El cielo estaba despejado por completo, sin embargo,
Ramiro Paredes miraba por su ventana cada tres minutos para percatarse de que a
ninguna nube se le ocurriera asomarse en el horizonte. Le daba pánico volar y
más aún dentro de una tormenta, le parecía inconcebible que un pedazo de metal
tan grande como un avión se pudiera mantener en el aire por sí solo, cosas de
gringos locos. Llamaron a la puerta de su oficina, permitió la entrada con un
—adelante, caminante— vio entrar al Piochas con un par de muletas en la mano.
—¿Qué pasó, Piochas, ya está
todo listo?
—Sí, sargento, ya le
preparamos la maleta, le guardamos las armas, le dejamos comida para una semana
a su perico y le apuntamos nuevamente su número celular en la libreta de
direcciones de su amá como nos indicó.
—Bien, hasta que hacen lo
que se les pide. Vámonos pues que se nos hace tarde pa’ mandarme como paquete
por los aires— Ramiro tomó de su escritorio un expediente de color verde que
contenía toda la información que había recopilado en los últimos días con
relación a la desaparición de su amigo, entre otras cosas la entrevista del
inquilino poco amigable que vivía en la casa donde antes vivió Abril, un par de
fotografías del cuerpo colgado del licenciado Fernández que había extraído en
secreto de los archivos forenses de la corporación, la declaración de un
testigo que vio que a Francisco lo habían bajado de una camioneta de lujo con
exceso de violencia y los resultados de ADN del análisis que le realizó a una
colilla de cigarro que había dejado tirada Francisco en la patrulla de Ramiro
aquella noche hacía varias semanas atrás, esto en caso de que necesitara
reconocer el cuerpo de su amigo. Había hecho bien su trabajo, no encontraba
ningún probable móvil sobre la desaparición, pero descubrió que su amigo había
abordado un avión a la Ciudad de México la semana pasada por lo que, sin
esperar nada, ni siquiera el permiso de sus superiores para viajar, compró el
primer boleto de avión en oferta de la aerolínea más barata con la esperanza de
encontrarlo. Salió de su oficina seguido por el Piochas, caminó por los
pasillos casi desiertos de la comandancia de policía de la zona norte. Tal era
su mala suerte que le había tocado viajar a la misma hora en que la selección
mexicana disputaba un partido sin chiste contra una selección que nadie
siquiera ubicaba en qué continente estaba el país al que pertenecía, pero como
buenos mexicanos, el partido de la selección era el pretexto perfecto para
dejar sus obligaciones a un lado y sentirse exageradamente patrióticos
gritándole vivas a México, claro estaba, esa ilusión de patriotismo sólo duraba
hasta que el equipo rival hiciera un gol. A partir de ese momento, la decepción
era absoluta, se sentía en el ambiente un desasosiego por el terrible equipo de
fútbol que se tenía, todos se convertían automáticamente en técnicos deportivos
dando sus opinión de lo que sería mejor para el equipo, sin embargo, este no
era motivo suficiente para apagar la televisión y volver a los asuntos
cotidianos, se debía sufrir hasta el final. Ramiro continuó su camino con rumbo
a la entrada principal, sentía cierta tristeza por la despedida tan
desangelada, nadie más que el Piochas para decirle “buen viaje”. Se sintió
engañado y abandonado, no era posible que a nadie le importara acompañarlo en
el inicio de esta gran aventura, estaba seguro de que toda la fuerza de policía
de esa zona, con excepción de su jefe claro estaba, conocía la hora de su
partida, no en vano había platicado la forma heroica en que salvaría a su
compadre unas mil veces cambiando el final sutilmente en cada repetición para
crear, según él, la sorpresa concluyente que debiera tener cada historia. Salió
del edificio sin sonreír, llegó a la puerta de la patrulla y dio media vuelta,
observó por unos breves segundos la comandancia, esperaba a que alguien saliera
a despedirlo, nada ocurrió. Entró al vehículo refunfuñando, esperó a que el
Piochas subiera pero eso tampoco ocurrió, lo buscó con la mirada y lo encontró
parado a la mitad del estacionamiento volteando a ver las muletas que llevaba
en la mano. Ramiro, extrañado, abrió la puerta de copiloto nuevamente y bramó
—¿qué haces ahí parado que no vez que tengo prisa?— el Piochas, sin saber
exactamente qué hacer, corrió a la patrulla y se acomodó detrás del volante,
—¡enciende el auto, por amor de Dios!— gruñó nuevamente a Fermín quien, con
notorio nerviosismo, hizo su confesión del momento.
