domingo, 30 de noviembre de 2014

Capitulo 18

¿Oye, tío, por qué no mejor compras un boleto en el turibus? Porque eso de venir hasta acá sólo para ver la puerta de Alcalá está para romperse las pelotas escuchó decir el licenciado Fernández al taxista que aún aguardaba en el coche. Como buen madrileño, opinaba aunque no le preguntaran.
Estaban estacionados en una de las glorietas más importantes de Madrid, así también como una de las de mayor tráfico. El licenciado estaba fascinado, se encontraba ahí, enfrente de él, uno de los monumentos más emblemáticos de la ciudad con todo y sus tres arcos y dos puertas, la magnífica puerta de Alcalá. Miró su reloj, cuarto para las dos, había llegado a tiempo. Sin hacerle mucho caso a los gruñidos del conductor, el licenciado Fernández le entregó un billete de cincuenta euros para que se cobrara el viaje del Aeropuerto de Madrid-Barajas hasta ese sitio. Sin mediar palabra, el conductor del taxi tomó el billete y lo examinó para ver si era auténtico, no se podía ser demasiado confiado en estos tiempos. Aguardó a que su pasajero bajara la maleta de la cajuela y, en el momento en que se vio libre de ese mexicano, arrancó a toda velocidad por la calle principal dejando en soledad al licenciado. No estuvo mucho tiempo en solitario, pronto se le acercó una niña-mujer, más bien era una mujer-niña. Por el rostro se podía determinar que era mayor de 20 años, pero el cuerpecillo enclenque que se cargaba la hacía lucir de 13.
Hola saludó afablemente al licenciado que en esos momentos estaba perdido observando en detalle la escultura de un niño, sólo atinó a regresar otro hola como mera reacción natural.
¿Qué estás haciendo? preguntó la mujer-niña.
¿Eh? Sólo mirando…¿Por? respondió el licenciado volteando a ver directamente a la fémina por primera vez.
Por nada, parece que no eres de aquí, ¿de dónde vienes? volvió a inquirir la criatura.
Sólo estoy de visita. Disculpa, no quiero ser grosero, pero prefiero estar solo, chiquilla respondió nuevamente el licenciado un poco molesto por las constantes interrupciones. La mujer-niña seguía dando vueltas alrededor del licenciado como una mariposa curiosa.
¿Qué es lo que estás buscando? volvió a preguntar la fémina con una voz infantil y chillona. El licenciado la miró directamente tratando de hacerse entender.
            ¡Nada, no busco nada! Estoy bien, gracias bramó el licenciado quien tenía muy poca tolerancia con la gente que no le redundaba ningún beneficio. La mujer-niña paró en seco y, tras hacer una leve reverencia, dejó de sonreír.
Disculpa, creí haber escuchado que me buscabas, es mi equivocación le dijo solemnemente la joven antes de dar media vuelta y seguir su camino. Al escuchar esas palabras, el licenciado entró en razón y entendió que ese personaje venía en representación de un grupo a quienes había contactado meses atrás para agendar esta cita. Estaba seguro de que esa caricatura de mujer lo llevaría con la persona que había venido a buscar a Madrid, con la persona que tal vez le ayudaría de una vez por todas a dejar de tener miedo y a dejar de correr. Estudió por unos segundos a la mujer-niña mientras se alejaba de la glorieta; tenía el pelo rubio cortado al estilo colegial, no le llegaba ni a las orejas; su rostro estaba cubierto con pecas y tenía una nariz ganchuda muy peculiar que colgaba ligeramente a su derecha; su cuerpo era pequeño, demasiado delgado para una adolescente mayor de quince años, además, la ropa infantil que vestía no le ayudaba en nada para verse madura, sino todo lo contrario. El licenciado corrió hacia ella para detenerla, la tomó del brazo derecho y, sin siquiera esperar a que volteara, le susurró al oído:
            ¿Me llevarás con el que ha regresado? sabiendo que era así como lo identificaban sus propios seguidores, la chica giró su rostro lentamente en dirección al licenciado, sonrió levemente y con la voz chillona que había molestado tanto a Fernández la primera vez, le contestó quedamente como en secreto.
