domingo, 12 de octubre de 2014

Capitulo 1

©EL MUNDO DE LOS SUEÑOS REALES
SALVADOR VIDAL HOLGUÍN FLORES
CAPÍTULO 1

Abrió el refrigerador. Le molestó un poco la lucecilla que provenía del interior del aparato, la  cual puede ser nociva para quien lleva siete horas durmiendo y el hambre le obliga a salir de sus  sueños a las cuatro y media de la mañana en busca de algo con qué engañar al estómago. Buscó  con la esperanza de que el apetito voraz que lo había despertado se apaciguara y lo dejara dormir  un rato más. Lo cerró, sólo encontró un jamón en descomposición y un refresco sin gas de hace  tres días. Aburrido y decepcionado por la pobre variedad que le ofreció el refrigerador, decidió  pasar a la sala de la casa, que a la vez era comedor, cuarto de televisión, recibidor, cuarto de  fiestas y una que otra vez tendedero cuando los días lluviosos así lo ameritaban. Se sentó en el  sillón verde que había logrado rescatar de la casa de su exnovia más reciente antes de que ella se  enterara de su afición de gato nocturno en celo. En fin, mujer de poca paciencia. Abrió un  paquete de cigarrillos y colocó uno en su boca, lo encendió con timidez, como si temiera que la  llama que expulsaba el encendedor pudiera violar aquel momento de privacidad con su luz. La  primera exhalación dio paso al característico sonido del papel consumiéndose y un olor que sabía  a madrugada. Al sentir el humo que le raspaba la garganta sintió nostalgia por los días mejores  pasados, en donde podía compartir sus horas de insomnio con otro ser humano, y no cualquier  ser humano, si no con ella. Pero ahora solo el silencio lo acompañaba, lo mecía en sus perpetuos  brazos, lo arrullaba. Entre cada emanación e inhalación se fue acercando a la frontera de la  inconciencia, ese mundo extraño entre el dormir y el despertar, ese limbo que a todos nos acecha  antes de entregarnos a los brazos de Morfeo. Se encontró de golpe en la soledad de la noche,  envuelto en humo de cigarro y un hedor que provenía de los trastes que llevaban semanas  esperando una lavada. Optimista, pensó que tal vez éste sería el buen día de su vida, que con el sol llegaría la esperanza de seguir viviendo, que lograría el regreso triunfal a la cima del mundo  y reclamaría su trono como el más feliz de los hombres. Jugueteó con la idea como si se tratara  de las figuras circulares de humo que expulsaba con cada bocanada, pero después del quinto  cigarrillo y dos horas de meditación, su vagabundear por los mares del pensamiento recayó en un  abrupto recuerdo, el mismo recuerdo recurrente que lo atormentaba cada madrugada. 

—Abril— dijo en voz alta para sí mismo, como si mencionar el nombre de quien ahora  era sólo una sombra de su pasado pudiera invocar todas sus ilusiones futuras. Un nudo se instaló en su garganta, sintió los párpados calientes, tomó aire profundamente y continuó en silencio perdido en una introspección perpetua. Vio cómo el último cigarrillo se extinguía al igual que su esperanza. Se encontró mirando el alba a través de la ventana panorámica de la sala que tenía los vidrios cuarteados por la falta de mantenimiento y se dio cuenta de que ese “día mejor” no llegaría aún.

 —¡Mierda!— gritó Francisco León al darse cuenta de que el reloj digital con aires ochenteros que estaba en el buró de su recámara marcaban las 10:27 a.m. Era el segundo mes de trabajo en el despacho de abogados Fernández y Fernández. Si el reloj no lo engañaba esta ocasión sería la tercera vez que llegaba retrasado en los últimos cinco días, para su mala fortuna ya se le estaban acabando los pretextos. Corrió a la regadera y no le importó cuál llave abrir, desde hace dos meses el tanque de 45 kilogramos de gas que reposaba en su pequeño patio se encontraba vacío hasta la última gota y el agua saldría a temperatura de glaciar por más que le diera vueltas y vueltas a la llave del agua caliente. Se desnudó velozmente sin percatarse que la noche anterior quemó su pantalón con las cenizas del cigarro dejando un agujerito por el que se asomaba cohibido uno que otro vello de su pierna izquierda. Por un momento se contempló en el espejo desnudo, no era un tipo feo, vaya, hasta atractivo se le podría describir si pusiera un poco más de empeño en su cuidado personal. Era un hombre joven que rozaba peligrosamente los treinta, con una complexión robusta y de finas facciones en el rostro, torso amplio y piernas largas, herencia de sus ancestros vascos que ocuparon estas tierras norteñas a principios de mil setecientos. De improviso, al observarse, sus ojos se posaron sobre una cicatriz que oscilaba en la parte derecha de su pecho, una imperfección rojiza que le recordaba la isla de Cuba vista desde un satélite. La contempló por unos segundos, la tentó con su mano derecha, ya no dolía, físicamente no, pero en la profundidad de su ser pareciese que la herida seguía abierta, desvió la mirada tratando de que el espejo no se la recordara, tomó la toalla tirada bajo el lavabo y se apresuró hacia la regadera.

