Ramiro se sentía Gulliver en el país de los enanos. Su
metro noventa y dos de estatura sobresalía notablemente ante la medida promedio
de las personas que habitaban el centro del país. Sabiéndose conocedor de los
abusos que se generaban en contra de los foráneos, se negó rotundamente a tomar
un taxi. Salió del aeropuerto casi empujando a las personas que a gritos
intentaban venderle un boleto. Con las maletas a cuestas, buscó la entrada del
metro de la terminal aérea y lo abordó sin ningún problema. Se subía y bajaba
de las estaciones al azar convencido de que tarde o temprano terminaría en la
terminal correcta. No tenía ninguna intención de preguntar direcciones, después
de varias horas de dar vueltas en círculos decidió tragarse su orgullo norteño
y pidió ayuda a una viejecita que vendía paletas en la puerta de una de las
tantas estaciones del metro que había visitado ese día, la mujer le sugirió
salir a la superficie para que tomara aire fresco y decidiera a dónde quería
ir. La verdad es que Ramiro no tenía idea por dónde empezar, tenía una dirección
que le había entregado el hombrecillo de la ex casa de Abril, pero le parecía
ilógico iniciar su aventura en el lugar más evidente; su verdadero camino ya lo
descubriría. Salió por la puerta principal, se deslumbró ante lo que se
planteaba delante de él, el Palacio de Bellas Artes; lo rodeó unas cuantas
veces maravillado ante tanta belleza. Olvidó porqué estaba ahí, cuando menos lo
pensó, ya estaba arriba de un turibus; camión que lo llevaría a conocer los
puntos más importantes de la ciudad, estaba preparado para esa hazaña. Le había
comprado a un niño una cámara desechable a cinco pesos a la cual sólo le
quedaban seis fotos disponibles, suficientes según él para tomarle una foto al
Ángel, al Monumento de la Revolución, Palacio Nacional y aun así le quedaría
tres extras para imprevistos. Subió al segundo piso del autobús, al instante se
sintió en Inglaterra, había visto millones de veces por televisión cómo esos
camiones rojos de dos pisos sin techo paseaban por toda la ciudad. El tour
comenzó, Ramiro no le prestó mucha importancia.
—Así comienza nuestro
recorrido, hoy están de suerte porque les tocó el guía más guapo— el comentario
del guía turístico no le hizo ninguna gracia al Sargento Paredes. Él estaba
entretenido observando a la gente, la forma en que se vestían, caminaban,
interactuaban entre sí. Todo le parecía tan diferente al lugar de donde él
provenía, casi como si se tratara de otra nación; no se podía identificar
plenamente con ellos. El autobús seguía su curso, cada vez fueron más
prolongados los silencios del guía hasta que de plano ya no decía absolutamente
nada. El paisaje se tornó cada vez más y más deshabitado. Ramiro estaba seguro
de que ya no se encontraba en el Paseo de la Reforma y se negó a preguntar
nuevamente pues tenía la creencia de que al preguntar parecería un pueblerino
ignorante. Decidió aguantar, se tomó casi de un sólo trago el agua de dos
litros que había comprado en rebaja antes de subir al camión. Cuando vislumbró
en el camino de la carretera una caseta ya no aguantó más, estaba seguro de que
lo llevaban de regreso a Chihuahua, se plantó ante el guía y prácticamente le
escupió su enojo.
—Mire, cabrón, yo pagué para
que me llevaran al Ángel, a comer papitas a Chapultepec y ver dónde se hacen
las manifestaciones en el Zócalo, no para que me trajeran a una carretera ¿Pues
de qué se trata?— el orientador turístico debidamente calificado por el
Instituto Nacional de Bellas Artes lo miró desconcertado sin quitar la sonrisa
amable que le enseñaron en sus capacitaciones y respondió:
—Señor, creo que se equivocó de camión.
Nosotros vamos a las pirámides de Teotihuacan. Le agradecería que tomara
asiento y disfrutara del paseo, le garantizo que le será de su agrado— Ramiro
no supo si patalear o bravear, no le quedaban muchas opciones y no quería
caminar de regreso hasta la ciudad. Decidió que era mejor quedarse callado y
disfrutar del viaje, total, siempre se había preguntado de dónde sacaban el
agua de Tehuacan y por lo que le acababa de responder el güerito ese, era para
donde se dirigían. Pasado un buen rato, la gente se comenzó a incorporar aún
con el autobús en movimiento, tomando fotos, emocionados por un cerro que se
divisaba a la distancia.
—De plano que a esta gente
nunca la sacan de su casa, se ponen así por aquel cerro, ¡ya me imagino, si
vieran el Cerro Grande[1]!
