viernes, 9 de enero de 2015

Capitulo 28



El cielo estaba despejado por completo, sin embargo, Ramiro Paredes miraba por su ventana cada tres minutos para percatarse de que a ninguna nube se le ocurriera asomarse en el horizonte. Le daba pánico volar y más aún dentro de una tormenta, le parecía inconcebible que un pedazo de metal tan grande como un avión se pudiera mantener en el aire por sí solo, cosas de gringos locos. Llamaron a la puerta de su oficina, permitió la entrada con un —adelante, caminante— vio entrar al Piochas con un par de muletas en la mano.
—¿Qué pasó, Piochas, ya está todo listo?
—Sí, sargento, ya le preparamos la maleta, le guardamos las armas, le dejamos comida para una semana a su perico y le apuntamos nuevamente su número celular en la libreta de direcciones de su amá como nos indicó.
—Bien, hasta que hacen lo que se les pide. Vámonos pues que se nos hace tarde pa’ mandarme como paquete por los aires— Ramiro tomó de su escritorio un expediente de color verde que contenía toda la información que había recopilado en los últimos días con relación a la desaparición de su amigo, entre otras cosas la entrevista del inquilino poco amigable que vivía en la casa donde antes vivió Abril, un par de fotografías del cuerpo colgado del licenciado Fernández que había extraído en secreto de los archivos forenses de la corporación, la declaración de un testigo que vio que a Francisco lo habían bajado de una camioneta de lujo con exceso de violencia y los resultados de ADN del análisis que le realizó a una colilla de cigarro que había dejado tirada Francisco en la patrulla de Ramiro aquella noche hacía varias semanas atrás, esto en caso de que necesitara reconocer el cuerpo de su amigo. Había hecho bien su trabajo, no encontraba ningún probable móvil sobre la desaparición, pero descubrió que su amigo había abordado un avión a la Ciudad de México la semana pasada por lo que, sin esperar nada, ni siquiera el permiso de sus superiores para viajar, compró el primer boleto de avión en oferta de la aerolínea más barata con la esperanza de encontrarlo. Salió de su oficina seguido por el Piochas, caminó por los pasillos casi desiertos de la comandancia de policía de la zona norte. Tal era su mala suerte que le había tocado viajar a la misma hora en que la selección mexicana disputaba un partido sin chiste contra una selección que nadie siquiera ubicaba en qué continente estaba el país al que pertenecía, pero como buenos mexicanos, el partido de la selección era el pretexto perfecto para dejar sus obligaciones a un lado y sentirse exageradamente patrióticos gritándole vivas a México, claro estaba, esa ilusión de patriotismo sólo duraba hasta que el equipo rival hiciera un gol. A partir de ese momento, la decepción era absoluta, se sentía en el ambiente un desasosiego por el terrible equipo de fútbol que se tenía, todos se convertían automáticamente en técnicos deportivos dando sus opinión de lo que sería mejor para el equipo, sin embargo, este no era motivo suficiente para apagar la televisión y volver a los asuntos cotidianos, se debía sufrir hasta el final. Ramiro continuó su camino con rumbo a la entrada principal, sentía cierta tristeza por la despedida tan desangelada, nadie más que el Piochas para decirle “buen viaje”. Se sintió engañado y abandonado, no era posible que a nadie le importara acompañarlo en el inicio de esta gran aventura, estaba seguro de que toda la fuerza de policía de esa zona, con excepción de su jefe claro estaba, conocía la hora de su partida, no en vano había platicado la forma heroica en que salvaría a su compadre unas mil veces cambiando el final sutilmente en cada repetición para crear, según él, la sorpresa concluyente que debiera tener cada historia. Salió del edificio sin sonreír, llegó a la puerta de la patrulla y dio media vuelta, observó por unos breves segundos la comandancia, esperaba a que alguien saliera a despedirlo, nada ocurrió. Entró al vehículo refunfuñando, esperó a que el Piochas subiera pero eso tampoco ocurrió, lo buscó con la mirada y lo encontró parado a la mitad del estacionamiento volteando a ver las muletas que llevaba en la mano. Ramiro, extrañado, abrió la puerta de copiloto nuevamente y bramó —¿qué haces ahí parado que no vez que tengo prisa?— el Piochas, sin saber exactamente qué hacer, corrió a la patrulla y se acomodó detrás del volante, —¡enciende el auto, por amor de Dios!— gruñó nuevamente a Fermín quien, con notorio nerviosismo, hizo su confesión del momento.
