía que
pronto despertaría de este raro sueño, esperó pero nada sucedió. El doctor que
tenía en frente sólo fumaba y lo observaba, después de un rato de mutua
contemplación, el doctor rompió el silencio.
—Mira, te lo he dicho miles de
veces pero veo que tendré que hacerlo nuevamente. Me llamo Gilberto Decenas,
soy el director de este Instituto, tú eres nuestro paciente y lo has sido por
los últimos siete años. Este Instituto se dedica a tratar a personas con
trastornos mentales crónicos y lamentablemente tú eres uno de nuestros casos
más severos— Francisco se le quedó viendo fijamente, no dijo ni una sola
palabra. Unos breves minutos después esbozó una leve sonrisa, volteó a ver al
tercer hombre en la habitación tratando de encontrar algún gesto que delatara
la broma.
—¿Está jugando, verdad?—
preguntó mientras intentaba levantarse de la cama, nuevamente no lo consiguió.
—No Francisco, lo siento pero
no. Esta es tu realidad, cuatro paredes y un colchón— dejó de sonreír, percibió
en la cara del doctor que estaba hablando en serio, sintió miedo, lo estaban
confundiendo y el pánico se apoderó de él ya que había escuchado historias de
cómo personas cuerdas se quedaban atrapadas en manicomios por simples
equivocaciones.
—Esto es un error, yo no
pertenezco a este lugar, yo no estoy loco— dijo Francisco con toda la claridad
y firmeza posible. El doctor no dejaba de mirarlo, se levantó y se sentó a su
lado. De forma paternal posó su mano derecha sobre el hombro de Francisco.
—Tranquilo, ya recordarás,
siempre es lo mismo contigo, pero no te preocupes, el día de hoy tengo tiempo
para atenderte, te ayudaré a recordar— Francisco estaba realmente asustado,
este tipo estaba hablando muy en serio, ni siquiera una broma de Ramiro podría
ser tan creíble. Volteó a ver a la ventana del cuarto, demasiado pequeña para
escapar, recordó que la puerta había sido cerrada por el hombre que salió de la
habitación.
—Doctor créame, están
confundiéndome, yo no llevo quien sabe cuántos años en este lugar, hace sólo
unos días o…— no podía precisar realmente cuánto tiempo tenía ahí, —semanas
estaba yo en la Ciudad de México, hay gente que lo puede corroborar— intentaba
ordenar su mente al momento que quería lucir lo más cuerdo posible. El Doctor
Gilberto Decenas se levantó nuevamente, caminó hasta la ventana y tiró la
ceniza del cigarro que ya se estaba acumulando.
—Bueno, Francisco, si eso que
dices es verdad, ¿quién puede corroborarlo?— Francisco hizo memoria, no quería
apresurase al hablar.
—Pues, primero que nada está
Abril, ella es mi novia y estábamos en un…— el doctor esbozó una cínica sonrisa
y lo interrumpió.
—Disculpa que te interrumpa,
Francisco, sólo quiero entenderte bien. ¿Con tu “novia Abril” te refieres a la
misma Abril que murió al derrumbarse su casa por el incendio de hace siete
años?— el joven calló en seco, ¿cómo era posible que este hombre supiera lo del
incendio? Si le decía lo que en realidad había sucedido, que Abril no estaba
muerta, sino que se había unido a una secta secreta parecería más loco de lo
que ya lo creían. Prefirió ya no seguir hablando de ella.
—Mire, doctor, creo que usted
podría confiar en la palabra de un oficial de la Ley, mi amigo Ramiro Paredes
es sargento de la policía de Chihuahua, él podrá corroborar mi identidad y
confirmar que hace unas pocas semanas estuve con él en su cumpleaños— el doctor
Decenas rodó los ojos en un gesto de desesperación.
—Eso lo puedo corroborar hasta
yo, Francisco, ese Ramiro es un muy buen amigo, no ha dejado de asistir a los
días de visita aquí en el Instituto, inclusive el día de su último cumpleaños
estuvo aquí contigo— respondió cortantemente el médico. Francisco estaba cada
vez más extrañado, volvió a mirar todo a su alrededor, tenía que ser un sueño,
una pesadilla, no podía creer lo que estaba escuchando.
—Por cierto, Francisco, sólo
para entretenerme un poco más, ¿podrías describirme a Abril? Bueno, si es que
tiene forma definida, claro está— el sarcasmo con el que hablaba el doctor
molestaba en sobremanera a Francisco, respiró profundamente y comenzó:
—Estatura aproximada un metro
sesenta, cabello negro, ojos negros, tez blanca, delgada…— una leve risa detuvo
su descripción, el doctor Gilberto Decenas lo había interrumpido nuevamente.
