Un zumbido nació en la boca de su estómago, poco a
poco fue creciendo apoderándose de su pecho, pubis, piernas, brazos y boca.
Todo su cuerpo vibraba al unísono de un sonido antiguo, se sabía inmóvil,
inútil, solamente tirado ahí a merced de aquel zumbido. El zumbido se convirtió
en cosquilleo como si cada poro de su cuerpo se abriera para permitir una
ráfaga de aire diminuta. Los ojos los tenía vendados, o tal vez serían sus mismos
párpados que, pesados y estáticos como una cortina de hierro, le negaban la
vista del mundo exterior, se estremeció. Una voz profunda lo llamaba a lo
lejos, una voz extrañamente serena y pausada.
—Francisco— al encontrarse
entre el sueño y el despertar, no atinaba a discernir de dónde provenía la voz.
—Francisco— escuchó una vez
más, —despiértate, hombre, que no puedo hacer esto sin tu ayuda— intentó
alejarse de esa modorra que lo absorbía. Buscaba desesperadamente concentrarse,
pero era imposible detener en su mente las imágenes arrebatadas que se le
presentaban. Los sonidos se mezclaban en una migráñica tormenta. El tacto y el
olfato le jugaban de igual forma una mala pasada, sentía tras de su espalda el
frío del metal de una mesa de quirófano y al frente alcanzaba a percibir sus
rodillas lastimadas por el concreto. Escuchó al licenciado Fernández gritar,
insultar, herir e indagar para presionar a Abril, llamándole por el nombre de
Angra Mainyu. Dejó de luchar y escuchó.
—Él no tuvo esperanza, no tuvo
opción al no creer, sólo quería ser parte de ”ya sabes quienes” por el regocijo
que da el poder mismo, no buscaba la verdad y esa incongruencia en su actuar
terminó por devorarlo internamente. En verdad lo siento, entiendo la
desesperación que sentiste cuando tu único hijo, sin ninguna razón aparente, se
autodestruyó a sí mismo— Abril hablaba pausadamente haciéndose entender en cada
palabra, cada sílaba. Quería ser muy clara, sabía de antemano que la
resignación en el licenciado Fernández no llegaría en forma inmediata, sin
embargo, buscaba iniciar ese proceso. Óscar Fernández dudó por un segundo y se
puso en cuclillas cerca de Abril quien estaba al lado de Francisco
sosteniéndole con sus dedos la herida que no dejaba de sangrar. Abrió su boca
para dar contestación a las palabras de Abril que se habían quedado estáticas
en el aire.
—Mientes— dijo en un suspiro,
—mientes, como siempre lo has hecho. Tú fuiste quien lo llevó a la locura, tú y
esa jauría de lobos que se esconden tras las sombras, bestias que tienen que
ser aniquiladas, desterradas de este mundo— sus ojos, inyectados de sangre,
recorrieron el cuerpo de Abril como si determinara en qué punto debería de
provocar la última herida para acabar con su rival. Mientras sostenía la
mirada, sacó de entre sus ropas un pequeño objeto el cual emitió un ligero
chasquido al tocar el suelo después de haber sido arrojado por el licenciado
Fernández a un costado de Francisco. Abril lo observó, sabía que la única forma
que Fernández pudiera tener ese objeto era a través de la violencia, aunque
reluciente, sabía que esa pulsera estaba manchada de sangre, inocente o
culpable pero sangre al fin.
—¿La reconoces?— Abril no dijo
nada, era más el miedo que sentía por quien la pudiera estar observando que al
sujeto que la amenazaban con una pistola, —¡Contesta! ¿La reconoces? O tal vez
quieras que te refresque la memoria con este otro regalito— se levantó y caminó
sin darle la espalda por un segundo a Abril. Se colocó en seguida del cuerpo de
quien en vida había creído en la palabra del licenciado. Levantó la muñeca
exánime y desabrochó con un poco de trabajo otra pulsera, en el acto, la arrojó
cerca de la otra. Abril observó a Angra Mainyu y Ahura Mazda unidas una vez
más, todo se había salido de control, estaba en peligro, todos los presentes
estaban en verdadero peligro.