            Te llevaré con quien debes ir dicho esto, se volteó jovialmente en la misma dirección en la que había iniciado su camino y cruzó la calle con ligeros saltos graciosos que pareciera que siguieran el son de una canción. El licenciado la siguió de cerca, precavido, se estaba preguntando si no había sido un error venir a buscar a esta persona, pues, a juzgar por sus seguidores y específicamente esa mujer-niña que era la única que conocía hasta ahora, eran bastante extraños. Llegaron hasta el hotel Wellington, ubicado en una esquina y mostraba, para ambas calles, su portentosa estructura con orgullo. La mujer-niña le pidió que entrara; se acomodaron en el área del restaurante que era excesivamente lujosa, todo estaba cubierto de terciopelo rojo con bordados dorados.
Demasiado ostentoso hasta para ver al nuevo Mesías pensó el licenciado, quien había estado investigando a este grupo de personas que era seguidor del nuevo Cristo en la tierra o al menos así se autodenominaban. El nuevo Cristo nunca daba la cara al público pero algunas cuestiones de su doctrina, como el amor al prójimo y el no buscar un lucro económico, hacían pensar al licenciado que pudiese encontrarse ante algún verdadero iluminado o, mejor aún y lo que más le interesaba a él, ante un verdadero Deus Caelum. Estuvieron sentados en una mesita tomando té por más de 20 minutos, la conversación se basaba sólo en preguntas completamente triviales e impersonales: ¿Cómo está el clima de dónde vienes?, ¿estás cómodo?, ¿qué tipo de té es de tu agrado?, ¿dos cucharadas de azúcar o tres? Preguntas a las cuales contestaba el licenciado con monosílabos cortantes y con sus ojillos siempre vigilando la llegada del supuesto nuevo Cristo, por fin, pasados unos minutos se acercaron tres personas. Inmediatamente Fernández creyó reconocer al nuevo Cristo, venía vestido de traje sastre a la medida de color negro con botones dorados en los cuales se apreciaba la marca Óscar de la Renta, zapatos de mocasín relucientes, corbata azul cielo radiante que podría dejar en vergüenza el cielo grisáceo de Madrid en otoño, lentes oscuros que no permitían descifrar su mirada, una característica melena larga de cabellos ondulados y una barba sin rasurar de una semana. Se sentaron sin saludar, el licenciado, conocedor de las etiquetas, se levantó de su silla en señal de respeto y extendió su mano simulando el gesto de querer besar la mano del recién llegado, gesto que fue rechazado impetuosamente por uno de los dos acompañantes y que, a juicio del licenciado, servían de guardaespaldas.
Señor, agradezco que se haya tomado el tiempo para acudir a una cita con su servidor. He escuchado tantas cosas de usted que realmente me encuentro conmovido de estar ante su presencia expresó el licenciado haciendo alarde de servilismo. El silencio que obtuvo como respuesta lo desconcertó, pareciese que no lo hubiera escuchado. Lo intentó nuevamente.
He venido a ponerme a sus órdenes, a conocer sus enseñanzas, a ser parte de su nuevo ministerio de vida. Llevo años buscándolo, por favor, ilumíneme conociendo las palabras justas que harían efecto y con una mirada sincera esperó alguna reacción de ese hombre que le estaba causando una fuerte impresión.
Y qué es lo que estás buscando lamentablemente para el licenciado, hubo respuesta. La voz provino de la misma mujer-niña con la que había estado desde hace más de una hora. Mirando siempre al hombre de traje y barba e ignorando a la molesta chiquilla, el licenciado contestó:
Busco su camino, su dirección, su guía, su atención… al decir esto, enfatizó su última palabra esperando que mínimo el nuevo Cristo en la tierra lo volteara a mirar. Fernández estaba sintiendo un extraño vacío en su interior y le irritaba el rechazo e indiferencia de este supuesto Cristo. Para su molestia, la mujer-niña nuevamente abrió sus labios para hablar y tras un breve suspiro respondió:
Aquél que no sabe realmente lo que quiere difícilmente verá que lo que busca lo tiene en frente y con una sonrisa agregó, mi atención la tienes total desde el principio y sin embargo no has dicho nada, ¿o será que realmente no tienes nada qué decir? Te he preguntado dos veces qué es lo que buscas y no he obtenido respuesta, quiero pensar que por alguna razón escondes realmente tu búsqueda y no que estás genuinamente perdido. Hiciste un viaje largo para llegar a mí pero algo me dice que yo no soy tu objetivo, sólo un peldaño necesario el licenciado Fernández se quedó sin habla, sorprendido por doble dosis. En primera, su misoginia no podía concebir que una mujer se autodenominara Cristo y, en segunda, le asombraba lo acertado que había sido el comentario que había hecho la mujer-niña. Ya no estaba seguro de qué estaba haciendo ahí.