—No puedo— la mirada fija que le daba su jefe le dio comezón en la cara, —discúlpeme sargento, pero creo que las llaves las tiene Lucas— a Ramiro le comenzaron a cosquillear las manos como indicándole que había llegado el momento de ahorcar a este desecho de la academia policiaca. Se tranquilizó, nadie le creería que el Piochas se había suicidado con sus propias manos, contó hasta tres y preguntó firme pero sereno, —¿y dónde está ese huevón?— el Piochas, con la mirada en el suelo como niño regañado, contestó —creo que se me olvidó en su casa—.
            —¿En la mía?— cuestionó incrédulo Ramiro, —casi creo que sí— respondió apenado y confundido. El Piochas, tratando de liberar la tensión, soltó una risa nerviosa y continuó —es que hace como una hora estábamos en casa de su mamá preparando todo lo de su viaje, cuando terminamos, me pidió Lucas que fuera a su carro por las muletas para venir por usted. Ya ve que desde que se pegó un tiro en el pie por “accidente” pues no puede caminar como gente normal, el punto es que cuando llegué al carro usted me llamó por la radio y me dijo que viniéramos inmediatamente para acá y pues me vine rapidito y sin pensarla, pero ahora que lo pienso se me hace que se me olvidó Lucas— Ramiro, sin entender nada de lo que decía Fermín, preguntó confundido y con un tono de voz bastante más elevado.
 —Entonces te viniste en el carro de Lucas, supongo, ¿dónde está? Para podernos ir.
—No, me vine con memo, el del archivo, me dio un aventón porque a mí se me habían olvidado las llaves y cuando iba a cruzar la calle de regreso a casa de su mamá me lo topé— Ramiro, sin entender exactamente qué es lo que había pasado, soltó un suspiro. Ya sospechaba que algo iba a salir mal, pidió un taxi para que los llevara al aeropuerto, ruta que fue modificada a mitad del camino por el Piochas, pues también se le había olvidado la maleta junto con Lucas.
Estacionado frente a casa de su madre, Ramiro vio cómo sin su estrecha vigilancia habían aparecido un par de nubes en el firmamento.
—Sólo son dos nubecitas Ramiro, nada de qué preocuparse— se dijo a sí mismo antes de que arrancara el carro de sitio con su mamá, Fermín, Lucas, las maletas y él mismo abordo.
En otra parte del mundo, el licenciado Fernández venía plácidamente dormido mientras volaba sobre el mar de regreso a México. Soñaba con un coñac, con su silla ejecutiva y el gran puro que le esperaba en casa, se había tomado unas pastillas para poder dormir. Madrid le había puesto los nervios de punta, estaba harto de ese acento tan diferente al suyo, de comportarse como un monje día y noche sabiendo que de monje o santo, no tenía nada. Desde que subió al avión se sintió tranquilo, ya no se sentía perseguido, su conciencia se estaba apaciguando, tal vez la paz interior que pregonaba Regina lo había cambiado, tal vez sólo un poco. Despertó con esa idea en la cabeza y, al hacerlo, sonrió de forma sarcástica, entre dormido y despierto empezó a elaborar su agenda mentalmente, a trazar muy bien sus pasos, tenía ansias de conocer el progreso de Francisco. Por más estúpido que lo considerara estaba seguro de que ya había descubierto su camino hasta la Ciudad de México, su plan comenzaba a caminar, lo había dejado libre como un perro sabueso. “Siembra una duda, si el terreno es fértil florecerá” y eso esperaba, más bien, todo su plan dependía de ello. Pidió un brandy, necesitaba humedecer su garganta, la azafata lo trajo diligentemente, en primera clase todos eran diligentes. Mojó primero sus labios, pausadamente fue dando pequeños sorbos a la copita que tenía en sus manos, el alcohol lo hacía pensar mejor. Una vez que llegara debía dirigirse al lugar que él ya conocía, sólo esperaba que no fuese demasiado tarde, cerró los ojos nuevamente tratando de dormitar un poco más. Detrás de las sombras de sus pensamientos se comenzó a formar una silueta, poco a poco fue tomando forma, una nariz, orejas, pelo rubio, barbilla hundida, ojos tristes, su hermano lo miraba desde un lugar más allá de los sueños. Esta vez no tuvo miedo, esta vez no abrió los ojos queriendo regresar a la realidad, lo miró con descaro, lo enfrentó.
