La noche comenzó a perder la batalla contra el sol,
lentamente fue cubriéndose de luz cada minúsculo rincón de la ciudad de
Chihuahua. El rocío de la mañana, que por estos lados norteños es un
acontecimiento extraño y casi bisiesto debido al clima seco motivado por el
desierto que abraza asfixiante al Estado. Francisco se cubrió con las manos el
rostro hinchado por la cruda. Una hormiga que alegre paseaba por su frente lo
despertó. No sabía bien dónde se encontraba, el jardín húmedo que le mojaba las
nalgas lo desconcertaba todavía más.
— ¡Ah chingada, pues si yo ni
pasto tengo!— se dijo mientras intentaba levantarse. Algo se lo impidió, su
mente estaba alerta pero su cuerpo no respondía a sus órdenes.
—Ya está despertando, doctor—
susurró una voz femenina que le parecía familiar.
—Muy bien, llévenlo adentro
para poder iniciar el procedimiento— respondió otra voz áspera y aguardentosa
que en su vida había escuchado. En su mirada todo estaba confuso, podía ver
sombras luminosas con siluetas de personas que se acercaban a él.
A ver, repasando, me dejaron
en la casa, cerré la puerta de la entrada, subí las escaleras, me mojé la cara,
¿cerré la puerta de la entrada?— en eso estaba Francisco cuando sintió que dos
manos poderosas lo sujetaban de las axilas y lo levantaban en el aire mientras
que sus piernas colgaban como hierba seca que se la lleva el viento. En un
momento, todo se oscureció y se sumió en un profundo sueño que lo llevó a
viajar por mundos fantásticos e inimaginables, hasta que una voz, esa voz
áspera lo guió a un lugar a donde él no quería regresar jamás, —dime qué ves,
paso por paso, Francisco— fue lo último que escuchó antes de desconectarse del
todo con la realidad.
Eran otros tiempos, una vida
alegre y despreocupada, con futuro prometedor. Recién acababa de terminar mi
última clase del día, cargaba mi mochila color verde olivo con más costuras y
parches que una esposa de cirujano plástico. El aire se respiraba puro, y cómo
no, si acababa de llover, respiré profundamente tratando de llenarme de esa
sensación de frescura. Llegué al lugar donde me habían citado. Comprobé que
eran las siete de la tarde en mi reloj de pulsera. Como todos los jueves
pasarían a recogerme unos amigos, me esperaba una noche divertida que
probablemente terminaría en la inconciencia. Alcé la mirada y no vi a nadie,
sólo yo y los vehículos que transitaban a la distancia. Utilizando mi mochila como
cojín, me senté a esperar mientras contemplaba la magnitud del cielo, una gota
de lluvia cayó sobre mi mejilla derecha y a lo lejos escuché una canción de
James Blunt, de pronto, ¡ella! Apareció
en el momento que debía llegar aunque yo no la esperaba, vaya, ni la conocía.
Desfiló delante de mí con un caminar un poco torpe, sin embargo, a mí me
pareció contemplar la fugaz aparición de un ángel, la contemplé a mis anchas,
la devoré con la mirada sin ningún reparo ni vergüenza, como quien le habla y
le grita a la televisión sabiendo que no habrá respuesta. Sin embargo, por
alguna razón que aún no me explico, me miró y sonriendo levemente se acercó a
mí. Yo, en mi idiotez, traté de huir, me aterraba que me intentara hablar y no
saber qué decirle. Todo pasó de pronto, comenzamos a platicar y fue como si
algo en ella hiciera a un lado la terrible timidez que me había perseguido toda
mi vida, los minutos fueron pasando, minutos que se convirtieron en horas, ya
ni me acordaba de mis amigos que me habían dejado plantado. Me preguntó si
quería acompañarla, no esperó la respuesta y se puso de pie, la seguí por unas
cuadras, tiempo que a mí me pareció eterno observando el vaivén de su cuerpo
hipnotizador. Entramos a un departamento que se encontraba cerca de la universidad,
era un cuarto modesto de estudiante. En el mismo cuarto yacía una cama, una
estufa y un librero repleto de libros que se apilaban caóticamente unos sobre
otros. La estufa nos dio el calor, la cama el resguardo y los libros la
justificación perfecta para hablar de otra cosa que no fueran solamente sus
ojos, a los cuales yo desde el primer instante ya les rendía culto.
—Ve más adelante— interrumpió
esa voz que no sabía a ciencia cierta de dónde provenía, pero la odiaba por
interrumpir los momentos más felices de mi vida. Mi inútil resistencia fue
derrotada por la voz que me indicaba que siguiera y seguí, por un momento vi la
fachada de su departamento en llamas, pero retrocedí, no era el momento aún.
__Desperté en su habitación,
estaba helado porque el día anterior había caído agua nieve, el no tener su
cuerpo abrazado al mío me estremeció, era costumbre que durmiéramos con las
piernas y pies unidos como raíces de árboles. Me levanté a buscarla y
obviamente me asomé por la ventana porque en ese mini departamento no se podría
perder ni una cucaracha. No la vi, pero
escuché su voz como un murmullo, salí del cuarto, crucé el jardín comunal que
separaba el departamento de la calle y llegué al exterior. Entre lagañas pude
distinguir a Abril hablando con un hombre, mi primer impulso fueron celos,
después miedo, ella discutía con el tipo.
—No, no voy a volver— dijo
ella con su cara encolerizada —ya se los he dicho una y mil veces, no me
interesa lo que tengan que decir—.
En un instante me encontré
enseguida de mi amada como caballero en su armadura dorada, listo para
protegerla.
—¿Segura que esa es tu última
palabra, niña? sabes que no se detendrán ante nada. Más vale que vuelvas—
repuso de forma pausada y mucho más apacible el hombre con quien hablaba ella. Él,
viéndolo de cerca, no tenía nada que ver con la figura que me imaginé a la
distancia; era de edad avanzada, barba ceñida y unos ojillos danzarines
coronados por unos lentes demasiado grandes para su cara, parecía más bien un
vendedor de seguros que una amenaza. Abril no me dio tiempo de estrenarme en
las artes de novio defensor, me tomó del brazo fuertemente y prácticamente me
arrastró de vuelta a su departamento mientras le gritaba al sesudo vendedor —
¡Déjenme en paz! ¡Yo no les debo nada!—, ya resguardados bajo el marco de la
entrada de los departamentos, me miró por primera vez a los ojos en toda la
noche, con una mirada que me hizo sentir que no la conocía. Comenzó a
explicarme, como quien explica a un niño que Santa Claus sí existe, que ese
tipo era el socio de un ex patrón suyo y que no tenía importancia. Obviamente
no le creí.
—¿Quién era él?— preguntó la
voz que ahora sentía como un taladro en mi cerebro.
—No lo sé, ya te lo dije,
simplemente no le di importancia, ¿acaso importa quién era?— la pregunta de
quién era el sujeto se adentraba cada vez más y más profundamente en mis
pensamientos creándose con ello una duda insaciable que empezó a perturbarme
como un ruidito molesto. Al paso de los segundos no había otra cosa en mi mente
más que la pregunta ¿quién era? Manipulaban mi mente a su antojo, eso es,
estaba en un tipo de transe o hipnosis, pero ya estaba consciente, podía
controlarlo, ¿o no?
Analizándolo en una especie de cámara lenta, pude
verlo claramente, era un hombre de 1.77 de estatura, pelo grisáceo, barba
frondosa, cuidada al estilo Jefe Diego,[1]
tez morena clara, lentes Ray-Ban muy
grandes. Tenía patas de gallo marcadas en sus ojos, llevaba un suéter ver… —sus
manos— interrumpió la voz, sus manos eran grandes, con bello muy negro, sus dedos
parecían puros cubanos de diferente estatura y en uno de ellos llevaba un
anillo dorado con un animal mitológico de dos cabezas estampado en el frente,
una de un león, la otra de una víbora y del lado derecho del mismo, el número
romano XIII.
—Son increíbles los detalles
que podemos obtener de una persona con este suero— le dijo el doctor Gilberto
Decenas a su enfermera en turno, —hemos terminado—.
[1]
Diego Fernández de Cevallos es un político mexicano, miembro
del Partido Acción Nacional (PAN). Se ha desempeñado como diputado federal,
senador de la República y candidato a la Presidencia de México en 1994. Se
caracteriza por llevar una barba frondosa entrecana. Por su poder político es
apodado como el Jefe Diego.
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