jueves, 30 de octubre de 2014

Capitulo 6

Francisco llegó cauteloso a la puerta del despacho de los Fernández, con sumo cuidado removió los listones de seguridad de color amarillo que habían colocado en días anteriores los policías que “investigaban” el crimen y quienes, para justificar el trabajo, se habían limitado en clausurar el lugar y limpiar las gotas de sangre que pudieran haber quedado en la banqueta, dejando al imaginario popular los probables móviles del homicidio.
Después de una breve ojeada a ambos lados de la calle para cerciorarse que se encontraba solo, introdujo la llave extra que tenía del inmueble y entró. Se escabulló conteniendo el aliento para no hacer ruido, rápidamente se dio cuenta de su error, ese lugar estaba vacío, por consiguiente nadie podría escucharlo. Exhaló con alivio el aire guardado en sus pulmones y se quedó unos segundos inmóvil, observando. Estaba todavía oscuro afuera, no serían ni siquiera las seis de la mañana, se sorprendió que se hubiera repuesto tan pronto de la salida con Ramiro hace apenas unas horas. Lo que sí, es que había tenido una serie de sueños sumamente extraños que involucraban a un gorila, una hada de blanco y una voz como la del mago de Oz. Siguió observando el interior del despacho, los escritorios de los pasantes muy ordenaditos, como siempre. Con la mirada fue recorriendo el camino que seguirían sus pasos, bajó la vista y se dio cuenta de en dónde se encontraba parado, el mismo lugar donde el licenciado Fernández fue colgado. Aspiró profundamente, el despacho olía a sangre seca, le repugnaba pero debía continuar, caminó por el pasillo principal entre cubículos conocidos. Al llegar a la pared del fondo, en donde terminaba el edifico, giró a la derecha y subió por unas escaleras amplias. Recordaba que subir esos escalones en un día normal de trabajo no presagiaba nada bueno, las reprimendas por parte de los socios principales eran el pan de cada día; realmente no necesitaban ninguna escusa para soltarse pegando de gritos a diestra y siniestra. Arribó a la planta alta del inmueble y, sin muchos miramientos, cruzó el escritorio de la secretaria de los Fernández, celosa guardiana de sus patrones. Obtener una cita con alguno de ellos cuando se trataba de algún aumento de sueldo era imposible. Eso le habían contado, pues atendiendo a su desempeño profesional, con que no lo corrieran ya era ganancia.
Se detuvo a contemplar un momento lo que había delante de él, pensó que hasta en los perros había razas y que no era lo mismo ser abogado en un despacho que ser el abogado del despacho. Todo el segundo piso estaba ocupado por únicamente dos oficinas. Eran de los dos hermanos Fernández quienes tenían gustos y personalidades opuestas a pesar de ser tan semejantes. La oficina de la izquierda tenía un estilo ostentoso y clásico, con cortinas verdes con bordados de  hilo de oro, un escritorio de caoba macizo que Francisco imaginaba que así debería de ser el despacho presidencial ubicado en Palacio Nacional. El de la derecha parecía más la oficina de un moderno ejecutivo de Nueva York, colores metálicos, líneas redondeadas. Tenía escrito la modernidad en todas partes, no podía faltar el putter set de lujo instalado delante de una pantalla gigante donde el licenciado Fernández practicaría el golf por las tardes. Dejando atrás los lujos exagerados y casi excéntricos de sus expatrones, Francisco ubicó su objetivo. Se dirigió a un pequeño cuarto que se encontraba justo en la parte trasera de las dos oficinas, cuarto que compartían ambos, cada uno con su puerta de acceso. La pequeña habitación servía de archivero en donde los Fernández guardaban los documentos más importantes de sus clientes. A Francisco le pareció más un armario que un archivero en donde, de alguna forma que no podía precisar, habían instalado dos grandes muebles de madera que ocupaban la pared desde el suelo hasta el techo. Más de cien cajones ostentaba cada uno de ellos, las pequeñas manijas doradas con una diminuta cerradura hacían verlo casi como una obra de arte extremadamente detallada. Los imponentes muebles de madera estaban empotrados a la pared, Francisco giró sobre su eje y se sorprendió de encontrar en el muro contrario, en el breve espacio que separaba una puerta de la otra, un cuadro al óleo, representaba una gran isla en un solitario mar el cual era desafiado por una minúscula embarcación. La pintura no parecía embonar con ninguno de los dos estilos de decoración de los Fernández y su