jueves, 30 de octubre de 2014

Capitulo 6

Francisco llegó cauteloso a la puerta del despacho de los Fernández, con sumo cuidado removió los listones de seguridad de color amarillo que habían colocado en días anteriores los policías que “investigaban” el crimen y quienes, para justificar el trabajo, se habían limitado en clausurar el lugar y limpiar las gotas de sangre que pudieran haber quedado en la banqueta, dejando al imaginario popular los probables móviles del homicidio.
Después de una breve ojeada a ambos lados de la calle para cerciorarse que se encontraba solo, introdujo la llave extra que tenía del inmueble y entró. Se escabulló conteniendo el aliento para no hacer ruido, rápidamente se dio cuenta de su error, ese lugar estaba vacío, por consiguiente nadie podría escucharlo. Exhaló con alivio el aire guardado en sus pulmones y se quedó unos segundos inmóvil, observando. Estaba todavía oscuro afuera, no serían ni siquiera las seis de la mañana, se sorprendió que se hubiera repuesto tan pronto de la salida con Ramiro hace apenas unas horas. Lo que sí, es que había tenido una serie de sueños sumamente extraños que involucraban a un gorila, una hada de blanco y una voz como la del mago de Oz. Siguió observando el interior del despacho, los escritorios de los pasantes muy ordenaditos, como siempre. Con la mirada fue recorriendo el camino que seguirían sus pasos, bajó la vista y se dio cuenta de en dónde se encontraba parado, el mismo lugar donde el licenciado Fernández fue colgado. Aspiró profundamente, el despacho olía a sangre seca, le repugnaba pero debía continuar, caminó por el pasillo principal entre cubículos conocidos. Al llegar a la pared del fondo, en donde terminaba el edifico, giró a la derecha y subió por unas escaleras amplias. Recordaba que subir esos escalones en un día normal de trabajo no presagiaba nada bueno, las reprimendas por parte de los socios principales eran el pan de cada día; realmente no necesitaban ninguna escusa para soltarse pegando de gritos a diestra y siniestra. Arribó a la planta alta del inmueble y, sin muchos miramientos, cruzó el escritorio de la secretaria de los Fernández, celosa guardiana de sus patrones. Obtener una cita con alguno de ellos cuando se trataba de algún aumento de sueldo era imposible. Eso le habían contado, pues atendiendo a su desempeño profesional, con que no lo corrieran ya era ganancia.
Se detuvo a contemplar un momento lo que había delante de él, pensó que hasta en los perros había razas y que no era lo mismo ser abogado en un despacho que ser el abogado del despacho. Todo el segundo piso estaba ocupado por únicamente dos oficinas. Eran de los dos hermanos Fernández quienes tenían gustos y personalidades opuestas a pesar de ser tan semejantes. La oficina de la izquierda tenía un estilo ostentoso y clásico, con cortinas verdes con bordados de  hilo de oro, un escritorio de caoba macizo que Francisco imaginaba que así debería de ser el despacho presidencial ubicado en Palacio Nacional. El de la derecha parecía más la oficina de un moderno ejecutivo de Nueva York, colores metálicos, líneas redondeadas. Tenía escrito la modernidad en todas partes, no podía faltar el putter set de lujo instalado delante de una pantalla gigante donde el licenciado Fernández practicaría el golf por las tardes. Dejando atrás los lujos exagerados y casi excéntricos de sus expatrones, Francisco ubicó su objetivo. Se dirigió a un pequeño cuarto que se encontraba justo en la parte trasera de las dos oficinas, cuarto que compartían ambos, cada uno con su puerta de acceso. La pequeña habitación servía de archivero en donde los Fernández guardaban los documentos más importantes de sus clientes. A Francisco le pareció más un armario que un archivero en donde, de alguna forma que no podía precisar, habían instalado dos grandes muebles de madera que ocupaban la pared desde el suelo hasta el techo. Más de cien cajones ostentaba cada uno de ellos, las pequeñas manijas doradas con una diminuta cerradura hacían verlo casi como una obra de arte extremadamente detallada. Los imponentes muebles de madera estaban empotrados a la pared, Francisco giró sobre su eje y se sorprendió de encontrar en el muro contrario, en el breve espacio que separaba una puerta de la otra, un cuadro al óleo, representaba una gran isla en un solitario mar el cual era desafiado por una minúscula embarcación. La pintura no parecía embonar con ninguno de los dos estilos de decoración de los Fernández y su contemplación se complicaba muchísimo debido a la poca distancia que se podía lograr. Por más que Francisco replegara su cuerpo contra los muebles de madera, no quedaba más que unos cuarenta centímetros, —estos abogados sí que quieren aprovechar cualquier espacio— pensó Francisco desviando su vista de la bizarra creación pictórica. Recordó el motivo verdadero que lo llevó a ese sitio, titubeante se aproximó a la esquina derecha de la habitación y se puso a gatas. Tal y como le había dicho el Fernández sobreviviente, a tientas encontró un lugar donde la alfombra que cubría el piso de todo el archivero se podía levantar unos centímetros. Metiendo el dedo índice en el pequeño agujero extrajo una llave plateada con forma de cruz con una numerosa cantidad de dientes de cada uno de sus brazos. Se puso en pie, buscó con la mirada el número exacto e insertó la llave en el cajón número 137, tal y como se lo habían indicado. Lentamente giró la llave oyendo como los seguros cedían, Francisco sintió un escalofrío cuando la cerradura por fin cedió con un ligero clic. Abrió cuidadosamente el cajón, no le habían dicho qué encontraría dentro. Al instante se decepcionó, un ordinario sobre color manila igual a los miles que se manejaban en el despacho a diario estaba ahí. Lo tomó con precaución, el lugar en donde debía estar escrito el número del expediente del caso se encontraba una frase que no alcanzaba a entender. Acercó su rostro un poco más al sobre, temía que su incipiente ceguera fuera la causante de la incomprensión de la frase escrita en el papel. Sabía que era indispensable comenzar a usar anteojos, pero Francisco era amante de la filosofía “si no está roto no lo arregles”, mientras siguiera viendo aunque fuese medio borroso no compraría ningunos anteojos. La situación se estaba volviendo bastante frustrante. El sobre no pesaba casi nada, parecía contener sólo algunos papeles. ¿Qué documento podría ser tan importante? La petición de buscar esto lo desconcertaba más cada minuto, ¿algún título de propiedad, un testamento o bonos? Aunque nada de lo anterior parecía ser vital en la situación de la persona que se lo había solicitado. Dejó de pensar, él sólo venía por un encargo y eso era lo que iba a hacer. Regresó por la puerta en que había entrado al pequeño archivero ubicándose nuevamente en la oficina con toque presidencial, de esta manera escapó de la tenue luz del archivo que no le permitía leer el folio del documento. La oficina estaba bien iluminada, además, el sol ya estaba entrando por la ventana. Leyó nuevamente y aliviado se dio cuenta de que sus ojos no eran los responsables de la falta de claridad, lo que estaba ahí escrito parecían letras pero no lo eran, eran símbolos diferentes sin llegar a ser jeroglíficos o dibujos. En resumen, eran unos garabatos que él no entendía, decidió dejar de husmear, era mejor hacer lo que le había indicado el Fernández sobreviviente. Había sido muy claro en sus instrucciones, si Francisco no sabía nada de él en las próximas veinticuatro horas después de la breve y accidentada reunión que sostuvieron el día de la muerte del otro Fernández, Francisco había prometido que recogería lo que fuera que hubiera en ese cajón. Ya lo había hecho y era momento de salir de ese lugar lúgubre, además, el miedo estaba comenzando a invadirlo. Juzgando por la última vez que había visto a Fernández, no guardaba muchas esperanzas de volver a verlo de nuevo o al menos no con vida. Presuroso y con el sobre en sus manos bajó por las escaleras, recorrió el pasillo y abrió la puerta principal del despacho. En su prisa olvidó apagar la luz de la escalera por lo que a toda prisa corrió nuevamente por el pasillo, en su desesperación por salir lo más rápido posible se golpeó accidentalmente su mano izquierda contra la esquina de uno de los escritorios, justamente la mano que sostenía el sobre, el cual, por atender a las leyes naturales de Newton, salió volando por los aires cayendo al piso instantes después. El sobre se abrió, algunos papeles fueron regados sobre el suelo. Francisco, mientras sobaba su mano, caminó hasta donde estaban los documentos, se puso en cuclillas y se dispuso a recoger lo que había tirado maldiciéndose por su torpeza. Las maldiciones cesaron al instante al ver una foto que yacía en medio del desorden. Una mirada profunda de ojos negros le heló la sangre.

