—¿Oye,
tío, por qué no mejor compras un boleto en el turibus? Porque eso de venir
hasta acá sólo para ver la puerta de Alcalá está para romperse las pelotas— escuchó decir el
licenciado Fernández al taxista que aún aguardaba en el coche. Como buen madrileño,
opinaba aunque no le preguntaran.
Estaban estacionados en una de las glorietas más
importantes de Madrid, así también como una de las de mayor tráfico. El
licenciado estaba fascinado, se encontraba ahí, enfrente de él, uno de los
monumentos más emblemáticos de la ciudad con todo y sus tres arcos y dos
puertas, la magnífica puerta de Alcalá. Miró su reloj, cuarto para las dos,
había llegado a tiempo. Sin hacerle mucho caso a los gruñidos del conductor, el
licenciado Fernández le entregó un billete de cincuenta euros para que se
cobrara el viaje del Aeropuerto de Madrid-Barajas hasta ese sitio. Sin mediar
palabra, el conductor del taxi tomó el billete y lo examinó para ver si era
auténtico, no se podía ser demasiado confiado en estos tiempos. Aguardó a que
su pasajero bajara la maleta de la cajuela y, en el momento en que se vio libre
de ese mexicano, arrancó a toda velocidad por la calle principal dejando en
soledad al licenciado. No estuvo mucho tiempo en solitario, pronto se le acercó
una niña-mujer, más bien era una mujer-niña. Por el rostro se podía determinar
que era mayor de 20 años, pero el cuerpecillo enclenque que se cargaba la hacía
lucir de 13.
—Hola— saludó afablemente al
licenciado que en esos momentos estaba perdido observando en detalle la
escultura de un niño, sólo atinó a regresar otro hola como mera reacción
natural.
—¿Qué
estás haciendo?—
preguntó la mujer-niña.
—¿Eh?
Sólo mirando…¿Por?—
respondió el licenciado volteando a ver directamente a la fémina por primera
vez.
—Por
nada, parece que no eres de aquí, ¿de dónde vienes?— volvió a inquirir la
criatura.
—Sólo
estoy de visita. Disculpa, no quiero ser grosero, pero prefiero estar solo,
chiquilla—
respondió nuevamente el licenciado un poco molesto por las constantes
interrupciones. La mujer-niña seguía dando vueltas alrededor del licenciado
como una mariposa curiosa.
—¿Qué
es lo que estás buscando?—
volvió a preguntar la fémina con una voz infantil y chillona. El licenciado la
miró directamente tratando de hacerse entender.
—¡Nada, no busco nada!
Estoy bien, gracias—
bramó el licenciado quien tenía muy poca tolerancia con la gente que no le
redundaba ningún beneficio. La mujer-niña paró en seco y, tras hacer una leve
reverencia, dejó de sonreír.
—Disculpa,
creí haber escuchado que me buscabas, es mi equivocación— le dijo solemnemente la
joven antes de dar media vuelta y seguir su camino. Al escuchar esas palabras,
el licenciado entró en razón y entendió que ese personaje venía en
representación de un grupo a quienes había contactado meses atrás para agendar
esta cita. Estaba seguro de que esa caricatura de mujer lo llevaría con la
persona que había venido a buscar a Madrid, con la persona que tal vez le
ayudaría de una vez por todas a dejar de tener miedo y a dejar de correr.
Estudió por unos segundos a la mujer-niña mientras se alejaba de la glorieta;
tenía el pelo rubio cortado al estilo colegial, no le llegaba ni a las orejas;
su rostro estaba cubierto con pecas y tenía una nariz ganchuda muy peculiar que
colgaba ligeramente a su derecha; su cuerpo era pequeño, demasiado delgado para
una adolescente mayor de quince años, además, la ropa infantil que vestía no le
ayudaba en nada para verse madura, sino todo lo contrario. El licenciado corrió
hacia ella para detenerla, la tomó del brazo derecho y, sin siquiera esperar a
que volteara, le susurró al oído:
—¿Me llevarás con el que
ha regresado?—
sabiendo que era así como lo identificaban sus propios seguidores, la chica
giró su rostro lentamente en dirección al licenciado, sonrió levemente y con la
voz chillona que había molestado tanto a Fernández la primera vez, le contestó
quedamente como en secreto.
—Te llevaré con quien
debes ir—
dicho esto, se volteó jovialmente en la misma dirección en la que había
iniciado su camino y cruzó la calle con ligeros saltos graciosos que pareciera
que siguieran el son de una canción. El licenciado la siguió de cerca,
precavido, se estaba preguntando si no había sido un error venir a buscar a
esta persona, pues, a juzgar por sus seguidores y específicamente esa
mujer-niña que era la única que conocía hasta ahora, eran bastante extraños.
Llegaron hasta el hotel Wellington,
ubicado en una esquina y mostraba, para ambas calles, su portentosa estructura
con orgullo. La mujer-niña le pidió que entrara; se acomodaron en el área del
restaurante que era excesivamente lujosa, todo estaba cubierto de terciopelo
rojo con bordados dorados.
