©EL MUNDO DE LOS SUEÑOS REALES
SALVADOR VIDAL HOLGUÍN FLORES
CAPÍTULO 1
Abrió el refrigerador. Le molestó
un poco la lucecilla que provenía del interior del aparato, la cual puede ser nociva para quien lleva siete
horas durmiendo y el hambre le obliga a salir de sus sueños a las cuatro y media de la mañana en
busca de algo con qué engañar al estómago. Buscó con la esperanza de que el apetito voraz que
lo había despertado se apaciguara y lo dejara dormir un rato más. Lo cerró, sólo encontró un jamón
en descomposición y un refresco sin gas de hace
tres días. Aburrido y decepcionado por la pobre variedad que le ofreció
el refrigerador, decidió pasar a la sala
de la casa, que a la vez era comedor, cuarto de televisión, recibidor, cuarto
de fiestas y una que otra vez tendedero
cuando los días lluviosos así lo ameritaban. Se sentó en el sillón verde que había logrado rescatar de la
casa de su exnovia más reciente antes de que ella se enterara de su afición de gato nocturno en
celo. En fin, mujer de poca paciencia. Abrió un
paquete de cigarrillos y colocó uno en su boca, lo encendió con timidez,
como si temiera que la llama que
expulsaba el encendedor pudiera violar aquel momento de privacidad con su luz.
La primera exhalación dio paso al
característico sonido del papel consumiéndose y un olor que sabía a madrugada. Al sentir el humo que le raspaba
la garganta sintió nostalgia por los días mejores pasados, en donde podía compartir sus horas
de insomnio con otro ser humano, y no cualquier
ser humano, si no con ella. Pero ahora solo el silencio lo acompañaba,
lo mecía en sus perpetuos brazos, lo
arrullaba. Entre cada emanación e inhalación se fue acercando a la frontera de
la inconciencia, ese mundo extraño entre
el dormir y el despertar, ese limbo que a todos nos acecha antes de entregarnos a los brazos de Morfeo.
Se encontró de golpe en la soledad de la noche,
envuelto en humo de cigarro y un hedor que provenía de los trastes que
llevaban semanas esperando una lavada.
Optimista, pensó que tal vez éste sería el buen día de su vida, que con el sol
llegaría la esperanza de seguir viviendo, que lograría el regreso triunfal a la
cima del mundo y reclamaría su trono como
el más feliz de los hombres. Jugueteó con la idea como si se tratara de las figuras circulares de humo que
expulsaba con cada bocanada, pero después del quinto cigarrillo y dos horas de meditación, su
vagabundear por los mares del pensamiento recayó en un abrupto recuerdo, el mismo recuerdo
recurrente que lo atormentaba cada madrugada.
—Abril— dijo en voz alta para sí
mismo, como si mencionar el nombre de quien ahora era sólo una sombra de su pasado pudiera
invocar todas sus ilusiones futuras. Un nudo se instaló en su garganta, sintió
los párpados calientes, tomó aire profundamente y continuó en silencio perdido
en una introspección perpetua. Vio cómo el último cigarrillo se extinguía al
igual que su esperanza. Se encontró mirando el alba a través de la ventana
panorámica de la sala que tenía los vidrios cuarteados por la falta de
mantenimiento y se dio cuenta de que ese “día mejor” no llegaría aún.
—¡Mierda!— gritó Francisco León al darse
cuenta de que el reloj digital con aires ochenteros que estaba en el buró de su
recámara marcaban las 10:27 a.m. Era el segundo mes de trabajo en el despacho
de abogados Fernández y Fernández. Si el reloj no lo engañaba esta ocasión
sería la tercera vez que llegaba retrasado en los últimos cinco días, para su
mala fortuna ya se le estaban acabando los pretextos. Corrió a la regadera y no
le importó cuál llave abrir, desde hace dos meses el tanque de 45 kilogramos de
gas que reposaba en su pequeño patio se encontraba vacío hasta la última gota y
el agua saldría a temperatura de glaciar por más que le diera vueltas y vueltas
a la llave del agua caliente. Se desnudó velozmente sin percatarse que la noche
anterior quemó su pantalón con las cenizas del cigarro dejando un agujerito por
el que se asomaba cohibido uno que otro vello de su pierna izquierda. Por un
momento se contempló en el espejo desnudo, no era un tipo feo, vaya, hasta
atractivo se le podría describir si pusiera un poco más de empeño en su cuidado
personal. Era un hombre joven que rozaba peligrosamente los treinta, con una
complexión robusta y de finas facciones en el rostro, torso amplio y piernas largas,
herencia de sus ancestros vascos que ocuparon estas tierras norteñas a
principios de mil setecientos. De improviso, al observarse, sus ojos se posaron
sobre una cicatriz que oscilaba en la parte derecha de su pecho, una
imperfección rojiza que le recordaba la isla de Cuba vista desde un satélite.
La contempló por unos segundos, la tentó con su mano derecha, ya no dolía, físicamente
no, pero en la profundidad de su ser pareciese que la herida seguía abierta,
desvió la mirada tratando de que el espejo no se la recordara, tomó la toalla
tirada bajo el lavabo y se apresuró hacia la regadera.
