Francisco llegó cauteloso a la puerta del despacho de
los Fernández, con sumo cuidado removió los listones de seguridad de color
amarillo que habían colocado en días anteriores los policías que “investigaban”
el crimen y quienes, para justificar el trabajo, se habían limitado en
clausurar el lugar y limpiar las gotas de sangre que pudieran haber quedado en
la banqueta, dejando al imaginario popular los probables móviles del homicidio.
Después de una breve ojeada a
ambos lados de la calle para cerciorarse que se encontraba solo, introdujo la
llave extra que tenía del inmueble y entró. Se escabulló conteniendo el aliento
para no hacer ruido, rápidamente se dio cuenta de su error, ese lugar estaba
vacío, por consiguiente nadie podría escucharlo. Exhaló con alivio el aire
guardado en sus pulmones y se quedó unos segundos inmóvil, observando. Estaba
todavía oscuro afuera, no serían ni siquiera las seis de la mañana, se
sorprendió que se hubiera repuesto tan pronto de la salida con Ramiro hace
apenas unas horas. Lo que sí, es que había tenido una serie de sueños sumamente
extraños que involucraban a un gorila, una hada de blanco y una voz como la del
mago de Oz. Siguió observando el interior del despacho, los escritorios de los
pasantes muy ordenaditos, como siempre. Con la mirada fue recorriendo el camino
que seguirían sus pasos, bajó la vista y se dio cuenta de en dónde se
encontraba parado, el mismo lugar donde el licenciado Fernández fue colgado.
Aspiró profundamente, el despacho olía a sangre seca, le repugnaba pero debía
continuar, caminó por el pasillo principal entre cubículos conocidos. Al llegar
a la pared del fondo, en donde terminaba el edifico, giró a la derecha y subió
por unas escaleras amplias. Recordaba que subir esos escalones en un día normal
de trabajo no presagiaba nada bueno, las reprimendas por parte de los socios
principales eran el pan de cada día; realmente no necesitaban ninguna escusa
para soltarse pegando de gritos a diestra y siniestra. Arribó a la planta alta
del inmueble y, sin muchos miramientos, cruzó el escritorio de la secretaria de
los Fernández, celosa guardiana de sus patrones. Obtener una cita con alguno de
ellos cuando se trataba de algún aumento de sueldo era imposible. Eso le habían
contado, pues atendiendo a su desempeño profesional, con que no lo corrieran ya
era ganancia.
Se detuvo a contemplar un
momento lo que había delante de él, pensó que hasta en los perros había razas y
que no era lo mismo ser abogado en un despacho que ser el abogado del despacho.
Todo el segundo piso estaba ocupado por únicamente dos oficinas. Eran de los
dos hermanos Fernández quienes tenían gustos y personalidades opuestas a pesar de
ser tan semejantes. La oficina de la izquierda tenía un estilo ostentoso y
clásico, con cortinas verdes con bordados de
hilo de oro, un escritorio de caoba macizo que Francisco imaginaba que
así debería de ser el despacho presidencial ubicado en Palacio Nacional. El de
la derecha parecía más la oficina de un moderno ejecutivo de Nueva York,
colores metálicos, líneas redondeadas. Tenía escrito la modernidad en todas
partes, no podía faltar el putter set
de lujo instalado delante de una pantalla gigante donde el licenciado Fernández
practicaría el golf por las tardes. Dejando atrás los lujos exagerados y casi
excéntricos de sus expatrones, Francisco ubicó su objetivo. Se dirigió a un
pequeño cuarto que se encontraba justo en la parte trasera de las dos oficinas,
cuarto que compartían ambos, cada uno con su puerta de acceso. La pequeña
habitación servía de archivero en donde los Fernández guardaban los documentos
más importantes de sus clientes. A Francisco le pareció más un armario que un
archivero en donde, de alguna forma que no podía precisar, habían instalado dos
grandes muebles de madera que ocupaban la pared desde el suelo hasta el techo.
Más de cien cajones ostentaba cada uno de ellos, las pequeñas manijas doradas
con una diminuta cerradura hacían verlo casi como una obra de arte
extremadamente detallada. Los imponentes muebles de madera estaban empotrados a
la pared, Francisco giró sobre su eje y se sorprendió de encontrar en el muro
contrario, en el breve espacio que separaba una puerta de la otra, un cuadro al
óleo, representaba una gran isla en un solitario mar el cual era desafiado por
una minúscula embarcación. La pintura no parecía embonar con ninguno de los dos
estilos de decoración de los Fernández y su contemplación se complicaba
muchísimo debido a la poca distancia que se podía lograr. Por más que Francisco
replegara su cuerpo contra los muebles de madera, no quedaba más que unos
cuarenta centímetros, —estos abogados sí que quieren aprovechar cualquier
espacio— pensó Francisco desviando su vista de la bizarra creación pictórica.