Mi nombre es Regina y te daré un consejo que tal vez te será útil, no debes dejarte llevar por las apariencias, los seres humanos somos seres destinados a cometer errores y siempre que se cree tener la razón absoluta aparece un nuevo dato o hecho que nos demuestra lo equivocados que estábamos. Estás tan acostumbrado a ver el mundo a través de tu mirada que ya no sabes escuchar lo que te dice la intuición. Sé que quieres hablarme, te concederé tu petición, acompáñame para que hablemos en privado habiendo dicho esto, la mujer-niña llamada Regina se levantó de la mesa y caminó con rumbo a la salida del hotel. Fernández se apresuró a seguirla, tenía la sensación de que esa persona realmente podría ayudarle a encontrar paz. Salieron juntos del recinto y caminaron conversando en privado por las calles envueltas en el armónico ruido de Madrid.

La Puerta de Alcalá, 1778, es una de las cinco antiguas puertas reales que daban acceso a la ciudad de Madrid (España).Se encuentra situada en el centro de la rotonda de la Plaza de la Independencia.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Capitulo 17



La cabeza aún le dolía, seguía en un estado de excitación a pesar de haber dejado atrás las calles mancilladas con sangre y basura. Se dirigía hacia el poniente de la Ciudad de México por la avenida Reforma, aquella persona que seguía usando la misma gabardina marrón que hace algunas horas no había concluido su trabajo todavía, tenía que terminar el ritual con una ofrenda. No se le ocurrió mayor sacrificio que caminar, caminar por aquel interminable laberinto de luz neón, por aquella ciudad que ha albergado dentro de sus entrañas mil palacios; caminar hasta cansarse, hasta desplomarse, hasta convertirse en uno mismo con el pavimento, con el agua de los charcos, con las plantas tercas que sobreviven en la urbe, a pesar del cemento que les impide ver el sol; entrar en comunión con ese torbellino de culturas y civilizaciones; robar un poco de esa energía milenaria que fluye por sus calles, personas y animales; caminar, sólo caminar.
72 horas después, se encontró descansando en una banca de un pequeño bosque que era en esa ciudad solamente un minúsculo pulmón verde que luchaba día con día para contrarrestar el daño generado por la emisión de gases contaminantes de más de un millón y medio de vehículos. Agradeció por esa banca y esos árboles, sentía el oxígeno filtrarse por todo su cuerpo quitándole un poco el cansancio de tres días de caminata. A pesar del agotamiento, sentía que había alcanzado un grado más alto de sabiduría, de pureza, logró desconectar su mente durante el sacrificio y se dedicó a meditar. Comprendió algunas cosas de la naturaleza humana, entendió que la única forma de que se puedan sentir los hombres plenos es a través de la adversidad y del sufrimiento, pues, si estos dos elementos fundamentales llegasen a faltar en la vida de cualquier persona, rápidamente el sujeto que, en un principio se creía feliz, al darse cuenta que lo ha cumplido todo o que no existe ningún obstáculo en su vida, pierde el sentido de su existencia. Se pierde a sí mismo buscando en su propia felicidad el hueco que dejó la desdicha y, al no encontrarla, el balance se rompe convirtiéndose, paradójicamente, en un ser desdichado y sin ilusiones. También comprendió que, a pesar de que su camino era el de las tinieblas, no podría alejarse del todo del sendero de la luz, pues ¿cómo se podría reconocer la inagotable llama de la virtud sin que de fondo existiera la nube oscura de la perversión o viceversa? La coexistencia era obligatoria y necesaria.
Sintió que alguien le observaba, alzó la mirada y lo vio sentado en una banca justo enfrente de la suya. Lo reconoció inmediatamente, se veía distinto sin las velas y el humo del incienso rodeándolo, parecía un tierno abuelito, pero esa mano era inolvidable, la mano que había sellado su destino con una moneda. El hombre se levantó y caminó hacia donde se encontraba, le tomó de los hombros y le ayudó a quitarse la gabardina marrón.
—No me equivoqué la primera vez que te vi, estaba seguro que tenías el talento y el temple—  le dijo el hombre recién llegado con una sonrisa en los labios, —mi nombre es Fajro, no necesito saber el tuyo, ya se revelará a su debido tiempo. Por el momento, me queda entregarte esto.
Mientras hablaba el hombre que se había identificado como Fajro, sacó de entre sus ropas una cadena con un dije de plata. Parecía una de esas placas de identificación que usaban en el ejército, en una de sus caras estaba el número uno romano y la otra estaba en blanco. La plata pulida sin imagen servía como espejo, al momento de ponérsela y sentir el frío del metal alrededor de su cuello se dio cuenta de que había obtenido su primera reliquia, sin embargo, le desconcertó ver solamente su reflejo en una de las caras. Esperaba algo más trascendental, más revelador. Como si hubiese leído sus pensamientos, Fajro se apresuró a resolver la inquietud que se dibujaba en el rostro juvenil.