El despacho de abogados se
encontraba más concurrido que de costumbre, no quedaba libre ni un solo cajón
del estacionamiento particular de Fernández y Fernández debido a que se localizaba
en la zona centro de la ciudad de Chihuahua, fue difícil encontrar aparcamiento
cercano. Sin pensarlo mucho, detuvo su Volkswagen Sedan verde modelo 67 sin
importarle obstruir la entrada de una cochera cuyo letrero de advertencia
indicaba: “Usted respete mi cochera y yo respeto sus llantas”. Francisco se
bajó de su auto con una sonrisa, buscó dentro de su portafolio una pluma y un
post-it, garabateó rápidamente un breve mensaje. Extrajo de su boca el chicle
que masticaba desde que salió de casa, antes de usarlo lo observó indeciso, el sabor
ya se había esfumado, no sería mucha la pérdida. Lo pegó en la parte de atrás
de la nota y lo adhirió en el letrero amenazador. Era una contestación a la
intimidación, desde una distancia razonable se podría leer el mensaje “Este
carro es imponchable, compa”. Llevaba una semana estacionándose en el mismo
sitio y su carro seguía rodando sin problemas. Esperaba que el día de hoy fuera
diferente, que por lo menos le bajaran el aire a uno de sus neumáticos sólo con
el anhelo de tener algo de diversión alegando y, con suerte, llegar hasta los
golpes con el cabroncito que se atreviera a hacerlo. Un poco de acción le haría
bien.
Caminó resuelto, con la actitud
de quien llega media hora antes del horario regular de entrada, esperaba poder
simular ante sus compañeros como si hubiera estado realizando diligencias de su
trabajo desde muy temprano para evitar la reprimenda de sus jefes y las miradas
incómodas de sus pares. Mientras caminaba, practicaba en la cabeza el guión que
diría a quien cuestionara su retraso. Durante el trayecto comenzó a notar que
había demasiada gente transitando en la misma dirección en la que él iba. Miró
para donde estaba el despacho e intuyó inmediatamente que algo estaba muy mal,
la concurrencia se había triplicado, pero sólo estaban en la banqueta y miraban
fijamente a la puerta, nadie entraba ni salía, un silencio sepulcral imperaba
de manera atípica en esa calle que a esas horas del día era un hervidero de
sonidos. Al unirse a la multitud un escalofrío recorrió su columna vertebral,
dirigió su mirada al centro de atención popular y se dio cuenta de lo que
pasaba; uno de los licenciados Fernández o lo que quedaba de él, yacía muerto,
colgado de los pies a una soga sujetada de una de las vigas de la antesala del
despacho que era visible desde la calle. La imagen era desgarradora, tenía su
cuerpo desnudo, rígido y amarillento, algo parecido a las escamas de los peces
lo cubrían por completo, eran pequeños cortes en la piel que parecían haberlas
infligido con una navaja sumamente fina levantando solamente la parte
superficial de la epidermis. La desagradable escena no terminaba ahí, ambas
palmas de las manos que colgaban inmóviles rozando el piso habían sido
calcinadas, una mancha negruzca ocupaba ahora el lugar de la palma como una
gran marca de quemadura por cigarro. De su cuello degollado todavía escurría
una que otra gota de sangre emulando un reloj de arena que una vez que se vacíe
no se le dará vuelta nunca más. Para coronar la terrible escena, en su pecho se
podía adivinar un mensaje apenas legible escrito con sangre presumiblemente del
mismo licenciado “a gallo que canta le aprietan la garganta”. Francisco abrió
bien sus sentidos, miró el cuerpo fijamente, por unos segundos se perdió en
confusiones mentales tratando de entender qué pudo haber ocurrido, por qué
tanta saña para deshacerse de un abogado que en general llevaba asuntos
corporativos y sin gran riesgo. Desvarió por un momento, dio media vuelta y se
retiró como un curioso cualquiera que después de satisfacer su ración diaria de
morbo se fuera complacido.
Francisco sabía que los Fernández
estaban metidos en asuntos turbios o por lo menos su intuición así lo decía, había
demasiados secretos en esa oficina. Estaba a punto de mandar todo al carajo y
dirigirse a su carro cuando un Mercedes Benz lo interceptó en la esquina de la
calle.
Quedó sorprendido al mirar por la
ventanilla semipolarizada la cara del otro Fernández que le hacía una mueca
para que subiera, lo dudó por un momento y aceptó la invitación más por curiosidad
que por lo que le decía la razón. Al subir, el carro se puso en marcha a toda
velocidad y se perdió en el tráfico interminable de la avenida Universidad a
las doce de la tarde.
Catorce horas después, Francisco
fue arrojado de una camioneta negra de lujo enfrente de su carro con un montón
de preocupaciones y problemas que él no había pedido y con uno que otro nuevo
moretón que le hicieron los gorilas con los que estuvo gran parte de la tarde.
Se sentó un momento en la banqueta para reponerse del giro de 180 grados que
había dado su vida en sólo unas horas. Se levantó sacudiéndose la tierra de sus
rodillas, buscó sus llaves dentro de la bolsa del pantalón, tenía ganas de
llorar, las extrajo con cuidado, le dolían incluso los dedos, caminó rengueando
hasta la puerta del conductor. Le pareció que se encontraba un poco más bajo
que de costumbre, al mirarlo con atención se dio cuenta que estaban las cuatro
llantas ponchadas con grandes clavos, de igual forma descubrió sobre el
parabrisas una notita coquetona que decía “sobre aviso no hay engaño, compa”,
prefirió quedarse callado, suficientes problemas tenía ya.
Pidió un taxi.
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