Se volverían locos— minutos después, llegaron a su destino. Ramiro, apenado por
sus pensamientos, bajó del camión. Esos “cerros” habían sido construidos por el
hombre, se parecían mucho a la pirámides que salían en las películas de Indiana
Jones, filmes de los cuales había sido fanático en su adolescencia. Todo el
complejo arqueológico le llamó la atención, parecía que hubiese llegado a otro
mundo, a otro tiempo, a otro espacio. Siguió al guía hasta la base de la pirámide
más grande, mientras le explicaban qué era eso, hace cuánto lo habían
construido y qué significado tenía. Ramiro no paraba de pensar en que estos
locos de seguro querían subir hasta la cima. Mirando una y otra vez sus botas
vaqueras, dudó que pudiera realizar el recorrido sin que se le llenaran todos
los pies de ampollas. Disimuladamente fingió que alguien le llamaba a lo lejos,
aunque nadie lo pelara, gesticulaba al aire en señal de que se dirigía al
encuentro de algún conocido ficticio. Siguió con su farsa mucho después de que
estuviera a distancia razonable del grupo, una vez liberado de lo que sería el
Vía crucis de subir cientos de pequeños escaloncitos, se entretuvo mirando las
diferentes estructuras teotihuacanas. Se quebraba la cabeza al tratar de imaginar
de qué manera pudieron esos hombres haber construido semejantes edificaciones
sin la tecnología actual. Sumido en sus pensamientos, observaba a la distancia
por la calzada principal, la misteriosamente llamada Calzada de los Muertos,
cómo se alzaban ambas pirámides. La calzada era impresionantemente extensa, a
lo lejos alcanzó a percibir que alguien lo señalaba. No le dio importancia y
siguió caminando, momentos después, estaba completamente seguro de que era el
centro de atención de un grupo de personas. Su leve miopía no le permitía ver
los rostros de sus observadores, siguió caminando en dirección hacia ellos. Al
instante, un conjunto de tres personas se desprendieron del grupo y comenzaron
a correr en dirección a donde él se encontraba. Conforme se acercaban pudo ver
con más claridad, reconoció a uno de ellos, ya lo había visto antes, era el
chino del aeropuerto de Chihuahua y se veía más encabronado que nunca. Recordó
que lo habían sometido por “portación ilegal de armas”. Ramiro sintió miedo, —pinche
chino, se ha de querer desquitar conmigo—. Sin pensarlo dos veces, se echó a
correr en dirección contraria, corría tan rápido como sus piernas acostumbradas
a trasladarse en coche se lo permitían. Encontró la salvación en la entrada de
la ciudadela en donde una gran cantidad de personas se encontraban reunidas. Se
escabulló entre la multitud la cual, atenta, escuchaba a un hombre que se había
parado en lo alto de la escalinata. Fue bajando su ritmo hasta que se quedó
completamente inmóvil entre la gente, tratando de pasar por desapercibido,
dobló sus rodillas para quedar a la par de las demás cabezas que se asomaban en
ese enjambre de humanidad. El hombre que hablaba a gritos con la multitud le
llamó la atención, vestía completamente de blanco con una especie de túnica, su
tez era color cobriza pero tenía el cabello y vello facial de un rubio casi
blanco intenso y reluciente. Su estatura no era de sorprender, al igual que la
mayoría de la gente, no rebasaría el metro setenta, sin embargo, su porte atlético
y rostro de realeza lo encumbraba por encima del promedio. Tenía una voz
potente pero no amenazante, hablaba de forma paternal sin llegar a ser
religioso. Mientras esperaba a que los chinos lo dejaran de buscar, Ramiro
escuchó con atención a ese individuo extraño.
—…El conocimiento no fue un
regalo que se dio a la ligera. Como pueblo tocado era su deber llenar de brillo
a la humanidad, despertar de ese letargo somnífero que los ha sujetado a una
existencia terrenal vana y cansada...
Ramiro se distrajo, había
estirado las piernas por completo dejando a merced de los chinos su cabeza
sobresaliente. Con el rabillo del ojo observó cómo los chinos habían subido a
lo alto de la escalinata, casi donde se encontraba aquel raro sujeto, lo
detectaron. Sin esperar la reacción de sus perseguidores, Ramiro volvió a
emprender la huida en sentido contrario, entre “con permisos” y empujones fue
saliendo poco a poco de aquel gentío que cada vez crecía más y más. Cuando casi
podía ver la salida a pocos metros de distancia en donde se encontraba un
camión idéntico al que había llegado, una pequeña mano lo detuvo. Una niña que
llevaba en una cajita de mazapanes lo miraba desde abajo con gesto de reproche.
Ramiro, que era un hombre recio pero con gran debilidad por las personas
indefensas, se inclinó para decirle que en este momento no podía comprarle
ningún mazapán. La niña, ofendida, le contestó:
—Qué mazapán ni qué nada, Usté
no se puede ir hasta que termine de hablar ese señor.
—¿Y quién es ese señor?—
preguntó Ramiro intrigado.