—Eso es lo que eres hoy, eres la nada, no existes, eres sólo un reflejo de los demás, de la sociedad en la que has estado desde siempre— sabía que esas palabras causaban un efecto devastador en los nuevos iniciados después de todas las pruebas a las que habían sido sometidos, agregó para suavizar las cosas, —pero no te sientas mal, ser la nada tiene sus grandes ventajas, tienes el potencial infinito de ser lo que quieras ser, de auto crearte desde cero. Es como nacer pero siendo adulto, con todo un aprendizaje anterior pero sin cargar con los errores que conlleva el crecimiento—.
            Al término del comentario, le dio tres palmadas en la espalda y tomó asiento en la banca separado sólo por la gabardina de quien lo escuchaba.
—Ahora es momento de que sigas, te estaremos observando, yo seré uno de tus centinelas. Los demás… los demás los conocerás después. Has aprendido bien, pero eso ya es pasado, el tiempo no para y tú tampoco debes. ¿Sabes por qué terminaste en este parque?— la pregunta se quedó volando en el viento, los gritos joviales de unos niños que jugaban a lo lejos llamó su atención. Sabía perfectamente qué hacía en ese parque. Se levantó de la banca y caminó con dirección a las risas, los observó por unos minutos. Comprobó que la madre de los niños, una mujer joven con ropa cara, estaba en una cafetería cruzando la calle con sus amigas tomando café y charlando sin ninguna preocupación, se sentía segura porque se encontraba en una colonia de clase alta. Era necesario que aprendiera una lección, sería su contribución a esos pequeños; a través del miedo, les daría una mamá más responsable. Primero, se acercó a los pequeños con la promesa de dulces y videojuegos; fue muy sencillo tomarlos de la mano y llevarlos hasta la esquina contraria del parque de donde estaba su madre. Les dijo que jugarían a las escondidas que, si se escondían bien y no los encontraba muy rápido, les daría muchos premios. Después, cerciorándose que la madre no se había percatado de lo que estaba pasando, se acercó a la cafetería y tomó un asiento en una mesa vacía mientras le hacía señas a la mesera para que le trajera un café. Le molestó que hubiera pasado más de cinco minutos y la mujer ni siquiera hubiese volteado a la ventana, por esta razón, tomó una servilleta y con pésima caligrafía escribió "tenemos a tus hijos, si quieres verlos con vida junta cien mil antes de las cinco de la tarde, nosotros te contactaremos". Dobló la servilleta y se levantó de su lugar; caminó con toda la confianza del mundo hasta donde estaba la señora quien, justo en ese momento, estaba contando un jugoso chisme acerca de una mujer que tenía tres amantes y dos de ellos eran hermanos. Apretó la servilleta fuertemente entre su mano y tocó el hombro de la mujer.
 —Disculpe, señorita, cuando iba entrando me pidió un joven que le diera esto— la mujer, dando una mirada fugaz y despectiva a quien le entregaba el mensaje, tomó con el dedo índice y pulgar la servilleta como queriéndose ensuciar lo menos posible. En ese preciso momento, después de completar la primera parte de su plan y sin esperar a que la mujer leyera la nota, se retiró de vuelta a su asiento donde ya le esperaba su café y se sentó a mirar cómo se desarrollaba su plan. En su mente lo veía todo claro, la mujer se pararía presurosa a buscar a sus hijos, al ver que no estaban donde los había dejado, comenzaría a llamarlos a gritos desde la banqueta. Como los niños estaban escondidos tardarían un poco en aparecer, tiempo suficiente para que el remordimiento hiciera su trabajo en la cabeza de la madre. La felicidad de ver a sus hijos a salvo le daría tiempo suficiente para tomarse su café sin tener que dar explicaciones con respecto a la nota. Una tasa cayó al piso en un estruendo, la mujer había leído el mensaje, se levantó del asiento de forma violenta con la mirada fija a través de la ventana del local con dirección al parque. Comenzó a caminar presurosa, sin previo aviso y como si hubiese sonado la chicharra de una carrera de velocidad, empezó a correr con todas sus fuerza rumbo al lugar donde había dejado a sus hijos jugando. Enloquecida, abrió las puertas de vidrio de la cafetería y gritaba frenéticamente el nombre de sus pequeños, no paró de correr ni siquiera cuando se terminó la banqueta bajo sus pies. Hubiera sido bueno que lo hubiese hecho, de esa manera, hubiera podido evitar que un automóvil Grand Marquis que transitaba justo en ese momento y justo por esa calle la golpeara de frente lanzando su cuerpo por los aires ante la mirada estupefacta de sus hijos quienes, cansados de esperar a que alguien los encontrara en sus escondites de juego, regresaban al lugar donde los había dejado su madre. La persona que fuera catalizador de esa terrible sucesión de eventos desafortunados cerró los ojos al oír el golpe del metal chocar en seco en contra de carne, piel y huesos.
—No resultó como esperabas, ¿verdad?— escuchó que le dijeron al oído, —siempre debes de esperar lo inesperado, no te preocupes por esto, es sólo un pequeño tropiezo en tu camino, aprende de ello y sigue adelante— susurró la cálida voz de Fajro.
Quien le escuchaba no podía moverse, la impresión era abrumadora, intentaba desesperadamente mantener sus ojos completamente cerrados tratando de borrar esa realidad que había contribuido a crear, en su mente se dijo para sí —¿sólo un tropiezo? ¿Aprender de esto? ¿Dios mío, qué he hecho?—. 

