miércoles, 3 de diciembre de 2014

Capitulo 19

Rocío por poco no alcanzaba a subirse al bocho verde de Francisco quien, en un ataque de euforia, había tomado la decisión de buscar a Abril. La esperanza de que ella estuviese viva cambiaba todo, en ese momento no era importante ni el cómo ni el por qué, si no simplemente la idea de recuperar lo perdido. En su mente sólo había un objetivo, tenía que ir nuevamente al despacho a buscar la dirección que le había mencionado el licenciado Fernández. No sabía cómo, ni le importaba si Abril tenía algo que ver en ese enredo. Lo más importante de todo era que ella podría estar viva y, si estaba viva, podría regresar con él y ser felices como antes. El bocho corría como nunca en su larga trayectoria automotriz, brincaba los baches, derrapaba en las vueltas y hacía caso omiso de las señales de tránsito. Fue cuestión de pocos minutos en que se encontraron enfrente del despacho de los Fernández, Rocío se apresuró a quitarse el cinturón de seguridad y se preparó para la loca carrera que haría al seguir a Francisco en cuanto bajara del automóvil. 
Para su sorpresa, Francisco no se movió, se mantenía estático al volante con la mirada al frente. Le dijo, —si Abril está viva, ¿por qué no me buscó?— sentía cómo la felicidad se desvanecía, —¿por qué me hizo creer que estaba muerta?— no más emociones, —¿por qué me hizo sufrir toda esta agonía?— el vacío lo invadía lentamente, el shock inicial estaba perdiendo efecto, comenzaban las dudas, la lógica, las cosas no cuadraban. Por fin se bajó del automóvil, con su mente hecha un torbellino enfiló en dirección a la puerta principal del despacho. Quitaron los cordones amarillos policíacos y entraron, Rocío siempre le seguía los pasos a prudente distancia. Francisco se notaba molesto, mejor dicho, encabronado. Caminó dando tumbos hasta el primer escritorio de la planta baja el cual era utilizado por Blanquita, la recepcionista del despacho; dejaba mucho qué desear con respecto a la organización y pulcritud de su área de trabajo. Francisco, echando fuego en la mirada y espuma por la boca en sentido figurado, arremetió sin ninguna razón contra el monitor de Blanquita el cual tenía la pantalla rodeada de post-its de colores rosas, azules y amarillos; asemejaban una exótica flor tropical. Golpeó con el puño justo en la pantalla, la cual reflejaba su propia imagen. El aparato salió disparado del escritorio con dirección a donde estaba Rocío, el estruendo que provocó el choque de la máquina contra el suelo y el posterior eco que retumbó en los oídos de las únicas dos personas que se encontraban ahí calmó a Francisco. Parecía como si la destrucción en vano de ese aparato hubiera logrado desahogar su furia o mitigarla por el momento. Se serenó, intercambió miradas con Rocío que estaba un poco espantada con la reacción bipolar de Francisco. Se mantenía parada enseguida de la puerta principal, como si no se decidiera entre marcharse o aguantar un poco más para ver en qué terminaba todo.
—Lo siento, Chío, no quise asustarte, lo que pasa es que no deja de darme vueltas la cabeza y no logro entender qué es lo que está sucediendo— se justificó Francisco. Ella, con la voz un poco temblorosa, intentó calmarlo.
—No te preocupes, Pancho, sé que es difícil lo que estás viviendo. Si yo, que se supone que soy la más letrada de los dos, confieso que me encuentro confundida…
—¿Confundida? confundida es cuando vas a salir de tu casa y no recuerdas dónde dejaste las llaves del coche. Esto, esto es un pinche desmadre— embistió Francisco rudamente. Sentía que la sangre le volvía a subir por la cabeza, por más que lo pensaba y repensaba, la idea de que Abril estuviera viva le parecía cada vez más descabellada. Él había estado el día que murió, oyó sus gritos mientras se derrumbaba el edificio, él estuvo ahí cuando los bomberos lograron sacar el cuerpo calcinado de entre los escombros horas después. Si bien es cierto que era imposible reconocerlo, no podría ser el cuerpo de nadie más, tenía que ser de Abril. Sin embargo, entre más repasaba en su mente ese fatídico día, más dudas surgían, dudas que le daban esperanza.
—Bueno y qué si está viva y no recuerda nada, Chío, que tenga amnesia o algo así— expresó Francisco tratando de darle una explicación a sus pensamientos.