—No te tengo miedo— le dijo altaneramente, para su sorpresa, ese rostro inerte contestó.
—Es a ti a quien deberías de temer, estás perdiendo el camino hermano, estás perdiendo hasta la propia identidad— esta vez sí abrió los ojos, sabía que era producto de su imaginación, sin embargo, escuchó algo que no quería oír, un reclamo filial del otro lado de la luna. Prefirió solicitar un café, era mejor quedarse despierto para evitar la interrupción de sus pensamientos. Con su mano derecha tentó la bolsa interior de su saco, tocó con la yema de sus dedos el artículo que en él cargaba. Esto sí era real, esto no era producto de su loca imaginación. Lo sacó cuidadosamente y lo apretó con el puño cerrado aferrándose a él como si todo lo que pasaba en el mundo valiera la pena sólo por ese artículo. Estaba como hipnotizado, no se atrevía a abrir la palma de su mano y observarlo con sus propios ojos, ¿o sí se atrevería? Uno a uno, sus dedos fueron cediendo como pequeños candados coordinados, el meñique primero, luego el anular, el índice siguió el mismo camino. En el momento en que los dos últimos estaban por extenderse por completo, una voz lo desconcentró y logró que por puro instinto de secrecía guardara inmediatamente el artículo en la bolsa interior de su saco.
—Estimados pasajeros, les informamos que en breve aterrizaremos, favor de colocar sus asientos en vertical así como guardar la mesita que está enfrente de ustedes.
El licenciado Fernández hizo lo propio con su asiento y se preparó para arribar una vez más a esa ciudad que lo había cautivado hacía ya mucho años en su juventud. Ajustó su cinturón y esperó.
Al llegar al aeropuerto, la tormenta era total. Rayos, centellas y truenos estremecían hasta el mismo suelo. Ramiro no lo podía creer, pareciese que el mundo quisiera decirle que ir era una equivocación, aún con el miedo que le producían las gotas de lluvia cayendo como cascada sobre sí, tomó sus maletas y, sin despedirse de nadie en el carro de sitio, corrió hasta la entrada de cristal del aeropuerto “Capitán Roberto Fierro”. Más que sentirse aliviado porque su madre, Fermín y Lucas lo hubiesen acompañado, se consideró patético por haber reunido ese trío de locos en un vehículo tan pequeño. Sintió pena por el taxista que tendría que soportar sus pláticas enredadas y sin sentido todo el trayecto de regreso a sus casas. Tomó sus maletas y se formó en la fila de tres personas que quedaban para documentar equipaje, tenía una emoción extraña que nació en la boca del estómago y subió lentamente por su garganta sin llegar a poder expulsarlo por sus labios. Entendió que se había alojado en su párpado, cerró el ojo derecho y dejó caer esa lágrima llena de sentimiento, de nostalgia y de miedo a lo desconocido. Justo había entregado su maleta a los encargados de la aerolínea cuando dejó caer la segunda lágrima, debía de apurarse a subir al avión antes de que se convirtiera en una magdalena en plena plaza principal del aeropuerto. Tomó su maletín y caminó al detector de metales que era pasada obligatoria para abordar el avión, recordó que en su espalda, sujeta con su cinturón, traía colgando a la “ciruela pasa”, su revólver calibre 45. Le entró el pánico en el cuerpo, los que vigilaban que no subieran armas a los aviones eran policías federales, enemigos declarados de los municipales tanto por jerarquías como por origen. La salvación llegó como todo, de sorpresa y en el momento en que debe de ser. La guitarra estalló de pronto en júbilo, la voz de un conjunto norteño en estruendo se escuchó por todo el aeropuerto. “Algo se muere en el alma cuando un amigo se va, y va dejando una huella que no se puede