 
Parque Lincoln, Polanco, Mexico, D.F.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Capitulo 16

Estaba concentrado en su respiración; aire entraba y salía una y otra vez. Estaba en calma, completamente en calma, sentía frío en sus pies desnudos pero no le mortificaba. Sólo importaba su aliento, casi podía ver el aire entrar por su nariz de color azul y salir por su boca de color rojo. Seguía respirando, la oscuridad total lo cubría, lo abrazaba, lo resguardaba, no le tenía miedo a las tinieblas. En la penumbra todo era calma, miedo a la luz que era cuando ellos venían, cuando lo molestaban. Trató de poner su mente en blanco, el pensarlos era invocarlos, demasiado tarde, un ruido,  había llegado la luz.
Tumbado sobre el pavimento vi la fachada de su apartamento en llamas, el humo lo era todo, era un monstruo que consumía todos nuestros libros, toda nuestra historia de casi tres años. Pensé que el grito que acababa de escuchar había sido parte de mi imaginación, Abril debería de estar bien y pronto llegaría a abrazarme. Esperé tirado boca arriba viendo las nubes de humo volar hacia el espacio, esperé y seguí esperando. El ardor en mis brazos por las quemaduras de primer grado que había recibido me trajeron poco a poco a la realidad, ni los paramédicos, ni los bomberos me miraban a los ojos cuando les preguntaba por ella. No me permitieron pararme, me subieron a una camilla y me colocaron en el interior de una ambulancia, ahí fue cuando llegó Ramiro. Con sólo verle la cara lo entendí, Abril ya no regresaría. Me abrazó fuertemente a pesar de mis heridas, no me permitió levantarme, traté de quitarlo, golpearlo, moverlo, morderlo para que me dejara ir a buscarla pero todo fue en vano, Ramiro no me lo permitió. Y tenía razón, yo estaba tan débil que no podría ni ponerme en pie y Abril, Abril estaba muerta y no regresaría jamás.
Ah, nuevamente en las sombras, no recuerdo bien desde cuando odio la luz, solía agradarme, sin embargo, hoy la oscuridad me arrulla, me llena, me permite recordar o volver a vivir, profundizar. Y como ya no sé ni lo que soy o lo que fui ya no me queda mucho, sólo sé que existo o existo porque lo sé. Sí, debería decir que la negrura me pone un poquito filosófico.
Caminé acompañado de toda la gente que me conocía, me abrazaban dándome su apoyo, inclusive gente que jamás había visto llegaba con la cara desencajada a darme el pésame. Era el día más triste de mi vida, la desesperanza más profunda invadía mi corazón por completo, el dolor que me producían las quemaduras en el cuerpo no se comparaban al dolor de no tenerla. Me estaba desbarrancando en un mundo desconocido y frío. Me acomodaron en primera fila, cerca del ataúd cerrado que guardaba su cuerpo, cuerpo que habíamos logrado sacar de entre las cenizas completamente chamuscado. Sólo lo pudimos reconocer por unos trozos de ropa quemada que, según testigos del incidente, ella llevaba puesta antes de entrar en el departamento en llamas. Sentado de frente al altar no podía dejar de pensar en que todo era una gran pesadilla y que pronto despertaría, la historia no debió de haber terminado así, se supone que debimos de haber vivido felices para siempre. Escuché sin escuchar la homilía del padre que ofició la misa, me levanté de mi butaca cuando terminó sólo porque los amigos que me acompañaban me ayudaron a hacerlo. Mi vida había perdido el sentido, todos mis sueños y esperanzas se habían convertido de pronto en cenizas.
“¿Quiénes estaban en el entierro, Francisco?” No, tú no puedes preguntar aquí, la oscuridad me pertenece, en la oscuridad soy sólo yo, pero de todas formas responderé tu pregunta, no porque tú lo preguntes, sino porque yo quiero contestar. Bueno, aunque no sé si de no haber preguntado hubiera existido respuesta alguna, porque, ¿qué es una respuesta huérfana de pregunta?

Dirigí mi vista a los demás asistentes que entraban y se acomodaban en el cementerio, donde le daríamos el ultimo adiós a Abril, eran tantísimos, incontables. Vi por un lado a compañeros suyos de la universidad que habían convivido poco con ella pero aun así la conocían, estaban ahí también las chicas de la cafetería donde Abril solía trabajar, todas vestidas de negro aunque, como siempre, con diminutas falditas. Logré ver al cura, era un tipo calvo con cara de extrema seriedad que iba enfrente de la peregrinación abriéndose paso entre las otras tumbas en camino al hueco en la tierra destinado para Abril. Incluso vi a una cuadrilla de jóvenes policías con sus uniformes de la academia sosteniendo cada uno un clavel que iban comandados por Ramiro, de igual forma, pude ver a los padres de Abril cerca del ataúd mientras lo acomodaban para la última ceremonia. Aunque, sin conocerlos en persona, sabía que eran ellos por una fotografía que encontré por casualidad en un portarretratos arrumbado en lo más recóndito del clóset de Abril quien, al ver que yo lo había puesto en la recámara, me sermoneó y lo volvió a lanzar a las profundidades de su clóset. Tuve la impresión de que no se llevaban bien, me pareció mala idea acercarme a saludarlos porque, en los casi tres años de convivir con Abril, ella sólo los había visitado dos veces y nunca se expresaba nada bien de ellos. Pensándolo bien, nunca expresó absolutamente nada con relación a ellos así que, haciéndole justicia a su memoria, los ignoré, al igual que, según yo, ellos lo habían hecho con Abril por tanto tiempo; justicia post mortem. Estaban también todos los vecinos de los departamentos, pude ver a Esmeralda quien ocupaba el piso de arriba, también lo había perdido todo en el incendio con excepción de su vida. Entre un grupo de señoras que por su pinta eran asiduas asistentes de funerales pude distinguir a doña Teresa, toda vestida de negro como siempre, con su rosario de plata con el que muchas veces nos había perseguido por estarnos besando frente de su casa. En ese universo de gente que tenía como nexo común Abril, me desconcertó ver tanta gente desconocida, creí conocer a todas las personas cercanas a ella. Por ejemplo, allá en el fondo, alcanzaba a apreciar a sus dos primas; Yolanda y Mireya, quienes no tenían nada en común a pesar de ser hermanas; una alta, esbelta y muy poco simpática de mirar y la segunda chaparra, más bien llenita, pero bastante agradable a la vista. No fue fácil reconocerlas, parecía que se escondían detrás de un señor con la barba cerrada entrecana que lucía verdaderamente consternado. Creí ver gente que no estuvo ahí, ahora que lo pienso, creo haber visto al licenciado Óscar Fernández con su mirada azul profundo tratando de sonreírme sin hacerlo, pero creo que eso es imposible, yo todavía no lo conocía. Me quedé parado a la entrada del cementerio, por más que lo intenté no tuve el valor de acercarme al cúmulo de gente que guardaba silencio mientras descendían el féretro en las profundidades de la tierra. Me cansé de mirar pero seguí mirando, ya no me quedaba más, más que contemplar el lento pasar de mi vida; amigos, conocidos, compañeros, ajenos y extraños, masas invisibles, a todos lograba ver sin verlos, para mí ya daba lo mismo, para mí todo era oscuridad, maldita oscuridad.