—Ay, Panchito, no juegues. Eso sólo puede pasar en alguna novela churra romántica, sólo falta que me digas que va a aparecer casada con un millonario que conoció cuando llegó a trabajar de sirvienta a casa de una malvada madrastra, ¿no crees?— comentó sarcásticamente, comentario que no fue para nada bien recibido por parte de Francisco quien se limitó a ignorarla y mejor se puso a buscar entre las cosas del escritorio de Blanquita el libro negro donde se guardaban todas las direcciones de los clientes y demandados. Lo encontró, estaba en el segundo cajón debajo de una caja de chocolates de los que sólo quedaban las envolturas y un agradable aroma a cacao. Rocío se acercó a donde estaba Francisco, sentía una terrible curiosidad por ver cuál era la dirección que estaba anotada en el libro, su intuición la estaba llamando a gritos, casi podría apostar cuál sería esa ubicación, sin embargo, podría haber sorpresas. Francisco abrió el libro, estaba clasificado por años, en los últimos tres el número 137 se encontraba vacío o tachado con la leyenda “cambio de domicilio”. El que correspondía al de hace cuatro, 2007, tenía una dirección escrita a mano con tinta finísima de color negro. Francisco se quedó helado, Rocío sonrió, había adivinado. La dirección era el antiguo departamento de Abril, el lugar donde su alumno había presenciado la muerte de su amor juvenil, otro golpe más al ya bastante noqueado intelecto de Francisco. En un gesto de auxilio, tomó del brazo a su mentora dejándole caer un poco el peso de su cuerpo. Rocío, en voz pausada, le sugirió que no era momento de derrumbarse, que debían ver qué era lo que estaba sucediendo y que probablemente en ese lugar encontrarían algunas respuestas, necesitaban ir inmediatamente.
—Chío, imagínate que toquemos y nos abra la puerta Abril. Sólo eso falta para volverme completamente loco— Rocío correspondió el comentario con una sonrisa a medias, no estaba segura de que esa idea fuera tan irracional. Regresaron al vehículo, esta vez Rocío tomó el volante, su exalumno no se encontraba en condiciones para manejar. Demasiadas cosas daban vueltas en su cabeza. El trayecto fue aburrido y sin sobresaltos, no platicaron nada salvo los breves “a la izquierda, a la derecha” que apuntaba Francisco de vez en cuando para guiar a Rocío por las calles de Chihuahua.
Llegaron al atardecer. En el mismo sitio donde hacía seis años sólo habían quedado escombros de lo que era un pequeño edificio, ahora se encontraba una modesta casita no mayor al diminuto cuarto donde solía vivir Abril. Los departamentos que hacían pasillo para llegar a esa edificación seguían sin cambio alguno, inclusive Francisco alcanzó a apreciar en el balcón del segundo piso del edificio de la derecha la misma ropa interior que dejaban colgada los inquilinos del 203 b.
Caminar rumbo a la puerta de la casita se le estaba haciendo eterno a Francisco, no había pisado ese suelo desde hacía más de cinco años, su cabeza seguía en espiral. Rocío tuvo que tocar a la puerta porque Francisco parecía estar ido, desconectado de la realidad. No hubo respuesta, sin embargo, se oyó ruido en el interior, tocó nuevamente agregando el distintivo llamado de las señoras que tocaban para pedir ya fuese una limosna o algo que vender “¡buenas tardes, señito!”. Dentro del domicilio se escucharon algunos murmullos y después nuevamente silencio. Francisco, con la cara encendida, golpeó la puerta primero con sus puños, después con la suela de sus pies. En una mezcla de cólera y ansiedad gritaba “¡Abril, Abril! ¡Ábreme, soy yo! ¡Por favor!”. La puerta se abrió de golpe, la figura semidesnuda que se asomó por el marco de la puerta salió al encuentro de las dos personas que irrumpían su intimidad.
__¡¿Cuál pinche Abril?! ¡¿Qué traes florecita?! ¡Ahora sí se te va a aparecer el chamuco!— era un hombre de mediana edad, bastante chaparro pero sin ser enano, robusto en toda la expresión. Parecía más bien un cubo medio calvo y gruñón que llevaba la barba mal rasurada. Para colmo, su atuendo que consistía en una toalla blanca enredada en la cintura le hacía ver como un trol salido de un cuento de hadas.             Con su mano derecha blandía una sartén con el que amenazaba a sus chocantes visitantes. Francisco, sin decir “agua va”, entró a la fuerza empujando a un lado al diminuto personaje quien, en un ataque de rabia por la intromisión en su vivienda, lanzó la sartén con todas sus fuerzas contra la nuca de Francisco dando justo en el blanco. Antes de perder el conocimiento alcanzó a escuchar al individuo vestido de griego decir en forma alegre y son de rima:
             —Cabeza grande y gran cabeza son dos cosas muy diversas, te creías muy listo florecita, ¿no? ¡Pues tenga, en la pura cabezota!
Francisco ya se estaba cansando de recibir golpes ¿Por qué tanta insistencia de los demás en darle justo ahí? Parafraseando al extraño individuo “justo ahí, en la cabezota”.