—¿Abr... Abril? — dijo en voz alta al vacío de la habitación que no le contestaría.

miércoles, 29 de octubre de 2014

PAUSA

Hoy no quiero hablarles de El Mundo de los sueños reales. Hoy doy un paso más al frente. Les comparto que hoy estoy a un escalón de terminar el tomo Uno de mi segunda novela, se me esta lleno, se me escapa de mis manos una historia más, duele de algún modo, pensar que pronto les diré adiós a los personajes que han sido compañeros de viaje durante ya casi dos años... No diré mucho, no es tiempo aun, solo quisiera compartirles el preludio de mi segunda novela titulada “Breve Historia de un Amor Eterno”. Saludos

Preludio

“¿Cómo fue que te olvide? ¿En otras vidas?, ¿En otros mundos? ¿Otras pieles? ¿Cómo fue que la memoria no alcanzo para recordar tu olor? ¿Tus besos o tus palabras?...Te juro que esta vida será inolvidable… te juro, como tal vez lo hice en otros siglos, que aun que te pierda nuevamente en la penumbra de la muerte, te volveré a encontrar y te redescubriré por el brillo en tu mirada. Mi amor por ti es eterno, no así el corazón que lo siente, pero agradezco a la memoria milenaria por siempre acercarme a ti y volver a darme la aventura de vivirte. Te amo eternamente”

-Salvador Vidal-

domingo, 26 de octubre de 2014

Capitulo 5

“Benevenutus Deus Caelum Inferno” leyó el hombre que muchas veces había pasado por ese sitio y se sorprendió, como lo había hecho anteriormente de su suerte. Eran poquísimas las personas que habían tenido la oportunidad de leer esa frase tan importante, y no por la relevancia de la frase misma, sino el lugar en donde se encontraba, el mejor escondite era el lugar más evidente. En completa penumbra, avanzó sin vacilar, sabía perfectamente dónde se hallaba cada columna, cada rincón y recoveco, inclusive las imperfecciones del piso de mármol que pisaba. Ya desde muchos años atrás había tenido que memorizar aquel sitio siendo necesario recorrerlo en la oscuridad, una vela o una lámpara podrían levantar sospechas a esas altas horas de la noche dentro del Palacio de Justicia de Marsella.
Después de cruzar los veintidós pasos de forma diagonal desde la entrada principal, removió la cortina de color púrpura que básicamente cubría toda la pared que se esparcía entre las columnas. Miró atrás de sus pasos para cerciorarse de que nadie lo seguía, se quedó en posición de firmes por unos segundos esperando a que sus ojos se acostumbraran a la ausencia de luz. Pudo visualizar una diminuta puerta de madera antiquísima, pareciese más la puerta de un viejo armario para guardar productos de limpieza que la entrada a una habitación. El hombre extrajo de su ropaje una larga llave plateada, abrió cuidadosamente el cerrojo y entró. En el interior ya lo esperaban los otros cuatro, sintió la emoción en sus manos que pronto se le disipó por todo el cuerpo, saludó de la manera acostumbrada y tomó su lugar en el punto más alto del altar. Antes de comenzar, como siempre, miró a todos los presentes, cada uno instalado en una parte estratégica del recinto. Sabía que el día de hoy era especial, primordialmente para él, el día de hoy era la culminación de una vida de trabajo. El ritual comenzó, algunas palabras casi en suspiro, era como si el viento hablara, después una profunda voz llenó el salón para acallar los suspiros. Quien ocupaba el puesto de honor alzó sus manos mostrándolas a los presentes, lentamente y de manera magistral hizo aparecer entre sus dedos la moneda que era el elemento más importante de aquel ritual. La observó por unos segundos, era una moneda de oro puro con la imagen de un león en una de sus caras y una serpiente en posición de ataque en la otra, el grupo de los cinco se puso de pie.
Que pase aquel que ha buscado dijo el hombre principal con voz apenas perceptible y un sexto integrante que se encontraba oculto entre las sombras y el humo del incienso hizo su aparición. Su cabeza estaba cubierta por una túnica negra, con decisión cruzó por en medio del salón, se quedó inmóvil por unos breves instantes como esperando la aprobación de quien dirigía el rito. Habiendo satisfecho uno de los requisitos, retomó su curso y caminó en círculos alrededor de los cinco principales deteniéndose por unos breves segundo detrás de cada uno de ellos tocando ligeramente sus nucas por un instante. Cada paso que daba lo acercaba más a su objetivo, pero a la vez, con cada paso su seguridad se desvanecía, en estos momentos era natural tener miedo, el punto era no mostrarlo. Por fin llegó al lugar donde tenía que estar, cerró sus ojos y agudizó sus sentidos.
Esta noche se decidirá tu destino, el camino que has tomado para llegar aquí ha sido largo, tal vez demasiado. Sin embargo, has alcanzado la madurez espiritual para pertenecer, lo sabemos y por eso estás aquí, a partir de este momento serás de luz o de tinieblas. Arrodíllate le indicó la voz al mismo tiempo que lanzaba al aire la moneda de oro que había sostenido celosamente entre sus manos. Por un breve espacio de tiempo, la moneda giró sobre sus cabezas en una espiral perfecta cayendo momentos después frente a las rodillas del sexto integrante, quien abrió los ojos sólo para encontrarse de frente con los ojos de una serpiente en posición de ataque que lo miraban de vuelta.