—Deja que te interrumpa una
vez más Francisco— el médico abrió la carpeta color vainilla que le habían
entregado hacía sólo unos momentos, repasó varios papeles y se detuvo en uno
sonriendo —Dime por favor si en esta fotografía ves a Abril— el doctor sacó la
imagen que tenía entre sus papeles y se la extendió a Francisco. El joven la
tomó en sus manos, se le hizo familiar desde el principio, la rotó para verla
bien y en un acto violento arrojó la imagen sobre la cama, se sorprendió, su
respiración se agitó, empezó a híper ventilarse, intentaba retroceder pero tras
de él estaba la pared que le impedía salir de esa situación.
—¿Qué es esto? ¿Qué chingados
está pasando aquí? ¿Quiénes son ustedes? ¡Son ellos verdad! ¡Son los Deus Caelum Inferno!— Francisco estaba
frenético sobre la cama, el doctor se mantenía firme observándolo desde la
silla de madera como si viese una escena cotidiana. Volteó a mirar al hombre
vestido de blanco y asintió con la cabeza, en el acto el hombretón sacó una
jeringa que ya venía cargada con un líquido verdoso, removió el tapón de
seguridad y se lo clavó a Francisco en la parte superior del hombro derecho.
Inmediatamente Francisco se calmó y el hombretón, sin mucho esfuerzo, lo
acomodó sobre la cama. El paciente estaba relajado, quieto pero consciente. La
fotografía que le había mostrado el doctor Decenas era la misma que había
encontrado en el despacho de los Fernández, era la fotografía de Abril.
<<
La foto mostraba a una mujer joven de aproximadamente
25 años, se apreciaba de la cintura para arriba, de tez blanca, ojos que
combinaban con sus cabellos negros despeinados, una sonrisa casi infantil en el
rostro que la hacía ver más joven de lo que realmente era, parecía sorprendida
aunque de una forma agradable, en el retrato estaba vestida con un abrigo de
lana gris entallado a su esbelta figura, en el fondo se veían la fachada de
varios edificios con todo y sus calles y peatones. >>
La única diferencia radicaba
en que la fotografía que le mostraba el doctor pertenecía a una de las doce
páginas de un calendario ya viejo y se podían observar claramente los días
marcados debajo de la imagen. La fotografía lucía polvorosa y despintada pero
definitivamente era la misma que él había visto antes, lo que más le asustó fue
que esa página del calendario marcaba justamente el mes de Abril.
—¿La reconoces? — el joven no
respondió, —¿la reconoces Francisco?— insistió el médico. Francisco lo miró
directamente a los ojos y asintió con la mirada. —Es Abril, ¿verdad?— preguntó
nuevamente. Francisco bajó la mirada, no quería escuchar la respuesta, el
doctor Decenas tomó la fotografía y la acercó al rostro del paciente. —Pues no
Francisco, no es Abril, es una modelo que posó para algún fotógrafo y después
fue recopilada para este calendario— el joven no lo creía, estaba intentando
poner su mente en claro, trataba de recordar qué sucedió exactamente en el
parque o después, lamentablemente su mente seguía en blanco. —Francisco, este
calendario estuvo colgado en esta misma habitación el día que llegaste a este
Instituto después del evento desafortunado. ¡Observa el año, es del dos mil
cuatro por Dios! Hace más de siete años— Francisco levantó la mirada con cara
de extrañeza y respondió:
—¿Cuál evento desafortunado?—
el doctor Gilberto Decenas se acomodó en su silla, sabía que lo que estaba a
punto de decirle podría poner al paciente muy violento, debía de ser muy
cuidadoso en la forma de escoger sus palabras.
—Francisco, ¿sabes por qué
estás aquí?— el joven sintió las lágrimas a punto de brotarle de desesperación.
Lo peor de todo es que no podía terminar el rompecabezas que tenía en su mente,
una y otra vez volvía el recuerdo recurrente de estar enfrente de Fernández
acompañando hasta el final a Abril, pero no recordaba más. Algo debió de haber
salido muy mal para no poder recordarlo, —Francisco, por favor, contéstame, no
es momento de perderte en ti mismo, ¿sabes por qué estás aquí en este
Instituto?— con voz desesperada contestó:
—Esto es un error, yo no
pertenezco a este lugar, tiene que creerme doctor, no he hecho nada para estar
aquí encerrado— Gilberto Decenas se
serenó, —Francisco, me preguntaste sobre el evento desafortunado, creo que es
momento de que veas otras fotografías— tras decir esto, volvió a buscar en la
carpeta y sacó tres imágenes las cuales una a una fue colocando frente al
paciente. Las primeras dos las reconoció inmediatamente, eran del incendio de
la casa de Abril, la tercera le fue completamente ajena, la fotografía mostraba
a una jovencita de unos 20 años de edad sentada en un pupitre, lucía tímida,
absorta, cabello negro corto al hombro, delgada, demasiado delgada para su
gusto, ojos marrones comunes y olvidables, sonreía sin sonreír apenas mostrando
una leve curvatura en la comisura de sus labios.