—No puedo— la mirada fija
que le daba su jefe le dio comezón en la cara, —discúlpeme sargento, pero creo
que las llaves las tiene Lucas— a Ramiro le comenzaron a cosquillear las manos
como indicándole que había llegado el momento de ahorcar a este desecho de la
academia policiaca. Se tranquilizó, nadie le creería que el Piochas se había
suicidado con sus propias manos, contó hasta tres y preguntó firme pero sereno,
—¿y dónde está ese huevón?— el Piochas, con la mirada en el suelo como niño
regañado, contestó —creo que se me olvidó en su casa—.
—¿En la mía?— cuestionó incrédulo
Ramiro, —casi creo que sí— respondió apenado y confundido. El Piochas, tratando
de liberar la tensión, soltó una risa nerviosa y continuó —es que hace como una
hora estábamos en casa de su mamá preparando todo lo de su viaje, cuando
terminamos, me pidió Lucas que fuera a su carro por las muletas para venir por
usted. Ya ve que desde que se pegó un tiro en el pie por “accidente” pues no
puede caminar como gente normal, el punto es que cuando llegué al carro usted
me llamó por la radio y me dijo que viniéramos inmediatamente para acá y pues
me vine rapidito y sin pensarla, pero ahora que lo pienso se me hace que se me
olvidó Lucas— Ramiro, sin entender nada de lo que decía Fermín, preguntó
confundido y con un tono de voz bastante más elevado.
—Entonces te viniste en el carro de Lucas,
supongo, ¿dónde está? Para podernos ir.
—No, me vine con memo, el
del archivo, me dio un aventón porque a mí se me habían olvidado las llaves y
cuando iba a cruzar la calle de regreso a casa de su mamá me lo topé— Ramiro,
sin entender exactamente qué es lo que había pasado, soltó un suspiro. Ya
sospechaba que algo iba a salir mal, pidió un taxi para que los llevara al
aeropuerto, ruta que fue modificada a mitad del camino por el Piochas, pues
también se le había olvidado la maleta junto con Lucas.
Estacionado frente a casa de
su madre, Ramiro vio cómo sin su estrecha vigilancia habían aparecido un par de
nubes en el firmamento.
—Sólo son dos nubecitas
Ramiro, nada de qué preocuparse— se dijo a sí mismo antes de que arrancara el
carro de sitio con su mamá, Fermín, Lucas, las maletas y él mismo abordo.
En otra parte del mundo, el
licenciado Fernández venía plácidamente dormido mientras volaba sobre el mar de
regreso a México. Soñaba con un coñac, con su silla ejecutiva y el gran puro
que le esperaba en casa, se había tomado unas pastillas para poder dormir.
Madrid le había puesto los nervios de punta, estaba harto de ese acento tan
diferente al suyo, de comportarse como un monje día y noche sabiendo que de
monje o santo, no tenía nada. Desde que subió al avión se sintió tranquilo, ya
no se sentía perseguido, su conciencia se estaba apaciguando, tal vez la paz
interior que pregonaba Regina lo había cambiado, tal vez sólo un poco. Despertó
con esa idea en la cabeza y, al hacerlo, sonrió de forma sarcástica, entre
dormido y despierto empezó a elaborar su agenda mentalmente, a trazar muy bien
sus pasos, tenía ansias de conocer el progreso de Francisco. Por más estúpido
que lo considerara estaba seguro de que ya había descubierto su camino hasta la
Ciudad de México, su plan comenzaba a caminar, lo había dejado libre como un
perro sabueso. “Siembra una duda, si el terreno es fértil florecerá” y eso
esperaba, más bien, todo su plan dependía de ello. Pidió un brandy, necesitaba
humedecer su garganta, la azafata lo trajo diligentemente, en primera clase
todos eran diligentes. Mojó primero sus labios, pausadamente fue dando pequeños
sorbos a la copita que tenía en sus manos, el alcohol lo hacía pensar mejor.