Así será dijo este último levantándose con aire triunfal.

Capitulo 4

La noche comenzó a perder la batalla contra el sol, lentamente fue cubriéndose de luz cada minúsculo rincón de la ciudad de Chihuahua. El rocío de la mañana, que por estos lados norteños es un acontecimiento extraño y casi bisiesto debido al clima seco motivado por el desierto que abraza asfixiante al Estado. Francisco se cubrió con las manos el rostro hinchado por la cruda. Una hormiga que alegre paseaba por su frente lo despertó. No sabía bien dónde se encontraba, el jardín húmedo que le mojaba las nalgas lo desconcertaba todavía más.
— ¡Ah chingada, pues si yo ni pasto tengo!— se dijo mientras intentaba levantarse. Algo se lo impidió, su mente estaba alerta pero su cuerpo no respondía a sus órdenes.
—Ya está despertando, doctor— susurró una voz femenina que le parecía familiar.
—Muy bien, llévenlo adentro para poder iniciar el procedimiento— respondió otra voz áspera y aguardentosa que en su vida había escuchado. En su mirada todo estaba confuso, podía ver sombras luminosas con siluetas de personas que se acercaban a él.
A ver, repasando, me dejaron en la casa, cerré la puerta de la entrada, subí las escaleras, me mojé la cara, ¿cerré la puerta de la entrada?— en eso estaba Francisco cuando sintió que dos manos poderosas lo sujetaban de las axilas y lo levantaban en el aire mientras que sus piernas colgaban como hierba seca que se la lleva el viento. En un momento, todo se oscureció y se sumió en un profundo sueño que lo llevó a viajar por mundos fantásticos e inimaginables, hasta que una voz, esa voz áspera lo guió a un lugar a donde él no quería regresar jamás, —dime qué ves, paso por paso, Francisco— fue lo último que escuchó antes de desconectarse del todo con la realidad.
Eran otros tiempos, una vida alegre y despreocupada, con futuro prometedor. Recién acababa de terminar mi última clase del día, cargaba mi mochila color verde olivo con más costuras y parches que una esposa de cirujano plástico. El aire se respiraba puro, y cómo no, si acababa de llover, respiré profundamente tratando de llenarme de esa sensación de frescura. Llegué al lugar donde me habían citado. Comprobé que eran las siete de la tarde en mi reloj de pulsera. Como todos los jueves pasarían a recogerme unos amigos, me esperaba una noche divertida que probablemente terminaría en la inconciencia. Alcé la mirada y no vi a nadie, sólo yo y los vehículos que transitaban a la distancia. Utilizando mi mochila como cojín, me senté a esperar mientras contemplaba la magnitud del cielo, una gota de lluvia cayó sobre mi mejilla derecha y a lo lejos escuché una canción de James Blunt, de pronto, ¡ella!  Apareció en el momento que debía llegar aunque yo no la esperaba, vaya, ni la conocía. Desfiló delante de mí con un caminar un poco torpe, sin embargo, a mí me pareció contemplar la fugaz aparición de un ángel, la contemplé a mis anchas, la devoré con la mirada sin ningún reparo ni vergüenza, como quien le habla y le grita a la televisión sabiendo que no habrá respuesta. Sin embargo, por alguna razón que aún no me explico, me miró y sonriendo levemente se acercó a mí. Yo, en mi idiotez, traté de huir, me aterraba que me intentara hablar y no saber qué decirle. Todo pasó de pronto, comenzamos a platicar y fue como si algo en ella hiciera a un lado la terrible timidez que me había perseguido toda mi vida, los minutos fueron pasando, minutos que se convirtieron en horas, ya ni me acordaba de mis amigos que me habían dejado plantado. Me preguntó si quería acompañarla, no esperó la respuesta y se puso de pie, la seguí por unas cuadras, tiempo que a mí me pareció eterno observando el vaivén de su cuerpo hipnotizador. Entramos a un departamento que se encontraba cerca de la universidad, era un cuarto modesto de estudiante. En el mismo cuarto yacía una cama, una estufa y un librero repleto de libros que se apilaban caóticamente unos sobre otros. La estufa nos dio el calor, la cama el resguardo y los libros la justificación perfecta para hablar de otra cosa que no fueran solamente sus ojos, a los cuales yo desde el primer instante ya les rendía culto.
—Ve más adelante— interrumpió esa voz que no sabía a ciencia cierta de dónde provenía, pero la odiaba por interrumpir los momentos más felices de mi vida. Mi inútil resistencia fue derrotada por la voz que me indicaba que siguiera y seguí, por un momento vi la fachada de su departamento en llamas, pero retrocedí, no era el momento aún.
__Desperté en su habitación, estaba helado porque el día anterior había caído agua nieve, el no tener su cuerpo abrazado al mío me estremeció, era costumbre que durmiéramos con las piernas y pies unidos como raíces de árboles. Me levanté a buscarla y obviamente me asomé por la ventana porque en ese mini departamento no se podría perder ni una cucaracha. No la vi,  pero escuché su voz como un murmullo, salí del cuarto, crucé el jardín comunal que separaba el departamento de la calle y llegué al exterior. Entre lagañas pude distinguir a Abril hablando con un hombre, mi primer impulso fueron celos, después miedo, ella discutía con el tipo.
—No, no voy a volver— dijo ella con su cara encolerizada —ya se los he dicho una y mil veces, no me interesa lo que tengan que decir—.
En un instante me encontré enseguida de mi amada como caballero en su armadura dorada, listo para protegerla.
—¿Segura que esa es tu última palabra, niña? sabes que no se detendrán ante nada. Más vale que vuelvas— repuso de forma pausada y mucho más apacible el hombre con quien hablaba ella. Él, viéndolo de cerca, no tenía nada que ver con la figura que me imaginé a la distancia; era de edad avanzada, barba ceñida y unos ojillos danzarines coronados por unos lentes demasiado grandes para su cara, parecía más bien un vendedor de seguros que una amenaza. Abril no me dio tiempo de estrenarme en las artes de novio defensor, me tomó del brazo fuertemente y prácticamente me arrastró de vuelta a su departamento mientras le gritaba al sesudo vendedor — ¡Déjenme en paz! ¡Yo no les debo nada!—, ya resguardados bajo el marco de la entrada de los departamentos, me miró por primera vez a los ojos en toda la noche, con una mirada que me hizo sentir que no la conocía. Comenzó a explicarme, como quien explica a un niño que Santa Claus sí existe, que ese tipo era el socio de un ex patrón suyo y que no tenía importancia. Obviamente no le creí. 
—¿Quién era él?— preguntó la voz que ahora sentía como un taladro en mi cerebro.
—No lo sé, ya te lo dije, simplemente no le di importancia, ¿acaso importa quién era?— la pregunta de quién era el sujeto se adentraba cada vez más y más profundamente en mis pensamientos creándose con ello una duda insaciable que empezó a perturbarme como un ruidito molesto. Al paso de los segundos no había otra cosa en mi mente más que la pregunta ¿quién era? Manipulaban mi mente a su antojo, eso es, estaba en un tipo de transe o hipnosis, pero ya estaba consciente, podía controlarlo, ¿o no?
Analizándolo en una especie de cámara lenta, pude verlo claramente, era un hombre de 1.77 de estatura, pelo grisáceo, barba frondosa, cuidada al estilo Jefe Diego,[1] tez morena clara, lentes Ray-Ban muy grandes. Tenía patas de gallo marcadas en sus ojos, llevaba un suéter ver… —sus manos— interrumpió la voz, sus manos eran grandes, con bello muy negro, sus dedos parecían puros cubanos de diferente estatura y en uno de ellos llevaba un anillo dorado con un animal mitológico de dos cabezas estampado en el frente, una de un león, la otra de una víbora y del lado derecho del mismo, el número romano XIII.
—Son increíbles los detalles que podemos obtener de una persona con este suero— le dijo el doctor Gilberto Decenas a su enfermera en turno, —hemos terminado—.