jueves, 20 de noviembre de 2014

Capitulo 15

—Dios mío, Francisco, qué pesadilla— comentó Rocío espantada por lo que acaba de escuchar, —¿y al licenciado, lo mataron?— preguntó haciendo la misma suposición que Francisco.
—La verdad no lo sé, espero que no. Estaba demasiado asustado el pobre, realmente convencido de que buscaban sus cuadros y figuritas, ¿tú crees?— comentó Francisco mientras Rocío lo escuchaba con más atención que nunca. En su rostro se podía ver que estaba segura de que el temor del licenciado era un temor fundado.
—Bueno y, ¿qué había en el paquete?, ¿lo abriste?, ¿son más reliquias?
—Pues, mira— dijo Francisco mientras arrojaba un montón de hojas en blanco que se desparramaron sobre la mesita de la sala, —por esto tanto alboroto— le dijo con una cara de decepción esperando alguna reacción de su mentora,
Rocío tomó los papeles observándolos minuciosamente, los volvió a arrojar sobre la mesa, no había nada de especial en ellos, —¿es todo?, ¿seguro que no había más cosas en ese cajón?— dijo clavando sus ojos en Francisco, parecía enojada.
—Dentro del sobre, entre las hojas, encontré esta pulsera y también... — Francisco hizo una breve pausa mientras sacaba de una de sus bolsas un artículo brillante. No estaba seguro de terminar la oración que había comenzado, —no me queda muy claro si esta foto también venía dentro del sobre— lo dijo mientras señalaba la foto de Abril, la cual ya estaba sobre la mesa.
—¿A qué te refieres?— cuestionó Rocío intrigada.
            —Es que yo…— titubeó nuevamente, temía parecer un demente, —yo la conozco, bueno, la conocía, fue alguien muy importante en mi vida y realmente no sé si la foto era mía y la traía en la chaqueta o venía dentro del sobre. Aunque debo confesar que esa foto jamás la he visto, la reconocería, he mirado todos y cada una de sus retratos una y mil veces y este no es uno de ellos— la foto mostraba a una joven de 25 años aproximadamente, se apreciaba de la cintura para arriba, de tez blanca, ojos que combinaban con sus cabellos negros despeinados, una sonrisa casi infantil en el rostro que la hacía ver más joven de lo que realmente era, parecía sorprendida aunque de una forma agradable. En el retrato vestía con un abrigo de lana gris entallado a su esbelta figura, en el fondo se veían la fachada de varios edificios con todo y sus calles y peatones de una ciudad que Francisco no lograba ubicar en su memoria.
 —¿Y por qué no le marcas a esta chica para ver si sabe algo de los Fernández?— preguntó disimulando su verdadera pregunta, ¿qué carajo tenía que ver esta chica con los Deus Caelum Inferno?
—Lo haría si pudiera, Chío— los ojos de Francisco se llenaron de lágrimas, —ya no está en este mundo, murió hace seis años en un incendio. Tenía 20 años cuando sucedió— expresó Francisco con el sentimiento a flor de piel.
__Lo siento muchísimo, renacuajo— dijo Rocío sin mucha convicción. Tomó en sus manos la fotografía y, acomodándose unos lentes que tenía escondidos en su cabellera, se puso a observarla con detenimiento.
—Está en la Ciudad de México— observó Rocío.
—¿Qué dices?— preguntó Francisco volteando a ver a su maestra quien, mientras señalaba la fotografía, le dijo a Francisco, —la muchacha de la foto—.
            —Abril— corrigió Francisco un poco molesto por lo fría que estaba siendo Rocío con respecto al tema.
 —Abril, pues— repitió Rocío, —en este retrato está en la Ciudad de México, es más, está parada de frente a la Alameda Central, ¿ves?— extendió la foto a su exalumno que no entendía cómo podía hacer ella esas deducciones. —Está dándole la espalda al edificio Tlatelolco, ¿te fijas?  Esas estructuras de cemento, enseguida de la iglesia, ahí donde dice en la placa dorada SRE, es la sede de la Secretaria de Relaciones Exteriores— Rocío apuntó con el dedo índice la esquina superior derecha de la fotografía sonriendo por su hallazgo. Siguió mirándola detenidamente, algo le molestó.
 —¿Cuándo dijiste que murió?— con la mirada perdida en el sufrimiento de recordar a Abril, Francisco contestó —el 25 de noviembre de 2004, el maldito día que será... —.
—¡Imposible!—  interrumpió Rocío groseramente al momento que se paraba y corría hasta un escritorio donde tenía arrumbada una computadora. Francisco, completamente confundido, la siguió. —Francisco, yo estuve en la Ciudad de México en marzo de 2005. Fui invitada por la UNAM a la inauguración del edificio Tlatelolco— Rocío trataba de hablar con la mayor claridad posible, —tiene su entrada principal por un costado de la calle Juárez a través de unas grandes puertas de cemento enfrente de la Alameda en donde se hizo una celebración sumamente pomposa y, como siempre, se hizo un gasto desmedido del erario público— Rocío seguía hablando pausadamente mientras buscaba algo en un cajón lleno de papeles y documentos. —En fin, el punto es que en esa celebración para inaugurar el edificio, el Presidente de la República debeló una placa de bronce en donde quedó inscrito el día de la inauguración, nombre del presidente, etcétera. También en letras grandes las siglas de la Secretaría de Relaciones Exteriores, o sea SRE. Esa es exactamente la misma placa que se alcanza a ver en esta fotografía, justo aquí— dijo mostrándole a Francisco una fotografía que había sacado justo en ese momento como por arte de magia de debajo de un montón de papeles. Era una fotografía conmemorativa de ese día, en donde estaban retratados muchos hombres y mujeres vestidos muy formales. Todos ellos, muy sonrientes, rodeaban al Presidente de la República en turno, tenían como escenario las mismas puertas de cemento con barandales rojos que en la fotografía de Abril. También, aunque un tanto más reluciente, se alcanzaba apreciar la misma placa de bronce que había llamado la atención de Rocío y, para rematar, en la parte inferior de la fotografía, junto al sello oficial de la presidencia, la fecha que corroboraba la historia de la maestra. —Siento decirte, renacuajo, que, o se te olvidó la fecha de la muerte de tu mujer o ella seguía vivita y coleando mínimo cuatro meses después de que la enterraste— dijo Rocío de la forma más cínica que podía, como si estuviera desenmascarando a un mentiroso.