contemplación se complicaba muchísimo debido a la poca distancia que se podía lograr. Por más que Francisco replegara su cuerpo contra los muebles de madera, no quedaba más que unos cuarenta centímetros, —estos abogados sí que quieren aprovechar cualquier espacio— pensó Francisco desviando su vista de la bizarra creación pictórica. Recordó el motivo verdadero que lo llevó a ese sitio, titubeante se aproximó a la esquina derecha de la habitación y se puso a gatas. Tal y como le había dicho el Fernández sobreviviente, a tientas encontró un lugar donde la alfombra que cubría el piso de todo el archivero se podía levantar unos centímetros. Metiendo el dedo índice en el pequeño agujero extrajo una llave plateada con forma de cruz con una numerosa cantidad de dientes de cada uno de sus brazos. Se puso en pie, buscó con la mirada el número exacto e insertó la llave en el cajón número 137, tal y como se lo habían indicado. Lentamente giró la llave oyendo como los seguros cedían, Francisco sintió un escalofrío cuando la cerradura por fin cedió con un ligero clic. Abrió cuidadosamente el cajón, no le habían dicho qué encontraría dentro. Al instante se decepcionó, un ordinario sobre color manila igual a los miles que se manejaban en el despacho a diario estaba ahí. Lo tomó con precaución, el lugar en donde debía estar escrito el número del expediente del caso se encontraba una frase que no alcanzaba a entender. Acercó su rostro un poco más al sobre, temía que su incipiente ceguera fuera la causante de la incomprensión de la frase escrita en el papel. Sabía que era indispensable comenzar a usar anteojos, pero Francisco era amante de la filosofía “si no está roto no lo arregles”, mientras siguiera viendo aunque fuese medio borroso no compraría ningunos anteojos. La situación se estaba volviendo bastante frustrante. El sobre no pesaba casi nada, parecía contener sólo algunos papeles. ¿Qué documento podría ser tan importante? La petición de buscar esto lo desconcertaba más cada minuto, ¿algún título de propiedad, un testamento o bonos? Aunque nada de lo anterior parecía ser vital en la situación de la persona que se lo había solicitado. Dejó de pensar, él sólo venía por un encargo y eso era lo que iba a hacer. Regresó por la puerta en que había entrado al pequeño archivero ubicándose nuevamente en la oficina con toque presidencial, de esta manera escapó de la tenue luz del archivo que no le permitía leer el folio del documento. La oficina estaba bien iluminada, además, el sol ya estaba entrando por la ventana. Leyó nuevamente y aliviado se dio cuenta de que sus ojos no eran los responsables de la falta de claridad, lo que estaba ahí escrito parecían letras pero no lo eran, eran símbolos diferentes sin llegar a ser jeroglíficos o dibujos. En resumen, eran unos garabatos que él no entendía, decidió dejar de husmear, era mejor hacer lo que le había indicado el Fernández sobreviviente. Había sido muy claro en sus instrucciones, si Francisco no sabía nada de él en las próximas veinticuatro horas después de la breve y accidentada reunión que sostuvieron el día de la muerte del otro Fernández, Francisco había prometido que recogería lo que fuera que hubiera en ese cajón. Ya lo había hecho y era momento de salir de ese lugar lúgubre, además, el miedo estaba comenzando a invadirlo. Juzgando por la última vez que había visto a Fernández, no guardaba muchas esperanzas de volver a verlo de nuevo o al menos no con vida. Presuroso y con el sobre en sus manos bajó por las escaleras, recorrió el pasillo y abrió la puerta principal del despacho. En su prisa olvidó apagar la luz de la escalera por lo que a toda prisa corrió nuevamente por el pasillo, en su desesperación por salir lo más rápido posible se golpeó accidentalmente su mano izquierda contra la esquina de uno de los escritorios, justamente la mano que sostenía el sobre, el cual, por atender a las leyes naturales de Newton, salió volando por los aires cayendo al piso instantes después. El sobre se abrió, algunos papeles fueron regados sobre el suelo. Francisco, mientras sobaba su mano, caminó hasta donde estaban los documentos, se puso en cuclillas y se dispuso a recoger lo que había tirado maldiciéndose por su torpeza. Las maldiciones cesaron al instante al ver una foto que yacía en medio del desorden. Una mirada profunda de ojos negros le heló la sangre.

—¿Abr... Abril? — dijo en voz alta al vacío de la habitación que no le contestaría.

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