—Pues la víbora con pelos—
Ramiro no entendió nada y le soltó tres pesos dentro de la cajita y, sin
lastimarla, logró que le soltara el brazo. Emprendió nuevamente su huida, para
su buena fortuna, el camión estaba siendo abordado por un grupo de gringos que
tenían la misma pulsera que él, saludó fugazmente y se acomodó en un asiento en
el segundo piso. Desde ese lugar seguro, observó cómo los chinos lo buscaban
entre la multitud. Su teléfono celular comenzó a vibrar, lo tomó entre sus
manos como dudando entre contestar la llamada o quedarse atento a lo que hacían
los chinos. Decidió que debía atender el llamado, podría ser su madre que le
hablaría para saber cómo estaba su pequeñito por aquella terrible ciudad, o su
superior en la comandancia para recriminarle el haberse ido sin siquiera
terminar los reportes semanales. Dejó de pensar y contestó:
—Bueno, bueno, ¿sí, quién
habla?— un poco de interferencia se escuchó del otro lado. Su mirada seguía
atenta a los movimientos de los chinos los cuales corrían de un lado a otro
creyendo haberlo encontrado; no dejó de mirarlos hasta que el camión arrancó.
Se sintió a salvo tan solo por un segundo, la voz metálica que lo saludó lo
puso en alerta nuevamente.
—Sargento Paredes, espero que
haya pensado en mi oferta— debía tratarse de la misma persona que lo localizó
hace ya varios días en el Motel de La Mona. Ramiro, muy serio, contestó:
—¿Dónde lo tienes?—
refiriéndose a Francisco.
—Muy bien, veo que ya se
enteró— contestó la férrea voz, —supongo que ahora sí está dispuesto a
negociar, le dije que cuidara a los suyos y ya veo que ahora sí está tomando mi
consejo— Ramiro siguió hablando pausadamente, no quería sobresaltar al gringo
octogenario que había tomado un lugar enseguida de él.
—Te daré lo que quieras, sólo
dime dónde está.
—Pues no le va a salir barato,
digamos que los favores ya no me interesan. ¿En cuánto tiempo puede juntarme
$100,000.00 pesos?— Ramiro suspiró aliviado, ya estaban negociando, eso quería
decir que su compadre estaba sano y salvo, secuestrado pero sano y salvo.
—Pues déjeme ver cómo los
consigo, pero de que los consigo los consigo, ¿cómo sería el intercambio?—
increpó Ramiro tratando de averiguar un poco más.
—Mire, pues qué le parece si
se lo pongo en un portafolio, usted pone la lana en uno igual, de color negro
para no llamar la atención y me lo deja en medio de la plaza Hidalgo— Ramiro se
sobresaltó y sin importarle quien estuviera sentado enseguida le gritoneó al
teléfono.
—¡Hijo de la chingada! ¡Ya lo
descuartizaste! ¿Cómo chingados vas a meter a mi compadre en un portafolio?— la
voz no contestó por unos segundos, silencio que se volvió eterno para Ramiro.
Después, la voz volvió a hablar.
—¿Pues de qué está
hablando?¿Cuál compadre?
—Pues de Francisco ¡chingado!
¡Al que metió en un portafolio! — dijo iracundo.
—¿Que no estamos hablando del
video?— respondió la voz.
—¿Cuál video? — preguntó
Ramiro intrigado.
—Pues el de Fermín y Lucas
cobrándole a las putas— un silencio
reinó en la llamada por el desconcierto de Ramiro, se le quedó viendo al
celular y sin pensarlo colgó. Bonita estupidez de quererlo extorsionar por las
tonterías que hicieran aquel par de idiotas. Se quedó pensativo, recordó que la
primera llamada de aquel sujeto había sido el detonante para su búsqueda.
—Bueno, Ramirito, ya viniste
hasta acá buscando a tu compadre, mínimo hay que ver qué anda haciendo tan
lejos de la casa, no vaya a ser que le pase algo y necesite tu ayuda— se dijo a
sí mismo como si la voz de su conciencia le hablara en tercera persona tratando
de justificar lo injustificable. Revisó que en la bolsa de la camisa trajera el
papelito en donde apuntó la dirección que le dio el hombrecillo de la otrora
casa de Abril. Lo confirmó, le dio dos palmaditas y se relajó en el asiento
cerrando los ojos. Estaba a punto de quedarse dormido cuando escuchó al nuevo
guía decir por el micrófono.
—Espero que les haya gustado
el paseo por las pirámides, ahorita que regresemos a la ciudad de Pachuca
podrán comprar todos los souvenirs que quieran. ¡Tenemos gran variedad!
[1] Es el cerro de
mayor elevación del municipio de
Chihuahua, México. Se encuentra al sur de la ciudad. Desde él se puede apreciar
gran parte de ella. Tiene una altura de 2,300 m.
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