miércoles, 22 de octubre de 2014

Capitulo 3

Estuvo dando vueltas en su coche por las calles principales de la ciudad dejándose llevar por la corriente de vehículos urgentes de llegar a cualquier sitio. Estuvo tentado a comprarse una cerveza helada para matar el rato, sin embargo, se contuvo, el alcohol no lo ayudaba a pensar correctamente y creía que en esos momentos era mejor tener su mente alerta. No tenía una mejor idea de qué hacer con su tiempo ni a dónde debería de ir, varias veces pensó en acercarse al despacho de los Fernández, pero el recuerdo del cadáver del abogado se lo impidió. Los muertos le daban escalofríos, por nada en el mundo se acercaría a ese lugar mientras el olor a sangre se mantuviera en el aire.
Lo mejor era regresar a casa para pensar un poco las cosas. Al llegar, vio una nota en su puerta pegada con un pedacito de cinta adhesiva rehusada. Estaba escrita en el reverso de una infracción de tránsito mal elaborada y con una pésima ortografía: “nos vemos en el bar la cueba del moyote a las ceis, no vallas a faltar putito”. La tomó con su mano derecha con agresividad y la arrojó a la calle. ¿Acaso su suerte seguiría de mal en peor? No lograba imaginar con quién se encontraría, y por lo sucedido el día anterior, nadie podría llamarle cobarde si decidiera no ir. Sin embargo, la curiosidad era mayor a sus miedos, algo lo llamaba a realizar cosas imprudentes como ir a un bar que solamente conocía por las malas lenguas a entrevistarse con un completo desconocido o desconocida, —después de todo, el que no arriesga no gana— pensó. Sin entrar al interior de su casa, dio media vuelta de regreso a su automóvil. —Francisco, ¿qué si es peligroso?— se dijo a sí mismo, a lo que inmediatamente se autocontestó dándose ánimo —ándale, no seas rajado, ¿qué puede pasar?— Tomó la firme decisión de ir. De cualquier forma, apelando a la sensatez, regresó corriendo a su casa, buscó en el buró de su recámara, bajo unas revistas de Condorito, la pistola calibre .380. El único regalo de su progenitor con quien apenas había intercambiado palabras. Se la entregó sin muchas ceremonias al cumplir 16 años con la esperanza de que, tal vez, en la depresión de la pubertad, Francisco encontrara una solución a sus malos días y se quitara la vida de una buena vez y así dejar de darle su manutención mensual. La tomó entre sus manos, al sentir el peso del acero se asombró de que tal vez sería la primera vez que tendría la necesidad de jalar del gatillo, se arrepintió por nunca haber practicado. Se la fajó en el cinto, como había visto que lo hacían en las películas, después se arrepintió, le dio miedo quedarse sin huevos si se le salía un tiro accidentalmente. Optó por guardarla en la bolsa interior de su chaqueta, no era el sitio más glamoroso pero su descendencia no correría peligro. Se mojó la cara en el lavabo del baño, miró su reloj y salió rumbo al bar, caminó hacia la avenida principal más cercana para buscar un taxi, no quería perder tiempo en la búsqueda de estacionamiento.
Iban a dar las 7 p.m. y seguía en la espera de su cita desconocida con más de seis cervezas y 15 cigarrillos. Estaba un poco decepcionado de que nadie llegara, esperaba encontrarse con alguien que quitara un poco de monotonía a su vida vacía. Ordenó otra cerveza al cantinero, de pronto, sintió el helado cañón de una pistola en su espalda que apretaba poco a poco contra su piel. Inmóvil en donde estaba, escuchó una voz que fingía ser grave:
            —Muévete y aquí mismo te ponen tu cruz.
Francisco se quedó sin habla —vaya forma de perder la monotonía— pensó. Por pura reacción natural encaró a su interlocutor. Este último, al ver la cara pálida y los ojos desorbitados por el susto que tenía Francisco, soltó una sonora carcajada, la cual Francisco reconoció inmediatamente como la de su compadre Ramiro Paredes, orgulloso integrante del ya bastante quemado cuerpo de policías municipal de la ciudad de Chihuahua. Era un tipo risueño de muy buen corazón, el cual veía la vida de una manera alegre y sencilla. En sus propias palabras se definía como mitad corrupto y mitad honesto, es decir “que sí tranzo, pero sólo poquito y a cabrones que se lo merecen”. Francisco tomó aire, estaba intentando recuperarse del espanto, Ramiro a su vez trataba de controlar su risa involuntaria, le dio un golpecito en el pecho a su compadre.
—Qué pasó mi Pancho. No se me asuste, ¿pues qué trae? lo noto muy quisquilloso, muy susceptible— dijo sonriéndole. 
—Eres un pendejo, Ramiro. Casi me infarto, ya ni la haces. ¡Quisquilloso tu abuela, cabrón!— le contestó Francisco mientras con disimulo sacaba su mano vacía de la bolsa interior de la chaqueta.
—Pendejo tú, que naciste encuerado, yo nací con traje de charro pero se me perdió el sombrero— refutó Ramiro con una de sus típicas frases sin sentido dignas de ser máximas mexicanas. Ramiro jaló con su bota de imitación de avestruz anaranjada uno de los bancos de la barra del bar, sentó su corpulento cuerpo enseguida de Francisco y después empujándolo de forma amistosa le dijo en tono de reproche:
 —A ver pues, invítame una güera bien fría, a que no te acordabas que era mi cumpleaños.
 En efecto, Francisco había relegado de su memoria el natalicio de su amigo que no veía desde que lo habían detenido por manejar en exceso de velocidad, ebrio y en sentido contrario. Ramiro lo había logrado sacar de la comandancia no sin antes invitarle una botella de tequila que había decomisado a otro borrachito menos afortunado esa misma noche.