Entre sueños, volaba en ese inter de inconsciencia, relajado nuevamente se podía asomar a otros mundos, a otras historias que no eran la suya propia. Poco a poco fue recobrando el sentido, recordó dónde se encontraba y su cuerpo se tensó, sin embargo, en el momento de salir del mundo de los sueños y aterrizar en la realidad al contrario de lo que esperaba, una extraña paz reinaba en ese lugar. El hombre trol con toalla ya no gritaba ni rabiaba, más bien, llevaba una entretenida conversación con Rocío quien de vez en cuando soltaba una ligera risita coqueta. Francisco abrió los ojos, los encontró sentados en una mesita de tres patas tomando cerveza, el hombre se había puesto encima un saco de lana color café con parches en los codos pero sin ponerse camisa. Ahora ya no parecía mitológico, sino simplemente ridículo, sin embargo, Francisco pudo detectar la armonía entre esos dos seres humanos quienes charlaban como si fuesen viejos amigos. Siempre había admirado la habilidad de Rocío para congeniar, ojalá que en este caso les fuera de utilidad. Se levantó del suelo donde lo habían acomodado con una bolsa de hielos como almohada y caminó hasta donde estaban el hombre y Rocío.
—¿Ya le amaneció?, siéntese pues que está en su casa— le dijo el hombrecillo a Francisco mientras destapaba otra cerveza, —me dice la dama que se le perdió su vieja, que resulta que no se chamuscó y que anda de pachanga —.
Francisco no contestó nada, frunció el ceño y tomó a regañadientes la cerveza que le habían ofrecido. Le molestaba de sobremanera que se expresaran de esa forma de Abril, pero sinceramente para estos momentos ya no estaba seguro ni de qué pensar.
            —Francisco, este caballero me comenta que la casa es rentada, que él no conoce a ningún licenciado Fernández, que no sabe por qué alguien le mandaría esa carpeta—  expresó la maestra señalando con un gesto el portafolio color maní que yacía en la mesa, —pero me comenta este amable hombre que tiene poco viviendo aquí, que a lo mejor el licenciado Fernández querría que se la entregaras al dueño del lugar.
__Uh, pero buena suerte con ese tipo— dijo burlonamente el hombrecillo que no dejaba de mirar a Rocío, —¡es más!— alzó nuevamente la voz, —entre usted y yo se me hace que el que me la renta ha de ser narco o algo así. Fíjense que nunca lo he visto en persona, lo contacté por un anuncio en el periódico y toda la negociación fue por teléfono. La llave del departamento la encontré debajo del tapete, así fue como entré y aunque no me hace caso a ninguna de las cartas que le mando pidiéndole que arregle el aire acondicionado, este arreglo funciona para mí, así nadie viene a molestarme— dijo el hombrecillo viendo con ojos furiosos a Francisco, —yo sólo le mando la renta por correo mes con mes, bueno, a veces se me juntan dos o tres—. El hombrecillo hizo una pausa en su comentario y, como si acabara de descubrir algo en sus propias palabras, terminó diciendo  —si quieren les paso la dirección para que ustedes lo busquen — al decir esto, se levantó de la mesa y caminó hasta el refrigerador en donde tenía una colección poco armoniosa de imanes en las más variadas figuras. Retiró uno de ellos que estaba decorado con una pequeña catarina, tomó un sobre que decía con letra de pluma “renta”, se lo entregó a Rocío de forma muy ceremoniosa.
—Es usted muy gentil en darnos esta información, señor… eh, perdón, ¿cómo dijo que se llamaba?— señaló Rocío levantándose de la mesa dando por sentado que la conversación ya había terminado. Francisco se mantenía estático con la mirada clavada en el hombrecillo,  trataba de descifrar si decía la verdad o estaba ocultando algo.
—No lo dije, mi hermosa dama, razones personales tengo yo de no decirle mi nombre a todos a aquellos que tocan a mi puerta, sin embargo, si me da el placer de llevarla a cenar le aseguro que conocerá de mí mucho más que sólo mi nombre— expresó el hombrecillo de la manera más seductora que su calva y redonda cara le permitía.
—Muy galante usted, señor, pero, como verá, tenemos un misterio por resolver— contestó Rocío en el mismo tono casi sugerente del hombrecillo.
—Bueno, señora mía, si un día se anima, me llama. Mis amigos me dicen Gil pero para usted soy quien quiera— Francisco y Rocío caminaron por el pasillo de vuelta al Volkswagen.
            —Bueno, Chío, ¿a dónde vamos?, ¿está cerca la dirección del hombre misterioso?— Rocío mientras leía el sobre, respondió:
—Si quieres ir, ya se me hace que nos vamos yendo al aeropuerto, Panchito, que esto está en el D.F.—  Francisco sólo meneó la cabeza, estaba acostumbrándose a lo inesperado, de hecho, todo estaba tan enredado que la lógica había perdido su sentido, consideraba que ya nada podría sorprenderlo. Siguieron caminando en silencio por el pasillo hasta llegar al punto donde se termina la banqueta y comienza la calle.

—Oye, Rocío, ¿qué no dejamos el carro aquí?— comentó mientras los dos miraban para ambos lados de la calle completamente vacía, —¡mierda! — se escuchó que dijo.

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