[1] Diego Fernández de Cevallos es un político mexicano, miembro del Partido Acción Nacional (PAN). Se ha desempeñado como diputado federal, senador de la República y candidato a la Presidencia de México en 1994. Se caracteriza por llevar una barba frondosa entrecana. Por su poder político es apodado como el Jefe Diego.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Capitulo 3

Estuvo dando vueltas en su coche por las calles principales de la ciudad dejándose llevar por la corriente de vehículos urgentes de llegar a cualquier sitio. Estuvo tentado a comprarse una cerveza helada para matar el rato, sin embargo, se contuvo, el alcohol no lo ayudaba a pensar correctamente y creía que en esos momentos era mejor tener su mente alerta. No tenía una mejor idea de qué hacer con su tiempo ni a dónde debería de ir, varias veces pensó en acercarse al despacho de los Fernández, pero el recuerdo del cadáver del abogado se lo impidió. Los muertos le daban escalofríos, por nada en el mundo se acercaría a ese lugar mientras el olor a sangre se mantuviera en el aire.
Lo mejor era regresar a casa para pensar un poco las cosas. Al llegar, vio una nota en su puerta pegada con un pedacito de cinta adhesiva rehusada. Estaba escrita en el reverso de una infracción de tránsito mal elaborada y con una pésima ortografía: “nos vemos en el bar la cueba del moyote a las ceis, no vallas a faltar putito”. La tomó con su mano derecha con agresividad y la arrojó a la calle. ¿Acaso su suerte seguiría de mal en peor? No lograba imaginar con quién se encontraría, y por lo sucedido el día anterior, nadie podría llamarle cobarde si decidiera no ir. Sin embargo, la curiosidad era mayor a sus miedos, algo lo llamaba a realizar cosas imprudentes como ir a un bar que solamente conocía por las malas lenguas a entrevistarse con un completo desconocido o desconocida, —después de todo, el que no arriesga no gana— pensó. Sin entrar al interior de su casa, dio media vuelta de regreso a su automóvil. —Francisco, ¿qué si es peligroso?— se dijo a sí mismo, a lo que inmediatamente se autocontestó dándose ánimo —ándale, no seas rajado, ¿qué puede pasar?— Tomó la firme decisión de ir. De cualquier forma, apelando a la sensatez, regresó corriendo a su casa, buscó en el buró de su recámara, bajo unas revistas de Condorito, la pistola calibre .380. El único regalo de su progenitor con quien apenas había intercambiado palabras. Se la entregó sin muchas ceremonias al cumplir 16 años con la esperanza de que, tal vez, en la depresión de la pubertad, Francisco encontrara una solución a sus malos días y se quitara la vida de una buena vez y así dejar de darle su manutención mensual. La tomó entre sus manos, al sentir el peso del acero se asombró de que tal vez sería la primera vez que tendría la necesidad de jalar del gatillo, se arrepintió por nunca haber practicado. Se la fajó en el cinto, como había visto que lo hacían en las películas, después se arrepintió, le dio miedo quedarse sin huevos si se le salía un tiro accidentalmente. Optó por guardarla en la bolsa interior de su chaqueta, no era el sitio más glamoroso pero su descendencia no correría peligro. Se mojó la cara en el lavabo del baño, miró su reloj y salió rumbo al bar, caminó hacia la avenida principal más cercana para buscar un taxi, no quería perder tiempo en la búsqueda de estacionamiento.
Iban a dar las 7 p.m. y seguía en la espera de su cita desconocida con más de seis cervezas y 15 cigarrillos. Estaba un poco decepcionado de que nadie llegara, esperaba encontrarse con alguien que quitara un poco de monotonía a su vida vacía. Ordenó otra cerveza al cantinero, de pronto, sintió el helado cañón de una pistola en su espalda que apretaba poco a poco contra su piel. Inmóvil en donde estaba, escuchó una voz que fingía ser grave:
            —Muévete y aquí mismo te ponen tu cruz.
Francisco se quedó sin habla —vaya forma de perder la monotonía— pensó. Por pura reacción natural encaró a su interlocutor. Este último, al ver la cara pálida y los ojos desorbitados por el susto que tenía Francisco, soltó una sonora carcajada, la cual Francisco reconoció inmediatamente como la de su compadre Ramiro Paredes, orgulloso integrante del ya bastante quemado cuerpo de policías municipal de la ciudad de Chihuahua. Era un tipo risueño de muy buen corazón, el cual veía la vida de una manera alegre y sencilla. En sus propias palabras se definía como mitad corrupto y mitad honesto, es decir “que sí tranzo, pero sólo poquito y a cabrones que se lo merecen”. Francisco tomó aire, estaba intentando recuperarse del espanto, Ramiro a su vez trataba de controlar su risa involuntaria, le dio un golpecito en el pecho a su compadre.