borrar”­, reconoció la canción, era una de su favoritas, se llamaba “Sevillanas del adiós”, aunque en la voz de un grupo norteño no era la misma. Al igual que todos en el aeropuerto, giró su cabeza a la puerta principal por donde provenía la música, la primera persona la reconoció de inmediato, era La Mona cargando un ramo de flores blancas. Ramiro se emocionó hasta el alma, detrás la seguían el Piochas y Lucas quienes prácticamente arrastraban a su anciana madre. Uno a uno de los policías municipales que lo habían ignorado por completo esa misma tarde hicieron orden de aparición, se abalanzaron ante él deseándole que le fuera muy bien en su viaje. Ramiro podía distinguir el aliento alcohólico en algunos de sus compañeros, todo aquello era una gran fiesta, primero porque México había ganado el partido y segundo porque Ramiro se iba en busca de su gran aventura. Era realmente impresionante el despapaye que se estaba armando, al grado que el capitán del avión en el que viajaría Ramiro bailaba alegre al son de la tambora. Con un llanto incesante, Ramiro se despidió como si se fuera ir por todo un año, repartió besos y abrazos a todos los presentes, inclusive a gente que no tenían nada que ver con él. Por equivocación, abrazó efusivamente a un chino que se dirigía a la sala de abordar, el chino, molesto, empujó a Ramiro para que lo soltara, esto casi logra aguadar la fiesta, sin embargo, Ramiro no le hizo caso y siguió cantando. Lucas la tomó personal con el chino y lo persiguió con la excusa de darle una disculpa por parte de su jefe, lo convenció de que los abrazos en México eran muy normales y en ningún caso se debería de sentir ofendido si alguien le diera uno. El chino se disculpó por su actitud y accedió a darle un abrazo de despedida a Lucas el cual aprovechó para deslizarle en la bolsa del saco la pistola 45 que hacía unos momentos le había entregado Ramiro para su resguardo. La fiesta poco a poco se apagó hasta el momento en que Ramiro recordó que tenía que tomar un vuelo, se despidió por última vez y se dirigió a las bandas metálicas. Prácticamente lo dejaron pasar sin revisarlo a pesar de que la hebilla de su cinto había hecho sonar la chicharra. Los federales estaban muy ocupados tratando de someter a un chino que había intentado introducir un arma al avión. Ramiro siguió hacia la sala de espera haciendo plática casual con una señora que llevaba todo su equipaje en bolsas de plástico de las tiendas Soriana. —Fíjese usted qué barbaridad, tan buena persona que se veía el chino ese, muy trajeadito y toda la cosa, ya no se puede confiar uno en nadie— comentó la señora plastificada. Ramiro sólo se preocupó por contestar en forma despectiva.
—Pinches chinos, como son un chingo hacen lo que se les da la gana. Gracias a Dios tenemos autoridades responsables— minutos después subieron al avión. El sol los saludó por las pequeñas ventanillas, el cielo se estaba despejando, la azafata le ofreció a Ramiro una cerveza, ajusto su cinturón y comenzó a rezar. Todo en orden.
Mucho menos festiva y pintoresca fue la llegada del licenciado Fernández a México. Nadie lo esperaba. Bajó del avión, caminó solo hasta la sala donde le entregarían su maletas, las tomó y revisó cuidadosamente que no existiera algún deterioro a sus pertenencias, se caló la gorra que llevaba puesta para ocultar su cabello despeinado por 12 horas de sueño en el aire, ajustó los lentes oscuros sobre su nariz y salió al bullicio de la calle. Entre un sin fin de taxistas que le solicitaban llevarlo, escogió uno al azar. Subió y esperó a que aquel conductor de tez morena lo llevara a su destino.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario