—Señor, bienvenido a América. Su pasaporte, por favor—
le indicó en un acto casi mecánico la obesa encargada de migración del Aeropuerto Internacional Dallas-Forth Worth
al personaje que se plantó ante ella. Este último sonrío a su interlocutora sin
recibir respuesta, sin embargo, la intención de esa sonrisa no esperaba
reciprocidad. Con toda la elegancia de un hombre de mundo, tomó parte de su
equipaje, colocó el portafolio de piel negro con la insignia de Mont Blanc dándole frente a la oficial
de migración como queriendo, sin decirlo, definir los estatus sociales de cada
uno. Sacó del interior de esa joya de oficina el pasaporte que lo acreditaba
como ciudadano mexicano. Le entregó el documento a la mujer y esperó mirándola
serenamente. El hombre que intentaba entrar a los Estados Unidos, en otros
tiempos con una sencilla palabra “American” hubiese pasado desapercibido;
cabello rubio, ojos azules, barbilla hundida, fácilmente se podría confundir
como un estadounidense cualquiera, un ejecutivo más que volvía a su hogar
después de un viaje fuera del país, pero ese no era el caso. La encargada de
migración, según dictaba el gafete que colgaba de su cuello y que se perdía
entre su abundante pecho, se llamaba Janeth Carpinter, lucía incómoda en un
entallado traje sastre color azul cielo, demasiado acalorada y demasiado
impaciente para el trabajo que desempeñaba. Miró al hombre de arriba a abajo de
forma despectiva, por un momento se detuvo en la insignia del portafolio pero
no hizo el efecto esperado, tecleó incesantemente en
su computador por algunos minutos sin tomarse la molestia de voltear a mirar a
los ojos a la persona que tenía en frente. Nunca le había gustado su trabajo y
aún no se acostumbraba a relacionarse con este “tipo” de gente, latinos,
africanos, orientales, en fin, cualquier persona que según sus valores
americanos caseros viniera a robarse los trabajos y oportunidades del reprimido
y explotado trabajador estadounidense promedio.
—Su visa, por favor— ordenó Janeth sosteniendo
la mirada por primera vez al hombre que estaba frente a ella.
Su interlocutor titubeó por
un segundo como si hubiese olvidado si la visa la tuviera en la bolsa interior
del abrigo o dentro del portafolio, rectificó rápidamente, la extrajo del
maletín, extendió su mano hacia la oficial de migración y se la entregó. Ese
breve titubeo bastó para que la señorita Carpinter lo tomara como una amenaza,
duda razonable de una sospecha defendería ella. Levantó su radio y comentó:
—John, I think we have a problem with another mexican— las palabras
parecieron mágicas, antes de que la señorita colgara su radio, dos sujetos de
saco negro al más puro estilo de película de acción hollywoodense rodearon al
mexicano tomando su equipaje sin permiso. Le solicitaron que los acompañara a
un lugar más tranquilo donde podrían platicar con calma, solicitud que a pesar
de la suavidad de la entonación no había lugar a dudas de que se trataba de una
orden. No tenía elección. Tomó su maletín y los siguió.
—¿Señour, cuál su nombra
es?- le preguntaron en un español medianamente bien pronunciado.
—Mario Fernández Rincón,
¿hay algún problema, oficial?- contestó el hombre un poco molesto.
—¿A qué dedicar usted,
señour?- increpó uno de los dos guardias de migración que lo tenía sentado en
un cuarto blanco, donde por decoración sólo figuraba una foto de George W.
Bush.
—Soy abogado, oficial. No
entiendo cuál es el problema— respondió el licenciado Fernández.
—No problemo, solou rutina—
contestó el segundo de los guardias que hasta ese momento se había encontrado
absorto dentro del pasaporte del mexicano. El licenciado Fernández los observó,
ambos oficiales parecían gemelos. En definitiva, esos dos sujetos habían nacido
para ser policías, ambos con una altura mayor al metro noventa, güeros con
corte militar, cachetones, mejillas rosadas, corpulentos. Eran el típico
estereotipo policíaco estadounidense.