—Qué pasó mi Pancho. No se me asuste, ¿pues qué trae? lo noto muy quisquilloso, muy susceptible— dijo sonriéndole. 
—Eres un pendejo, Ramiro. Casi me infarto, ya ni la haces. ¡Quisquilloso tu abuela, cabrón!— le contestó Francisco mientras con disimulo sacaba su mano vacía de la bolsa interior de la chaqueta.
—Pendejo tú, que naciste encuerado, yo nací con traje de charro pero se me perdió el sombrero— refutó Ramiro con una de sus típicas frases sin sentido dignas de ser máximas mexicanas. Ramiro jaló con su bota de imitación de avestruz anaranjada uno de los bancos de la barra del bar, sentó su corpulento cuerpo enseguida de Francisco y después empujándolo de forma amistosa le dijo en tono de reproche:
 —A ver pues, invítame una güera bien fría, a que no te acordabas que era mi cumpleaños.
 En efecto, Francisco había relegado de su memoria el natalicio de su amigo que no veía desde que lo habían detenido por manejar en exceso de velocidad, ebrio y en sentido contrario. Ramiro lo había logrado sacar de la comandancia no sin antes invitarle una botella de tequila que había decomisado a otro borrachito menos afortunado esa misma noche.

Ya entrados en una verborrea paradisíaca, medio borrachos, discutían sobre los recuerdos de juventud que ambos habían vivido, naturalmente las discrepancias eran enormes. Francisco, por ejemplo, recordaba que su amigo había tenido problemas serios para poder siquiera sostenerle la mirada a las mujeres, no dijéramos hablarles. Ramiro, por otro lado, recordaba vívidamente cómo todos los jueves eran jueves de “Panch-inga”, un juego entretenido que habían inventado los bullys de su secundaria, consistía prácticamente en meter a Francisco dentro del bote de basura de lámina y patearlo hasta cansarse. A pesar de estos recuerdos, ninguno se contradijo mientras Ramiro hablaba de sus grandes conquistas juveniles y Francisco de sus dotes de luchador empedernido. El cariño entre los dos era grande y con historia, se querían por estos ratos de comodidad absoluta, en donde podía ser cada uno lo que eran sin tener que disimular con máscaras, platicaban con la lengua suelta y sin prejuicios, así pasaron las horas. Sin darse cuenta, la noche los llevó hasta la patrulla de Ramiro, encendieron las sirenas, que además de verse “muy chingonas” -como decía Ramiro-, eran un pase gratis para poder cruzar con la luz roja del semáforo a toda velocidad. Ventajas de policías. Recorrieron la ciudad divirtiéndose, persiguiendo a los travestis en la zona roja de Chihuahua, estacionándose escondidos cerca de los expendios de licores para captar infraganti a jóvenes infractores, parando el tráfico de alguna avenida importante sin ninguna razón sólo para ver cuántas mentadas podrían acumular en el menor tiempo posible. Después de las cuatro de la mañana, se fueron al mirador a sorprender algunas parejitas en plena acción y solicitarles amablemente alguna gratificación a cambio de no decirles nada a sus padres y así evitar una reprimenda. La ronda de Ramiro había terminado, detuvieron la patrulla en la parte más alta del mirador y se pusieron a observar la ciudad en silencio. Sin previo aviso, Francisco empezó a hablar con los ojos llorosos sobre lo que había ocurrido en su despacho, la sangre, las marcas, la gente mirando, sobre que tenía un secreto que no entendía plenamente y no sabía muy bien qué hacer con él, sobre el sueño de Abril, del dolor que le asfixiaba cada madrugada, de su falta de interés en la vida y sobre todos los problemas que estaban cayéndole como avalancha y amenazaban con dejarlo sepultado. Ramiro, quien ya conocía el final de esta historia, la cual se repetía cada vez que se reunía con su compadre con una botella de por medio, sabía perfectamente que “Abril” siempre terminaba siendo el tema, y ese tema marcaba el final de la conversación. Entendió que había llegado el momento de llevar a Panchito a dormir, encendió el auto sin prender la sirena y lo dirigió a casa.