—Demasiado
ostentoso hasta para ver al nuevo Mesías— pensó el licenciado,
quien había estado investigando a este grupo de personas que era seguidor del
nuevo Cristo en la tierra o al menos así se autodenominaban. El nuevo Cristo
nunca daba la cara al público pero algunas cuestiones de su doctrina, como el
amor al prójimo y el no buscar un lucro económico, hacían pensar al licenciado
que pudiese encontrarse ante algún verdadero iluminado o, mejor aún y lo que
más le interesaba a él, ante un verdadero Deus
Caelum. Estuvieron sentados en una mesita tomando té por más de 20 minutos,
la conversación se basaba sólo en preguntas completamente triviales e
impersonales: ¿Cómo está el clima de dónde vienes?, ¿estás cómodo?, ¿qué tipo
de té es de tu agrado?, ¿dos cucharadas de azúcar o tres? Preguntas a las
cuales contestaba el licenciado con monosílabos cortantes y con sus ojillos
siempre vigilando la llegada del supuesto nuevo Cristo, por fin, pasados unos
minutos se acercaron tres personas. Inmediatamente Fernández creyó reconocer al
nuevo Cristo, venía vestido de traje sastre a la medida de color negro con
botones dorados en los cuales se apreciaba la marca Óscar de la Renta, zapatos de mocasín relucientes, corbata azul
cielo radiante que podría dejar en vergüenza el cielo grisáceo de Madrid en
otoño, lentes oscuros que no permitían descifrar su mirada, una característica
melena larga de cabellos ondulados y una barba sin rasurar de una semana. Se
sentaron sin saludar, el licenciado, conocedor de las etiquetas, se levantó de
su silla en señal de respeto y extendió su mano simulando el gesto de querer
besar la mano del recién llegado, gesto que fue rechazado impetuosamente por
uno de los dos acompañantes y que, a juicio del licenciado, servían de
guardaespaldas.
—Señor,
agradezco que se haya tomado el tiempo para acudir a una cita con su servidor.
He escuchado tantas cosas de usted que realmente me encuentro conmovido de
estar ante su presencia—
expresó el licenciado haciendo alarde de servilismo. El silencio que obtuvo
como respuesta lo desconcertó, pareciese que no lo hubiera escuchado. Lo
intentó nuevamente.
—He
venido a ponerme a sus órdenes, a conocer sus enseñanzas, a ser parte de su
nuevo ministerio de vida. Llevo años buscándolo, por favor, ilumíneme— conociendo las palabras
justas que harían efecto y con una mirada sincera esperó alguna reacción de ese
hombre que le estaba causando una fuerte impresión.
—Y
qué es lo que estás buscando —
lamentablemente para el licenciado, hubo respuesta. La voz provino de la misma
mujer-niña con la que había estado desde hace más de una hora. Mirando siempre
al hombre de traje y barba e ignorando a la molesta chiquilla, el licenciado
contestó:
—Busco
su camino, su dirección, su guía, su atención…— al decir esto, enfatizó
su última palabra esperando que mínimo el nuevo Cristo en la tierra lo volteara
a mirar. Fernández estaba sintiendo un extraño vacío en su interior y le
irritaba el rechazo e indiferencia de este supuesto Cristo. Para su molestia,
la mujer-niña nuevamente abrió sus labios para hablar y tras un breve suspiro
respondió:
—Aquél
que no sabe realmente lo que quiere difícilmente verá que lo que busca lo tiene
en frente—
y con una sonrisa agregó, —mi
atención la tienes total desde el principio y sin embargo no has dicho nada, ¿o
será que realmente no tienes nada qué decir? Te he preguntado dos veces qué es
lo que buscas y no he obtenido respuesta, quiero pensar que por alguna razón
escondes realmente tu búsqueda y no que estás genuinamente perdido. Hiciste un
viaje largo para llegar a mí pero algo me dice que yo no soy tu objetivo, sólo
un peldaño necesario—
el licenciado Fernández se quedó sin habla, sorprendido por doble dosis. En
primera, su misoginia no podía concebir que una mujer se autodenominara Cristo
y, en segunda, le asombraba lo acertado que había sido el comentario que había
hecho la mujer-niña. Ya no estaba seguro de qué estaba haciendo ahí.
—Mi
nombre es Regina y te daré un consejo que tal vez te será útil, no debes
dejarte llevar por las apariencias, los seres humanos somos seres destinados a
cometer errores y siempre que se cree tener la razón absoluta aparece un nuevo
dato o hecho que nos demuestra lo equivocados que estábamos. Estás tan
acostumbrado a ver el mundo a través de tu mirada que ya no sabes escuchar lo
que te dice la intuición. Sé que quieres hablarme, te concederé tu petición,
acompáñame para que hablemos en privado— habiendo dicho esto, la
mujer-niña llamada Regina se levantó de la mesa y caminó con rumbo a la salida
del hotel. Fernández se apresuró a seguirla, tenía la sensación de que esa
persona realmente podría ayudarle a encontrar paz. Salieron juntos del recinto
y caminaron conversando en privado por las calles envueltas en el armónico
ruido de Madrid.
La Puerta de Alcalá, 1778, es una de las cinco antiguas puertas reales que daban acceso a la ciudad de Madrid (España).Se encuentra situada en el centro de la rotonda de la Plaza de la Independencia.