—Rocío, esto quiere decir que…— un cúmulo de emociones lo embestían, —bueno, puede ser…— una sonrisa se empezó a formar en los labios de Francisco, —ella…— la emoción estaba por desbordarse, se podía ver en sus ojos, —¡ella puede estar viva! —.


Foto panorámica del edificio de la Secretaria de Relaciones Exteriores ubicado en el centro historico de la ciudad de Mexico. Visto desde la Alameda Central.

Capitulo 14



Francisco cambió de postura en el sillón de la casa de Rocío. Con la ilustrada explicación sobre los Deus Caelum Inferno, Rocío le abrió los ojos con relación a muchas de las cosas que habían pasado en el granero y poco a poco comenzaban a tener sentido, como un rompecabezas que lentamente va mostrando su forma final. Al mismo tiempo, mientras más pensaba, otras cosas le parecían cada vez mas ilógicas y fantásticas. Todo ese desgaste mental le había provocado hambre. Rocío captó la necesidad de su alumno al escuchar gruñir su estómago por segunda vez y, como si estuvieran hablando de las cosas más triviales del mundo, hizo una pausa en la conversación con una sonrisa y se levantó diciendo:
—Mira qué tarde es, ya es hora de comer, ahorita verás que te traigo algo. No estará muy rico pero de seguro va a estar calientito— mientras su mentora se encontraba en la cocina preparando algo para los dos, Francisco tuvo la tentación de irse como lo había hecho la vez pasada que estuvo ahí, la misma necesidad que se le presentaba cada vez que sentía que no tenía el control de la situación. Cuando se creía acorralado acostumbraba a correr y correr sin mirar atrás. Esto era demasiado para él.
 —Hombres muertos, sectas secretas, reliquias, ¿acaso el mundo se ha vuelto al revés?,  pero esta vez algo era diferente— suspiró largo y profundo.
Un foto que sostenía firmemente con su mano izquierda le impedía levantarse y salir de ahí, necesitaba encontrarle explicación a lo que estaba sucediendo, apretó los labios tratando de borrar aquella tentación y esperó.
Después de haber terminado de comer unos sándwiches con pan tostado, Rocío le pidió a Francisco que siguiera con el relato. Él, dispuesto a ir hasta el final, continuó:
—Resulta, Chío, que cuando abrí los ojos estaba dentro de una camioneta bastante bonita y hasta cómoda si no fuera porque tenía las manos amarradas por la espalda. Fueron tan considerados que dejaron prendido el aire acondicionado, era de esas camionetas largas que traen tres asientos de pasajeros, los vidrios estaban muy polarizados pero aún así logré ver a través de ellos otra camioneta igual a la que me encontraba. Estaba estacionada enseguida del lado derecho y justo detrás de ella alcancé a ver a un grupo de hombres uniformados que esperaban algo, pudieran haber sido cinco o seis. Al frente, a través del vidrio panorámico pude observar la puerta entre abierta del granero, adentro distinguí al licenciado Fernández que en ese momento estaba de rodillas frente a otros dos hombres que llevaban vestimenta militar y pasamontañas color negro, lo cual hacía imposible reconocerlos. Cada una de las personas que alcanzaba a ver, obviamente con excepción del licenciado, portaban armas largas de esas que salen mucho en las noticias. El licenciado tenía los ojos vendados y sus manos atadas a la espalda, parecía que lo interrogaran. El estar encerrado en la camioneta me impedía escuchar lo que decían, de hecho, recuerdo haber oído absolutamente nada, sólo recuerdo el miedo, creí que mi vida había terminado, que en cualquier momento le darían el tiro de gracia y después vendrían por mí. O peor, recordaba el cuerpo torturado del otro licenciado Fernández, no quería sufrir, no entendía qué es lo que estaba sucediendo, aunque realmente no me importaba mucho mi vida, de todas formas no quería morir todavía, no así. Sentí cómo mi vejiga se vaciaba cuando entre los dos hombres levantaron al licenciado poniéndolo en contra de la pared y apuntándolo con sus armas. Parecía que lo hicieran para provocarme más tormento, se notaban sumamente enojados, blandían una y otra vez sus armas en contra de la cabeza del licenciado, buscaban algo. En ese momento vi que su víctima comenzó a hablar, los agresores dejaron de sacudirlo, lo escucharon por unos minutos, pude notar miradas de complicidad entre los encapuchados, después, lo arrastraron hasta la camioneta en la que yo me encontraba y con uso excesivo de violencia lo arrojaron al interior cayendo justo a mi lado. Una última amenaza se logró escuchar antes de que cerraran nuevamente la puerta “si no está aquí lo que nos dijiste, vamos