Ya entrados en una verborrea paradisíaca, medio borrachos, discutían sobre los recuerdos de juventud que ambos habían vivido, naturalmente las discrepancias eran enormes. Francisco, por ejemplo, recordaba que su amigo había tenido problemas serios para poder siquiera sostenerle la mirada a las mujeres, no dijéramos hablarles. Ramiro, por otro lado, recordaba vívidamente cómo todos los jueves eran jueves de “Panch-inga”, un juego entretenido que habían inventado los bullys de su secundaria, consistía prácticamente en meter a Francisco dentro del bote de basura de lámina y patearlo hasta cansarse. A pesar de estos recuerdos, ninguno se contradijo mientras Ramiro hablaba de sus grandes conquistas juveniles y Francisco de sus dotes de luchador empedernido. El cariño entre los dos era grande y con historia, se querían por estos ratos de comodidad absoluta, en donde podía ser cada uno lo que eran sin tener que disimular con máscaras, platicaban con la lengua suelta y sin prejuicios, así pasaron las horas. Sin darse cuenta, la noche los llevó hasta la patrulla de Ramiro, encendieron las sirenas, que además de verse “muy chingonas” -como decía Ramiro-, eran un pase gratis para poder cruzar con la luz roja del semáforo a toda velocidad. Ventajas de policías. Recorrieron la ciudad divirtiéndose, persiguiendo a los travestis en la zona roja de Chihuahua, estacionándose escondidos cerca de los expendios de licores para captar infraganti a jóvenes infractores, parando el tráfico de alguna avenida importante sin ninguna razón sólo para ver cuántas mentadas podrían acumular en el menor tiempo posible. Después de las cuatro de la mañana, se fueron al mirador a sorprender algunas parejitas en plena acción y solicitarles amablemente alguna gratificación a cambio de no decirles nada a sus padres y así evitar una reprimenda. La ronda de Ramiro había terminado, detuvieron la patrulla en la parte más alta del mirador y se pusieron a observar la ciudad en silencio. Sin previo aviso, Francisco empezó a hablar con los ojos llorosos sobre lo que había ocurrido en su despacho, la sangre, las marcas, la gente mirando, sobre que tenía un secreto que no entendía plenamente y no sabía muy bien qué hacer con él, sobre el sueño de Abril, del dolor que le asfixiaba cada madrugada, de su falta de interés en la vida y sobre todos los problemas que estaban cayéndole como avalancha y amenazaban con dejarlo sepultado. Ramiro, quien ya conocía el final de esta historia, la cual se repetía cada vez que se reunía con su compadre con una botella de por medio, sabía perfectamente que “Abril” siempre terminaba siendo el tema, y ese tema marcaba el final de la conversación. Entendió que había llegado el momento de llevar a Panchito a dormir, encendió el auto sin prender la sirena y lo dirigió a casa.

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