—¿Viene de negocios o placer
a América?— preguntó nuevamente el más incisivo, el licenciado se acomodó en su
asiento abriendo las palmas de la mano sobre la mesa metálica en señal de
franqueza y respondió:
—Ninguna de las dos, sólo
estoy de tránsito, es decir, de paso solamente. En dos horas salgo en un vuelo
hacia Europa— dijo en un tono sumamente molesto.
—Estar por verse, señour—
contestó arrogantemente el segundo guardia de migración mientras arrojaba el
pasaporte sobre la mesa que estaba en el centro de aquella habitación. El
licenciado lo recuperó rápidamente, pero su visa para ingresar a Estados Unidos
fue retenida, uno de los guardias la guardó en el bolsillo de la camisa
mientras le mostraba al licenciado una mirada amenazante.
Al salir los dos guardias
del minúsculo cuarto donde lo tenían "voluntariamente", el licenciado
Fernández sintió miedo, miedo de estar en ese cuarto, de no poder llegar a
Europa a tiempo, miedo de sus recuerdos, se mantuvo rígido sobre la silla donde
lo habían dejado imaginando una y mil situaciones y conversaciones que se
estarían llevando fuera de ese cuarto. Pensó en el idiota de Francisco,
esperaba que cumpliera con lo que le habían prometido, era muy necesario, le
aterraba pensar que gran parte de su futuro pendía de un hilo y que ese hilo
dependía del éxito o el fracaso de Francisco. Todo estaba echado a la suerte.
Cerró los ojos tratando de borrar sus pensamientos mientras se abrigaba los
brazos con sus manos. La sala de “espera” eran repugnantemente fría.
Minutos más tarde, un nuevo
personaje entró en el cuarto, definitivamente era más agradable que los otros
dos sujetos. Era un oficial de policía con facciones latinas y ancho de
caderas, lo saludó con un ligero movimiento de cabeza y se acercó al licenciado
Fernández con una sonrisa.
—Disculpe las molestias, señor Fernández,
entiendo que no es agradable esta situación, pero si me acompaña lo llevaré con
alguien que le explicará todo- le comentó el oficial en un perfecto español
mientras le hacía una seña con la mano de que lo siguiera. Cruzaron por un
pasillo que estaba cerrado al público en general y se detuvieron ante un
pequeño escritorio que, en ese mundo de hamburguesas McDonald’s, pizzas rápidas y banderas norteamericanas, se esforzaba
por ser auténticamente mexicano. Había una bandera nacional exageradamente
grande colgada en la pared detrás del escritorio, sobre el mismo una piñatita
de cinco picos y un sombrero de charro con hoyitos servía como guarda plumas.
Todo esto embonaba perfecto con la persona que atendía, el cual se presentó
como mister Bryan Pérez.
—Temo que tenemos un pequeño
problema, señor— exclamó dirigiéndose a Mario Fernández, —se nos ha hecho
llegar cierta información procedente de la ciudad de Chihuahua, Mexicou—
replicó sin poder evitar una ligera sonrisa. Para Bryan, Chihuahua era un perro
y no una ciudad, —existe un problema con su hermano, no sé si esté enterado y
necesitamos verificar su identidad. Señor, entienda que es rutina en estos
casos.
—¿Cuáles pinches casos?—
pensó el licenciado, ——¿apoco tienen rutinas para cuando encuentran a un cuate
volteado de cabeza desangrado?— Se estaba encolerizando, necesitaba salir de
ahí rápido, quería tomar su vuelo y encontrarse a trece mil pies de altura
sobre el Atlántico. Casi podía oler el olor de la cafetera que traería la
azafata cuando la nefasta voz de Pérez lo regresó a la tierra.
—Sólo coloque su dedo índice
aquí— le dijo mientras le acercaba un aparatito que desprendía una luz roja,
—no se asuste, sólo necesitamos su huella digital—.
—Tan sencillo, sólo rutina—
dijo en su mente el licenciado, —tan sencillo, sólo rutina— repitió para sí
mismo mientras colocaba su dedo sobre la máquina.
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