—¿Francisco, sabes dónde
estás?— la imagen de Abril se difuminaba, en su lugar, una luz blanca se
apoderaba de su vista, —¿nos puedes decir, una vez más, qué fue lo que sucedió?
—.
—¿Quién habla?— las palabras
que expulsaron sus labios le lastimaron la garganta, escuchó su voz mas no la
reconoció.
—Francisco, ya sabes quién
habla, te lo acabo de decir. Necesito que me digas nuevamente qué fue lo que
pasó— él se intentó incorporar pero las ataduras en sus manos y piernas se le
impidieron.
—No sé en dónde estoy, no sé
quién chingados es usted y no entiendo qué estoy haciendo aquí— un suspiro de
fracaso se escuchó a lo largo de la habitación. Necesitarían iniciar todo el
proceso una vez más, colocaron nuevamente la venda sobre sus ojos y esperaron
unos instantes. Francisco volvió a estar en calma, en completo silencio.
—Francisco, quiero que pongas
mucha atención a lo que te voy a decir, por favor, dime si me escuchas— un
silencio que perduró por unos largos minutos terminó con la respuesta de
Francisco que auguraba un mejor resultado que el anterior, —Sí, te escucho—.
Se conocieron hace años, desde pequeñas. Entre juegos
y risas fueron aprendiendo a creer en su interno superior. Con ansias esperaban
cada año la llegada del verano, cuando el sol acariciaba su cuerpo en la forma
más exuberante, el aprendizaje venía en forma de diversión. Junto con otros
niños eran internadas en aquella granja especial en donde la brisa del mar se
confundía con el perfume de las montañas, allí fue donde por primera vez
escucharon aquellos nombres eternos. Los adoptaron en forma de juego hasta que
la realidad tomó por asalto a la imaginación. Año con año siguieron acudiendo
al mismo punto, año con año también fueron disminuyendo los asistentes hasta
solamente quedar ellas dos, las elegidas, las herederas de la tradición del
Zoroastro, Angra Mainyu y Ahura Mazda. Unidas una vez más en un mismo espacio
en el tiempo, su misión, aprenderlo todo, absolutamente todo.
—¿Estás escuchándome?—
Francisco entraba y salía de sus sueños sin verdaderamente despertar, su mente
era un colapso de emociones vertiginosas —¿Francisco? ¿Estás ahí? —.
Abril no dejaba de apretar la
herida, sabía que la sangre que brotaba de la nuca de Francisco podría llevarse
también la vida de su antiguo amor. Intentaba desesperadamente contener la
hemorragia y al mismo tiempo su atención era robada por una inminente amenaza.
Fernández, parado frente a ella, vociferaba una y mil intimidaciones, lucía
ridículo comparado con lo que se escondía detrás de las sombras, casi podía
percibirlos organizándose y esperando el momento para atacar. El licenciado
había desatado una hecatombe al haber revelado las pulseras, había despertado
la furia de los ejecutores, guardianes perpetuos de la secrecía de los Deus Caelum Inferno. A ciencia cierta no
sabía si venían por Fernández o por ella. Regresando su atención a la herida de
Francisco recordó el mensaje sobre su espejo “sólo uno debe de volver a ver la
luz del sol, la decisión queda en tu pulso”. Sus ojos se llenaron de lágrimas,
el aliento se le cortó, un sentimiento más allá de este mundo la azotó, uno a
uno fue retirando los dedos de la herida, uno a uno llenándose de sangre.
Francisco abrió los ojos y la miró fijamente con la mirada completamente
perdida. Abril no podía prolongar su agonía, la propia, la de él. Estaba a
punto de retirar por completo su mano sobre la nuca de Francisco y dejarlo irse
en ese río carmesí cuando Fernández la interrumpió.
—¿Que no me escuchas?
¡Voltéame a ver cuando te hablo!
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