Una vez que llegara debía dirigirse al lugar que él ya conocía, sólo esperaba
que no fuese demasiado tarde, cerró los ojos nuevamente tratando de dormitar un
poco más. Detrás de las sombras de sus pensamientos se comenzó a formar una
silueta, poco a poco fue tomando forma, una nariz, orejas, pelo rubio, barbilla
hundida, ojos tristes, su hermano lo miraba desde un lugar más allá de los
sueños. Esta vez no tuvo miedo, esta vez no abrió los ojos queriendo regresar a
la realidad, lo miró con descaro, lo enfrentó.
—No te tengo miedo— le dijo
altaneramente, para su sorpresa, ese rostro inerte contestó.
—Es a ti a quien deberías de
temer, estás perdiendo el camino hermano, estás perdiendo hasta la propia
identidad— esta vez sí abrió los ojos, sabía que era producto de su
imaginación, sin embargo, escuchó algo que no quería oír, un reclamo filial del
otro lado de la luna. Prefirió solicitar un café, era mejor quedarse despierto
para evitar la interrupción de sus pensamientos. Con su mano derecha tentó la
bolsa interior de su saco, tocó con la yema de sus dedos el artículo que en él
cargaba. Esto sí era real, esto no era producto de su loca imaginación. Lo sacó
cuidadosamente y lo apretó con el puño cerrado aferrándose a él como si todo lo
que pasaba en el mundo valiera la pena sólo por ese artículo. Estaba como
hipnotizado, no se atrevía a abrir la palma de su mano y observarlo con sus
propios ojos, ¿o sí se atrevería? Uno a uno, sus dedos fueron cediendo como
pequeños candados coordinados, el meñique primero, luego el anular, el índice
siguió el mismo camino. En el momento en que los dos últimos estaban por extenderse
por completo, una voz lo desconcentró y logró que por puro instinto de secrecía
guardara inmediatamente el artículo en la bolsa interior de su saco.
—Estimados pasajeros, les
informamos que en breve aterrizaremos, favor de colocar sus asientos en
vertical así como guardar la mesita que está enfrente de ustedes.
El licenciado Fernández hizo
lo propio con su asiento y se preparó para arribar una vez más a esa ciudad que
lo había cautivado hacía ya mucho años en su juventud. Ajustó su cinturón y
esperó.
Al llegar al aeropuerto, la
tormenta era total. Rayos, centellas y truenos estremecían hasta el mismo
suelo. Ramiro no lo podía creer, pareciese que el mundo quisiera decirle que ir
era una equivocación, aún con el miedo que le producían las gotas de lluvia
cayendo como cascada sobre sí, tomó sus maletas y, sin despedirse de nadie en
el carro de sitio, corrió hasta la entrada de cristal del aeropuerto “Capitán
Roberto Fierro”. Más que sentirse aliviado porque su madre, Fermín y Lucas lo
hubiesen acompañado, se consideró patético por haber reunido ese trío de locos
en un vehículo tan pequeño. Sintió pena por el taxista que tendría que soportar
sus pláticas enredadas y sin sentido todo el trayecto de regreso a sus casas.
Tomó sus maletas y se formó en la fila de tres personas que quedaban para
documentar equipaje, tenía una emoción extraña que nació en la boca del
estómago y subió lentamente por su garganta sin llegar a poder expulsarlo por
sus labios. Entendió que se había alojado en su párpado, cerró el ojo derecho y
dejó caer esa lágrima llena de sentimiento, de nostalgia y de miedo a lo
desconocido. Justo había entregado su maleta a los encargados de la aerolínea
cuando dejó caer la segunda lágrima, debía de apurarse a subir al avión antes
de que se convirtiera en una magdalena en plena plaza principal del aeropuerto.