domingo, 19 de octubre de 2014

Capitulo 2

CAPÍTULO 2
La vio caminar con una sonrisa en sus labios, pareciera que volara entre jazmines y rosas. La  contempló bailar una melodía que sólo ella escuchaba en su mente. A él lo relajaba un ir y venir de las olas, brisa de esperanza corriendo por su frente, se sorprendía al sentirse tan enamorado de esa mujer de la cual no podía quitarle los ojos de encima; tez blanca, blanquísima y un cabello largo y tan negro que contrastaba en una hermosa armonía. Se quedó pensativo, la recordaba menos pálida, pero esto no parecía mortificarle. La mujer seguía danzando en silencio, no se percataba de que era observada. De repente, un tropiezo, las miradas se cruzaron, ella al verlo caminó en su dirección y con cada paso Francisco la notaba diferente, cada vez más pálida, más flaca. De pronto, cuando la tenía a sólo un estirar de manos, un terrible sentimiento de tristeza lo atravesó, no era tristeza normal, sino esa que arde en el pecho y se esparce por todo el cuerpo como un cáncer. La mujer lo miraba con unos ojos desconsolados los cuales sólo proyectaban dolor, en ese instante, el observador quiso moverse y huir, pero no pudo, quiso gritar y sólo sintió un gran nudo en la garganta, quiso cerrar los ojos ante aquella imagen distorsionada que le creaba un pánico incomprensible y sus ojos no respondían. Como un eco, escuchó una terrible carcajada que provenía de lo que hace unos segundos había sido una bella mujer, de pronto, el sudor sobre su rostro, sintió cómo lo atrapaban por el cuello, se pudo mover, comenzó a dar manotazos a diestra y siniestra. Con cada movimiento era peor, tomó el control de la situación y dando un grito de furia se quitó de encima la opresión de la garganta, en ese instante se dio cuenta que había despertado y peleaba a solas con una cobija San Marcos que se le había enredado en el cuerpo. Se sentó en el borde de la cama, se quedó pensativo unos segundos y se levantó rumbo al único lugar de la casa donde podía dormir en paz, el único lugar que ella no había tocado. Se tiró en el sillón verde y durmió.
 Después de que el sol había estado paseando sobre la bóveda celeste por más de tres horas, Francisco se despertó. Abrió los ojos de un solo golpe como solía despertar todas las mañanas. Extrañamente y al contrario de su personalidad taciturna, no era de las personas que se quedaban dando vueltas en la cama antes de sacudirse la modorra por completo. Pareciese que su cuerpo tenía prisa por despertar, por vivir cada día, sin embargo, su mente y esperanza se  encontraban por los suelos, a veces deseaba que sus párpados pesaran un poco más para que fuera más serena la transición del sueño a la realidad. El día de hoy era diferente, se levantó del sillón de un solo brinco y se estiró como gato de azotea casi tocando el techo con sus puños. Se encontraba de muy buen humor a pesar de que su cabeza era un nudo de ideas salidas de una película de terror, pareciese que sus problemas se convertían en motivador de su propia existencia, -de lo malo, lo bueno-. Desnudo, como solía andar por su casa, decidió hacer algo por él, buscó en lo más recóndito de la alacena una latita despintada de Café Combate. Desempolvó la estufa, lavó una taza a la que le faltaba el asa y enjuagó una sartén que tenía embarrado algo viscoso que pareciese tener vida propia. Esperó frente a la estufa a que el agua hirviera con paciencia. No salía fuego del quemador, cayó en cuenta que aún no pedía el gas, metió la taza con agua en un viejo microondas. Introdujo el tiempo deseado y esperó, el ruido monótono del ciclo era fastidioso. Subió a su habitación, recolectó prendas del suelo que más o menos combinaban. Se vistió rápidamente y salió de casa, el café desapareció de sus prioridades, pero no sus cigarrillos. Fieles acompañantes que saciaban eso que Francisco aún no sabía qué nombre ponerle.
 Después de pensarlo un rato, le pareció buena idea visitar a su antigua mentora, quizá ella tendría uno que otro consejo para ayudarlo en el desmadre en que estaba metido, pero debía ser cuidadoso, Rocío solía ser impulsiva y boca suelta, podría hundirlo más que ayudarlo. Se dirigió a la vieja casona de la colonia Lomas. Se inventó un pretexto para ser invitado a comer. Al llegar, los siete años de ausencia no habían pasado por esa casa, todo lucía igual; la misma enredadera en el jardín, los rosales con las flores más bellas y la fachada colonial que, según Rocío, le daba un aire de intelectual. Bajó de su vehículo que rescató y desponchó1 poco antes ese mismo día. Tocó la enorme puerta de caoba que se imponía entre dos columnas de estilo griego, después del tercer intento la puerta se abrió y del otro lado apareció una cara familiar.
—¡Renacuajo!— gritó sorprendida Rocío al ver a Francisco en la puerta de su casa. Él  detestaba ese apodo, siempre lo había hecho y sólo lo toleraba por ser ella quien se lo había impuesto.
—Pasa, mijo, pasa, en serio qué sorpresa— dijo ella jovialmente —¿pero en dónde te  habías metido? Estás canijo, ni una llamadita, yo ya te hacía enterrado en una de las narco fosas de Juárez, ya ves cómo están las cosas— dijo con tono irónico cerrando la puerta detrás de su exalumno más querido.

—Pues poco me falta, Chío— dijo Francisco siguiendo la ironía, pero con un toque de preocupación —y precisamente de eso quiero hablarte—.
Rocío puso una cara de incrédula mientras conducía a Francisco por un pasillo largo que parecía galería de arte por la gran cantidad de cuadros colgados en la pared, le hizo un ademán con la mano para que pasaran a la siguiente habitación.
Sentados en una sala estilo Luis XV y después de una plática introductoria sobre lo  acontecido en sus vidas en los pasados siete años, Francisco preguntó a quemarropa:
—A ver, maestra… ¿qué sabes tú de un grupo que se hace llamar Deus Caelum Infernus?—
Rocío se le quedó mirando sin saber a dónde quería llegar su antiguo alumno, sin  embargo, en razón de que contaba con un doctorado en ciencias teológicas, sentía que tenía la obligación profesional de contestar, además, le encantaba tener la oportunidad de darle alguna  utilidad a tanto conocimiento archivado en su memoria, así que contestó:
—Sé que es un tipo de secta que tiene sus orígenes no muy exactos en la antigua  mediterránea, alrededor de la edad media, si mal no recuerdo eran adoradores de una especie de demonio y dios a la vez. Ellos creían que se podría alcanzar la divinidad desde los dos puntos de vista; el bien y el mal, la cuestión era alcanzar la perfección, sin tomar en cuenta el camino recorrido.
Rocío se quedó mirando un cuadro de su sala que representaba la entrada al infierno de Dante, abrió la boca para continuar con la cátedra pero no salió nada más de ella, se quedó unos segundos pensativa antes de continuar.
—Que yo sepa fueron aniquilados por la inquisición medieval y la religión católica por  herejía allá por el siglo XII— continuó —pero ¿a qué viene esa pregunta, Panchito? no creo que hayas venido después de siete años sólo para preguntarme sobre una secta ya extinta— .
Francisco colocó un cigarrillo en su boca y buscó su encendedor haciendo una pausa para tratar de aliviar un poco la presión que le ejercía su maestra y concluyó:
—Sólo es una investigación que estoy planeando hacer para la universidad, nada especial— trató de disimular su cara de preocupación para terminar con el interrogatorio. Sin prestarle mucha atención, ella respondió:
—De hecho, creo tener un libro donde viene un poco más de información, déjame ir a buscarlo— Rocío se paró rápidamente y se dirigió a su alcoba. Francisco la siguió con la mirada.
Cuando ella regresó, minutos más tarde, con un par de notas en la mano, su alumno ya se había marchado dejando tras de sí un penetrante olor a cigarro y una hoja de cuaderno mal cortada  donde dejó escrito un recado “Tengo que irme, Chío, nos vemos al rato. Besos” al leerla, soltó un suspiro de consternación.
—Este cuate anda raro, muy raro— dijo para sí mientras se sacaba de la boca un hueso de aceituna que tenía rato mordisqueando