—¿Quién es?— preguntó
Francisco refiriéndose a la chica de la fotografía. El doctor se levantó de su
asiento sosteniendo la imagen entre sus manos y caminó con dirección a la
ventana y en el tono más dramático posible contestó:
—Ella, mi estimado Francisco,
es Abril. Tu amor de universidad, la mujer con quien viviste de vez en vez, a
quien le juraste amor eterno, de quien sospechaste que te era infiel y después
de sorprenderla con una persona mayor platicando en los jardines de la
universidad decidiste que era cierto. La misma Abril a quien un día, cegado por
los celos y la rabia, encerraste junto a ti en aquel pequeño departamento…—
dijo mientras señalaba las otras fotografías, —y prendiste fuego con cinco
litros de gasolina—.
Francisco estaba helado, no
sabía de qué le hablaba este hombre. Estaba tan confundido, no sabía si era el
medicamento el que lo dormitaba o que realmente se encontraba en una pesadilla.
Trataba de abrir bien sus sentidos, atento a las palabras del doctor para poder
entender qué sucedía.
—Lamentablemente los bomberos
sólo pudieron salvarte a ti. Pobre niña, lograron sacar su cuerpo sólo hasta
que las llamas fueron completamente sofocadas. Desde ese momento perdiste la
cabeza, Francisco. Creaste una fantasía en tu mente para escapar de la
realidad, de tu realidad que habías destruido. He estado aquí día tras días
escuchando tus alucinaciones sobre sectas secretas que controlan al mundo,
sobre una Abril que no era tu Abril. Para ti era tan doloroso el recuerdo de la
mujer que asesinaste que creaste una nueva para no tener que verla ni siquiera
en tus sueños, e inclusive en últimas fechas comenzaste a decir que en realidad
no había muerto. Siento mucho decírtelo Francisco, pero la aceptación de lo que
sucedió es lo único que podrá ayudarte a mejorar, a sanar, tienes que ser
consciente de lo que hiciste y consciente también de que estás enfermo y que
como todo enfermo necesitas tratamiento médico— Francisco estaba inmóvil
observando al doctor, todo lo que decía parecía tan descabellado, tan fuera de
realidad, pero al mismo tiempo tenía más lógica que pensar que los Deus Caelum Inferno habían orquestado
todo sólo para arruinarlo a él, a un don nadie, a un cero a la izquierda. El
doctor Gilberto Decenas había sembrado una duda muy profunda en la mente de
Francisco, duda que se esparció como pólvora en su cabeza. ¿Y si fuera verdad?
¿Y si todo lo vivido en estos últimos siete años fuera producto de su
imaginación? Si todo eso que le decían
era cierto, entonces podría ser curado. ¿Podría volver a tener una vida normal?
¿Podría alguna vez volver a ser feliz? ¿Quién era esa Abril a la que
idolatraba? ¿Podría realmente ser sólo una alucinación, un deseo inalcanzable?
Por la mirada del paciente, el
doctor Gilberto Decenas entendió que el medicamento había surtido efecto.
Decidió que era tiempo de dejarlo descansar, ya tendría más tiempo el día de
mañana para atormentarlo un poco más. Con un gesto casi imperceptible, indicó
al hombre que lo acompañaba que abriera la puerta para que pudieran salir, el
hombre obedeció inmediatamente. Francisco observó cómo ese par se retiraba de
su habitación, creyó ver por un segundo un anillo dorado en el dedo anular del
doctor Decenas, su somnolencia no le permitía enfocar muy bien. Después de una
media hora, Francisco cayó en un estado de letargo, sin dormir pero sin estar
despierto. Vio cómo, tras la ventana, se ocultaba el sol y la luna tomaba su
lugar, extrañamente se sentía relajado y cómodo. Si era verdad todo lo que el
Doctor Decenas le había dicho, entonces Abril no era la persona que él conocía
y recordaba, peor, la Abril de sus sueños no existía, eso paradójicamente lo
hacía sentir más en calma. La tristeza ya no lo abrumaba, no le dolía tanto el
corazón, un sentimiento de esperanza lo empezó a envolver, esperanza en un
futuro mejor.
La noche empezó a clarear, el
frío del cuarto vacío envolvió a Francisco, no había dormido ni un segundo en
toda la noche, había estado pensando y pensando tratando de llenar los huecos
en su memoria. Esperaba con ansia el regreso del doctor Gilberto Decenas para
que le explicara qué era exactamente lo que le sucedía y como podría ser
curado. Parecía que la espera había terminado, escuchó la llave entrando en el
cerrojo y vio cómo la perilla de la puerta giraba. Abrieron la puerta y ahí
estaba ella, Abril en toda su presencia, con su cabello largo y negro, su tez
blanca, su sonrisa cautivadora, la Abril que recordaba y amaba, estaba ahí ante
él justo como la vio hace unos días al
enfrentarse a Fernández, lo miró y le sonrió:
—Ven, Francisco, toma mi mano,
tenemos que escapar.
FIN
26 de Diciembre del 2012