Recordó el motivo verdadero que lo llevó a ese sitio, titubeante se aproximó a
la esquina derecha de la habitación y se puso a gatas. Tal y como le había
dicho el Fernández sobreviviente, a tientas encontró un lugar donde la alfombra
que cubría el piso de todo el archivero se podía levantar unos centímetros.
Metiendo el dedo índice en el pequeño agujero extrajo una llave plateada con
forma de cruz con una numerosa cantidad de dientes de cada uno de sus brazos.
Se puso en pie, buscó con la mirada el número exacto e insertó la llave en el
cajón número 137, tal y como se lo habían indicado. Lentamente giró la llave
oyendo como los seguros cedían, Francisco sintió un escalofrío cuando la
cerradura por fin cedió con un ligero clic. Abrió cuidadosamente el cajón, no
le habían dicho qué encontraría dentro. Al instante se decepcionó, un ordinario
sobre color manila igual a los miles que se manejaban en el despacho a diario
estaba ahí. Lo tomó con precaución, el lugar en donde debía estar escrito el
número del expediente del caso se encontraba una frase que no alcanzaba a
entender. Acercó su rostro un poco más al sobre, temía que su incipiente
ceguera fuera la causante de la incomprensión de la frase escrita en el papel.
Sabía que era indispensable comenzar a usar anteojos, pero Francisco era amante
de la filosofía “si no está roto no lo
arregles”, mientras siguiera viendo aunque fuese medio borroso no compraría
ningunos anteojos. La situación se estaba volviendo bastante frustrante. El
sobre no pesaba casi nada, parecía contener sólo algunos papeles. ¿Qué
documento podría ser tan importante? La petición de buscar esto lo
desconcertaba más cada minuto, ¿algún título de propiedad, un testamento o
bonos? Aunque nada de lo anterior parecía ser vital en la situación de la
persona que se lo había solicitado. Dejó de pensar, él sólo venía por un
encargo y eso era lo que iba a hacer. Regresó por la puerta en que había
entrado al pequeño archivero ubicándose nuevamente en la oficina con toque presidencial,
de esta manera escapó de la tenue luz del archivo que no le permitía leer el
folio del documento. La oficina estaba bien iluminada, además, el sol ya estaba
entrando por la ventana. Leyó nuevamente y aliviado se dio cuenta de que sus
ojos no eran los responsables de la falta de claridad, lo que estaba ahí
escrito parecían letras pero no lo eran, eran símbolos diferentes sin llegar a
ser jeroglíficos o dibujos. En resumen, eran unos garabatos que él no entendía,
decidió dejar de husmear, era mejor hacer lo que le había indicado el Fernández
sobreviviente. Había sido muy claro en sus instrucciones, si Francisco no sabía
nada de él en las próximas veinticuatro horas después de la breve y accidentada
reunión que sostuvieron el día de la muerte del otro Fernández, Francisco había
prometido que recogería lo que fuera que hubiera en ese cajón. Ya lo había
hecho y era momento de salir de ese lugar lúgubre, además, el miedo estaba
comenzando a invadirlo. Juzgando por la última vez que había visto a Fernández,
no guardaba muchas esperanzas de volver a verlo de nuevo o al menos no con
vida. Presuroso y con el sobre en sus manos bajó por las escaleras, recorrió el
pasillo y abrió la puerta principal del despacho. En su prisa olvidó apagar la
luz de la escalera por lo que a toda prisa corrió nuevamente por el pasillo, en
su desesperación por salir lo más rápido posible se golpeó accidentalmente su
mano izquierda contra la esquina de uno de los escritorios, justamente la mano
que sostenía el sobre, el cual, por atender a las leyes naturales de Newton,
salió volando por los aires cayendo al piso instantes después. El sobre se
abrió, algunos papeles fueron regados sobre el suelo. Francisco, mientras
sobaba su mano, caminó hasta donde estaban los documentos, se puso en cuclillas
y se dispuso a recoger lo que había tirado maldiciéndose por su torpeza. Las
maldiciones cesaron al instante al ver una foto que yacía en medio del
desorden. Una mirada profunda de ojos negros le heló la sangre.
—¿Abr... Abril? — dijo en voz
alta al vacío de la habitación que no le contestaría.