a volver por ti, perro…”. El licenciado estaba sangrando por la boca, transpiraba profusamente, como pude lo empujé con mis hombros y lo ayudé a acomodarse en el asiento. Jadeante por el esfuerzo, me ordenó con el aire entrecortado “no les digas nada, absolutamente nada de lo que te he dicho…”, yo le dije sorprendido ¡que realmente no sabía nada!, sólo historias extrañas que me había contado, le respondí desesperado. Sentía que había quedado atrapado en un problema donde no tenía nada que ver, “necesito que me prometas algo, Francisco, van a volver por mí, lo sé, no les di lo que querían…” me dijo sonriendo con las encías ensangrentadas. “Y no sé si pueda salir con vida de esta…” me dijo cambiando su tono a un pesimismo exacerbado, “lo que ellos quieren no está aquí, nunca se guardan todos los ases bajo la misma manga, Francisco…”. Mientras hablaba, pude ver que los hombres volvían, se detuvieron enfrente de la camioneta y pude notar que discutían, parecían confundidos. Uno de ellos hacía ademanes que parecían indicar la retirada. Otro más, que desde un inicio creí que era el que daba las órdenes, se negaba a marcharse. “Si no la libro o no me comunico contigo en el transcurso de veinticuatro horas, necesito que me hagas un favor, Francisco, pero debes de prometérmelo…” nuevamente el idiota de yo se lo prometí creyendo que realmente ninguno de los dos saldríamos vivos de ahí. “Necesito que vayas al despacho, busca en al archivero personal, en el cajón 137, la llave está debajo de la alfombra de la esquina derecha, saca todo lo que encuentres. Llévalo a la dirección que aparece en el directorio general del despacho bajo el mismo número, pero cuidado, no vayas a leer ni ver lo que hay dentro del paquete, no te quiero comprometer más de lo que ya estás. Acuérdate, ellos son capaces de todo con tal de que nadie más lo sepa…” ¿ellos quienes?, ¿ellos de los que me platicaba hace rato?, pregunté yo con un dejo de pánico en mi voz. No le dieron tiempo de contestarme, en ese preciso instante abrieron la puerta de la camioneta y cuatro manos lo extrajeron de manera forzada, al mismo tiempo, la otra puerta de la camioneta se abrió y subió un encapuchado apuntándome, de igual manera lo hizo otro por la puerta en donde hacía sólo unos segundos habían bajado al licenciado. Literalmente entré en shock, dije una pequeña plegaria y cerré los ojos, esperaba escuchar el disparo que acabara con mi existencia, afortunadamente sólo escuché el motor de la camioneta encendiéndose. Salimos de la huerta yo y mi hostil compañía. Me vendaron los ojos y viajamos en completo silencio, yo trataba de hacer la menor cantidad de ruido, inclusive regulaba mi respiración, todo con la ingenua finalidad de que no se acordaran de mí y me dejaran en paz. Cada cierto tiempo, como si estuvieran programados, me proferían insultos y me golpeaban en las costillas o en la nuca, aunque sin mucha saña, como si fuera más bien una rutina laboral en lugar de que estuvieran realmente molestos.
Después de varias horas de dar vueltas a oscuras, yo me encontraba completamente fastidiado de tanto dar tumbos entre un gato hidráulico y diferentes herramientas. Desde hacía bastante rato me habían traspasado a la cajuela, e inclusive pareciese que realmente me hubiesen olvidado. Podía escucharlos conversar entre ellos de la manera más tranquila como si nada estuviese pasando, como si no trajeran a un tipo en la cajuela apestando a orines. Yo me concentré en la música norteña que sonaba a todo volumen, “en un carro de la Chrysler, un automóvil 300, viajaban Chuy y Mauricio, felices y muy contentos, cómo iban a imaginarse que los bajarían ya muertos”. Tras escuchar el desenlace de la historia de esos dos infelices sujetos y por conocimiento de otras miles de historias similares, me dije a mí mismo que era mejor dejarme llevar. La suerte estaba echada, si éste era el fin, ni hablar; dicen que cuando te toca ni aunque te quites. La camioneta fue reduciendo la velocidad, la música paró abruptamente seguido de dos portazos. “OK…” pensé, “es la hora de la verdad…”. Abrieron la puerta de la cajuela y traté de enderezarme, me tomaron por los brazos, sentí cómo cortaron la correa que me sostenía unidas las muñecas de las manos y, sin más, me aventaron a la calle. No levanté la mirada ni me quité la venda hasta muchos segundos después, estaba muerto de miedo. Cuando tuve el valor de hacerlo y mirar, me encontré completamente solo en la calle frente a mi auto,  a un hijo de puta se le había ocurrido el peor momento para poncharme las llantas.