1 Desponchar es un término del norte de México que significa que las llantas que antes estaban desinfladas, ahora no lo están.

domingo, 12 de octubre de 2014

Capitulo 1

©EL MUNDO DE LOS SUEÑOS REALES
SALVADOR VIDAL HOLGUÍN FLORES
CAPÍTULO 1

Abrió el refrigerador. Le molestó un poco la lucecilla que provenía del interior del aparato, la  cual puede ser nociva para quien lleva siete horas durmiendo y el hambre le obliga a salir de sus  sueños a las cuatro y media de la mañana en busca de algo con qué engañar al estómago. Buscó  con la esperanza de que el apetito voraz que lo había despertado se apaciguara y lo dejara dormir  un rato más. Lo cerró, sólo encontró un jamón en descomposición y un refresco sin gas de hace  tres días. Aburrido y decepcionado por la pobre variedad que le ofreció el refrigerador, decidió  pasar a la sala de la casa, que a la vez era comedor, cuarto de televisión, recibidor, cuarto de  fiestas y una que otra vez tendedero cuando los días lluviosos así lo ameritaban. Se sentó en el  sillón verde que había logrado rescatar de la casa de su exnovia más reciente antes de que ella se  enterara de su afición de gato nocturno en celo. En fin, mujer de poca paciencia. Abrió un  paquete de cigarrillos y colocó uno en su boca, lo encendió con timidez, como si temiera que la  llama que expulsaba el encendedor pudiera violar aquel momento de privacidad con su luz. La  primera exhalación dio paso al característico sonido del papel consumiéndose y un olor que sabía  a madrugada. Al sentir el humo que le raspaba la garganta sintió nostalgia por los días mejores  pasados, en donde podía compartir sus horas de insomnio con otro ser humano, y no cualquier  ser humano, si no con ella. Pero ahora solo el silencio lo acompañaba, lo mecía en sus perpetuos  brazos, lo arrullaba. Entre cada emanación e inhalación se fue acercando a la frontera de la  inconciencia, ese mundo extraño entre el dormir y el despertar, ese limbo que a todos nos acecha  antes de entregarnos a los brazos de Morfeo. Se encontró de golpe en la soledad de la noche,  envuelto en humo de cigarro y un hedor que provenía de los trastes que llevaban semanas  esperando una lavada. Optimista, pensó que tal vez éste sería el buen día de su vida, que con el sol llegaría la esperanza de seguir viviendo, que lograría el regreso triunfal a la cima del mundo  y reclamaría su trono como el más feliz de los hombres. Jugueteó con la idea como si se tratara  de las figuras circulares de humo que expulsaba con cada bocanada, pero después del quinto  cigarrillo y dos horas de meditación, su vagabundear por los mares del pensamiento recayó en un  abrupto recuerdo, el mismo recuerdo recurrente que lo atormentaba cada madrugada. 

—Abril— dijo en voz alta para sí mismo, como si mencionar el nombre de quien ahora  era sólo una sombra de su pasado pudiera invocar todas sus ilusiones futuras. Un nudo se instaló en su garganta, sintió los párpados calientes, tomó aire profundamente y continuó en silencio perdido en una introspección perpetua. Vio cómo el último cigarrillo se extinguía al igual que su esperanza. Se encontró mirando el alba a través de la ventana panorámica de la sala que tenía los vidrios cuarteados por la falta de mantenimiento y se dio cuenta de que ese “día mejor” no llegaría aún.

 —¡Mierda!— gritó Francisco León al darse cuenta de que el reloj digital con aires ochenteros que estaba en el buró de su recámara marcaban las 10:27 a.m. Era el segundo mes de trabajo en el despacho de abogados Fernández y Fernández. Si el reloj no lo engañaba esta ocasión sería la tercera vez que llegaba retrasado en los últimos cinco días, para su mala fortuna ya se le estaban acabando los pretextos. Corrió a la regadera y no le importó cuál llave abrir, desde hace dos meses el tanque de 45 kilogramos de gas que reposaba en su pequeño patio se encontraba vacío hasta la última gota y el agua saldría a temperatura de glaciar por más que le diera vueltas y vueltas a la llave del agua caliente. Se desnudó velozmente sin percatarse que la noche anterior quemó su pantalón con las cenizas del cigarro dejando un agujerito por el que se asomaba cohibido uno que otro vello de su pierna izquierda. Por un momento se contempló en el espejo desnudo, no era un tipo feo, vaya, hasta atractivo se le podría describir si pusiera un poco más de empeño en su cuidado personal. Era un hombre joven que rozaba peligrosamente los treinta, con una complexión robusta y de finas facciones en el rostro, torso amplio y piernas largas, herencia de sus ancestros vascos que ocuparon estas tierras norteñas a principios de mil setecientos. De improviso, al observarse, sus ojos se posaron sobre una cicatriz que oscilaba en la parte derecha de su pecho, una imperfección rojiza que le recordaba la isla de Cuba vista desde un satélite. La contempló por unos segundos, la tentó con su mano derecha, ya no dolía, físicamente no, pero en la profundidad de su ser pareciese que la herida seguía abierta, desvió la mirada tratando de que el espejo no se la recordara, tomó la toalla tirada bajo el lavabo y se apresuró hacia la regadera.

El despacho de abogados se encontraba más concurrido que de costumbre, no quedaba libre ni un solo cajón del estacionamiento particular de Fernández y Fernández debido a que se localizaba en la zona centro de la ciudad de Chihuahua, fue difícil encontrar aparcamiento cercano. Sin pensarlo mucho, detuvo su Volkswagen Sedan verde modelo 67 sin importarle obstruir la entrada de una cochera cuyo letrero de advertencia indicaba: “Usted respete mi cochera y yo respeto sus llantas”. Francisco se bajó de su auto con una sonrisa, buscó dentro de su portafolio una pluma y un post-it, garabateó rápidamente un breve mensaje. Extrajo de su boca el chicle que masticaba desde que salió de casa, antes de usarlo lo observó indeciso, el sabor ya se había esfumado, no sería mucha la pérdida. Lo pegó en la parte de atrás de la nota y lo adhirió en el letrero amenazador. Era una contestación a la intimidación, desde una distancia razonable se podría leer el mensaje “Este carro es imponchable, compa”. Llevaba una semana estacionándose en el mismo sitio y su carro seguía rodando sin problemas. Esperaba que el día de hoy fuera diferente, que por lo menos le bajaran el aire a uno de sus neumáticos sólo con el anhelo de tener algo de diversión alegando y, con suerte, llegar hasta los golpes con el cabroncito que se atreviera a hacerlo. Un poco de acción le haría bien.
Caminó resuelto, con la actitud de quien llega media hora antes del horario regular de entrada, esperaba poder simular ante sus compañeros como si hubiera estado realizando diligencias de su trabajo desde muy temprano para evitar la reprimenda de sus jefes y las miradas incómodas de sus pares. Mientras caminaba, practicaba en la cabeza el guión que diría a quien cuestionara su retraso. Durante el trayecto comenzó a notar que había demasiada gente transitando en la misma dirección en la que él iba. Miró para donde estaba el despacho e intuyó inmediatamente que algo estaba muy mal, la concurrencia se había triplicado, pero sólo estaban en la banqueta y miraban fijamente a la puerta, nadie entraba ni salía, un silencio sepulcral imperaba de manera atípica en esa calle que a esas horas del día era un hervidero de sonidos. Al unirse a la multitud un escalofrío recorrió su columna vertebral, dirigió su mirada al centro de atención popular y se dio cuenta de lo que pasaba; uno de los licenciados Fernández o lo que quedaba de él, yacía muerto, colgado de los pies a una soga sujetada de una de las vigas de la antesala del despacho que era visible desde la calle. La imagen era desgarradora, tenía su cuerpo desnudo, rígido y amarillento, algo parecido a las escamas de los peces lo cubrían por completo, eran pequeños cortes en la piel que parecían haberlas infligido con una navaja sumamente fina levantando solamente la parte superficial de la epidermis. La desagradable escena no terminaba ahí, ambas palmas de las manos que colgaban inmóviles rozando el piso habían sido calcinadas, una mancha negruzca ocupaba ahora el lugar de la palma como una gran marca de quemadura por cigarro. De su cuello degollado todavía escurría una que otra gota de sangre emulando un reloj de arena que una vez que se vacíe no se le dará vuelta nunca más. Para coronar la terrible escena, en su pecho se podía adivinar un mensaje apenas legible escrito con sangre presumiblemente del mismo licenciado “a gallo que canta le aprietan la garganta”. Francisco abrió bien sus sentidos, miró el cuerpo fijamente, por unos segundos se perdió en confusiones mentales tratando de entender qué pudo haber ocurrido, por qué tanta saña para deshacerse de un abogado que en general llevaba asuntos corporativos y sin gran riesgo. Desvarió por un momento, dio media vuelta y se retiró como un curioso cualquiera que después de satisfacer su ración diaria de morbo se fuera complacido.

Francisco sabía que los Fernández estaban metidos en asuntos turbios o por lo menos su intuición así lo decía, había demasiados secretos en esa oficina. Estaba a punto de mandar todo al carajo y dirigirse a su carro cuando un Mercedes Benz lo interceptó en la esquina de la calle.

Quedó sorprendido al mirar por la ventanilla semipolarizada la cara del otro Fernández que le hacía una mueca para que subiera, lo dudó por un momento y aceptó la invitación más por curiosidad que por lo que le decía la razón. Al subir, el carro se puso en marcha a toda velocidad y se perdió en el tráfico interminable de la avenida Universidad a las doce de la tarde.


Catorce horas después, Francisco fue arrojado de una camioneta negra de lujo enfrente de su carro con un montón de preocupaciones y problemas que él no había pedido y con uno que otro nuevo moretón que le hicieron los gorilas con los que estuvo gran parte de la tarde. Se sentó un momento en la banqueta para reponerse del giro de 180 grados que había dado su vida en sólo unas horas. Se levantó sacudiéndose la tierra de sus rodillas, buscó sus llaves dentro de la bolsa del pantalón, tenía ganas de llorar, las extrajo con cuidado, le dolían incluso los dedos, caminó rengueando hasta la puerta del conductor. Le pareció que se encontraba un poco más bajo que de costumbre, al mirarlo con atención se dio cuenta que estaban las cuatro llantas ponchadas con grandes clavos, de igual forma descubrió sobre el parabrisas una notita coquetona que decía “sobre aviso no hay engaño, compa”, prefirió quedarse callado, suficientes problemas tenía ya. 

Pidió un taxi.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Segundo Booktrailer

Todos tenemos varias caras, varias realidades,distintos colores en un solo ser. Al fin de cuentas somos un conjunto de eventos, circunstancias y momentos que se conjugan de manera única para formar un todo, así, de la misma manera que los seres humanos, las historias plasmadas en texto también tienen su lado obscuro y su lado amable, su parte feliz y su antagónico perverso, su realidad y su sueño, su luz y su tiniebla. Y es así como el día de hoy, con un nuevo Booktrailer les quiero enseñar un aspecto más de "El Mundo de los Sueños Reales". Espero les guste y me apoyen compartiéndolo. ¡Saludos!