El despacho de abogados se encontraba más concurrido que de costumbre, no quedaba libre ni un solo cajón del estacionamiento particular de Fernández y Fernández debido a que se localizaba en la zona centro de la ciudad de Chihuahua, fue difícil encontrar aparcamiento cercano. Sin pensarlo mucho, detuvo su Volkswagen Sedan verde modelo 67 sin importarle obstruir la entrada de una cochera cuyo letrero de advertencia indicaba: “Usted respete mi cochera y yo respeto sus llantas”. Francisco se bajó de su auto con una sonrisa, buscó dentro de su portafolio una pluma y un post-it, garabateó rápidamente un breve mensaje. Extrajo de su boca el chicle que masticaba desde que salió de casa, antes de usarlo lo observó indeciso, el sabor ya se había esfumado, no sería mucha la pérdida. Lo pegó en la parte de atrás de la nota y lo adhirió en el letrero amenazador. Era una contestación a la intimidación, desde una distancia razonable se podría leer el mensaje “Este carro es imponchable, compa”. Llevaba una semana estacionándose en el mismo sitio y su carro seguía rodando sin problemas. Esperaba que el día de hoy fuera diferente, que por lo menos le bajaran el aire a uno de sus neumáticos sólo con el anhelo de tener algo de diversión alegando y, con suerte, llegar hasta los golpes con el cabroncito que se atreviera a hacerlo. Un poco de acción le haría bien.
Caminó resuelto, con la actitud de quien llega media hora antes del horario regular de entrada, esperaba poder simular ante sus compañeros como si hubiera estado realizando diligencias de su trabajo desde muy temprano para evitar la reprimenda de sus jefes y las miradas incómodas de sus pares. Mientras caminaba, practicaba en la cabeza el guión que diría a quien cuestionara su retraso. Durante el trayecto comenzó a notar que había demasiada gente transitando en la misma dirección en la que él iba. Miró para donde estaba el despacho e intuyó inmediatamente que algo estaba muy mal, la concurrencia se había triplicado, pero sólo estaban en la banqueta y miraban fijamente a la puerta, nadie entraba ni salía, un silencio sepulcral imperaba de manera atípica en esa calle que a esas horas del día era un hervidero de sonidos. Al unirse a la multitud un escalofrío recorrió su columna vertebral, dirigió su mirada al centro de atención popular y se dio cuenta de lo que pasaba; uno de los licenciados Fernández o lo que quedaba de él, yacía muerto, colgado de los pies a una soga sujetada de una de las vigas de la antesala del despacho que era visible desde la calle. La imagen era desgarradora, tenía su cuerpo desnudo, rígido y amarillento, algo parecido a las escamas de los peces lo cubrían por completo, eran pequeños cortes en la piel que parecían haberlas infligido con una navaja sumamente fina levantando solamente la parte superficial de la epidermis. La desagradable escena no terminaba ahí, ambas palmas de las manos que colgaban inmóviles rozando el piso habían sido calcinadas, una mancha negruzca ocupaba ahora el lugar de la palma como una gran marca de quemadura por cigarro. De su cuello degollado todavía escurría una que otra gota de sangre emulando un reloj de arena que una vez que se vacíe no se le dará vuelta nunca más. Para coronar la terrible escena, en su pecho se podía adivinar un mensaje apenas legible escrito con sangre presumiblemente del mismo licenciado “a gallo que canta le aprietan la garganta”. Francisco abrió bien sus sentidos, miró el cuerpo fijamente, por unos segundos se perdió en confusiones mentales tratando de entender qué pudo haber ocurrido, por qué tanta saña para deshacerse de un abogado que en general llevaba asuntos corporativos y sin gran riesgo. Desvarió por un momento, dio media vuelta y se retiró como un curioso cualquiera que después de satisfacer su ración diaria de morbo se fuera complacido.

Francisco sabía que los Fernández estaban metidos en asuntos turbios o por lo menos su intuición así lo decía, había demasiados secretos en esa oficina. Estaba a punto de mandar todo al carajo y dirigirse a su carro cuando un Mercedes Benz lo interceptó en la esquina de la calle.

Quedó sorprendido al mirar por la ventanilla semipolarizada la cara del otro Fernández que le hacía una mueca para que subiera, lo dudó por un momento y aceptó la invitación más por curiosidad que por lo que le decía la razón. Al subir, el carro se puso en marcha a toda velocidad y se perdió en el tráfico interminable de la avenida Universidad a las doce de la tarde.


Catorce horas después, Francisco fue arrojado de una camioneta negra de lujo enfrente de su carro con un montón de preocupaciones y problemas que él no había pedido y con uno que otro nuevo moretón que le hicieron los gorilas con los que estuvo gran parte de la tarde. Se sentó un momento en la banqueta para reponerse del giro de 180 grados que había dado su vida en sólo unas horas. Se levantó sacudiéndose la tierra de sus rodillas, buscó sus llaves dentro de la bolsa del pantalón, tenía ganas de llorar, las extrajo con cuidado, le dolían incluso los dedos, caminó rengueando hasta la puerta del conductor. Le pareció que se encontraba un poco más bajo que de costumbre, al mirarlo con atención se dio cuenta que estaban las cuatro llantas ponchadas con grandes clavos, de igual forma descubrió sobre el parabrisas una notita coquetona que decía “sobre aviso no hay engaño, compa”, prefirió quedarse callado, suficientes problemas tenía ya. 

Pidió un taxi.

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