Tomó su maletín y caminó al detector de metales que era pasada obligatoria para
abordar el avión, recordó que en su espalda, sujeta con su cinturón, traía colgando
a la “ciruela pasa”, su revólver calibre 45. Le entró el pánico en el cuerpo,
los que vigilaban que no subieran armas a los aviones eran policías federales,
enemigos declarados de los municipales tanto por jerarquías como por origen. La
salvación llegó como todo, de sorpresa y en el momento en que debe de ser. La
guitarra estalló de pronto en júbilo, la voz de un conjunto norteño en
estruendo se escuchó por todo el aeropuerto. “Algo se muere en el alma cuando
un amigo se va, y va dejando una huella que no se puede borrar”, reconoció la
canción, era una de su favoritas, se llamaba “Sevillanas del adiós”, aunque en
la voz de un grupo norteño no era la misma. Al igual que todos en el
aeropuerto, giró su cabeza a la puerta principal por donde provenía la música,
la primera persona la reconoció de inmediato, era La Mona cargando un ramo de
flores blancas. Ramiro se emocionó hasta el alma, detrás la seguían el Piochas
y Lucas quienes prácticamente arrastraban a su anciana madre. Uno a uno de los
policías municipales que lo habían ignorado por completo esa misma tarde
hicieron orden de aparición, se abalanzaron ante él deseándole que le fuera muy
bien en su viaje. Ramiro podía distinguir el aliento alcohólico en algunos de
sus compañeros, todo aquello era una gran fiesta, primero porque México había
ganado el partido y segundo porque Ramiro se iba en busca de su gran aventura.
Era realmente impresionante el despapaye que se estaba armando, al grado que el
capitán del avión en el que viajaría Ramiro bailaba alegre al son de la
tambora. Con un llanto incesante, Ramiro se despidió como si se fuera ir por
todo un año, repartió besos y abrazos a todos los presentes, inclusive a gente
que no tenían nada que ver con él. Por equivocación, abrazó efusivamente a un
chino que se dirigía a la sala de abordar, el chino, molesto, empujó a Ramiro
para que lo soltara, esto casi logra aguadar la fiesta, sin embargo, Ramiro no
le hizo caso y siguió cantando. Lucas la tomó personal con el chino y lo
persiguió con la excusa de darle una disculpa por parte de su jefe, lo
convenció de que los abrazos en México eran muy normales y en ningún caso se
debería de sentir ofendido si alguien le diera uno. El chino se disculpó por su
actitud y accedió a darle un abrazo de despedida a Lucas el cual aprovechó para
deslizarle en la bolsa del saco la pistola 45 que hacía unos momentos le había
entregado Ramiro para su resguardo. La fiesta poco a poco se apagó hasta el
momento en que Ramiro recordó que tenía que tomar un vuelo, se despidió por última
vez y se dirigió a las bandas metálicas. Prácticamente lo dejaron pasar sin
revisarlo a pesar de que la hebilla de su cinto había hecho sonar la chicharra.
Los federales estaban muy ocupados tratando de someter a un chino que había
intentado introducir un arma al avión. Ramiro siguió hacia la sala de espera
haciendo plática casual con una señora que llevaba todo su equipaje en bolsas
de plástico de las tiendas Soriana.
—Fíjese usted qué barbaridad, tan buena persona que se veía el chino ese, muy
trajeadito y toda la cosa, ya no se puede confiar uno en nadie— comentó la
señora plastificada. Ramiro sólo se preocupó por contestar en forma despectiva.
—Pinches chinos, como son un
chingo hacen lo que se les da la gana. Gracias a Dios tenemos autoridades
responsables— minutos después subieron al avión. El sol los saludó por las
pequeñas ventanillas, el cielo se estaba despejando, la azafata le ofreció a
Ramiro una cerveza, ajusto su cinturón y comenzó a rezar. Todo en orden.
Mucho menos festiva y
pintoresca fue la llegada del licenciado Fernández a México. Nadie lo esperaba.
Bajó del avión, caminó solo hasta la sala donde le entregarían su maletas, las
tomó y revisó cuidadosamente que no existiera algún deterioro a sus
pertenencias, se caló la gorra que llevaba puesta para ocultar su cabello
despeinado por 12 horas de sueño en el aire, ajustó los lentes oscuros sobre su
nariz y salió al bullicio de la calle. Entre un sin fin de taxistas que le
solicitaban llevarlo, escogió uno al azar. Subió y esperó a que aquel conductor
de tez morena lo llevara a su destino.
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