Rocío por poco no alcanzaba a subirse al bocho verde
de Francisco quien, en un ataque de euforia, había tomado la decisión de buscar
a Abril. La esperanza de que ella estuviese viva cambiaba todo, en ese momento
no era importante ni el cómo ni el por qué, si no simplemente la idea de
recuperar lo perdido. En su mente sólo había un objetivo, tenía que ir
nuevamente al despacho a buscar la dirección que le había mencionado el
licenciado Fernández. No sabía cómo, ni le importaba si Abril tenía algo que
ver en ese enredo. Lo más importante de todo era que ella podría estar viva y,
si estaba viva, podría regresar con él y ser felices como antes. El bocho
corría como nunca en su larga trayectoria automotriz, brincaba los baches,
derrapaba en las vueltas y hacía caso omiso de las señales de tránsito. Fue
cuestión de pocos minutos en que se encontraron enfrente del despacho de los
Fernández, Rocío se apresuró a quitarse el cinturón de seguridad y se preparó
para la loca carrera que haría al seguir a Francisco en cuanto bajara del
automóvil.
Para su sorpresa, Francisco no
se movió, se mantenía estático al volante con la mirada al frente. Le dijo, —si
Abril está viva, ¿por qué no me buscó?— sentía cómo la felicidad se desvanecía,
—¿por qué me hizo creer que estaba muerta?— no más emociones, —¿por qué me hizo
sufrir toda esta agonía?— el vacío lo invadía lentamente, el shock inicial
estaba perdiendo efecto, comenzaban las dudas, la lógica, las cosas no
cuadraban. Por fin se bajó del automóvil, con su mente hecha un torbellino
enfiló en dirección a la puerta principal del despacho. Quitaron los cordones
amarillos policíacos y entraron, Rocío siempre le seguía los pasos a prudente
distancia. Francisco se notaba molesto, mejor dicho, encabronado. Caminó dando
tumbos hasta el primer escritorio de la planta baja el cual era utilizado por
Blanquita, la recepcionista del despacho; dejaba mucho qué desear con respecto
a la organización y pulcritud de su área de trabajo. Francisco, echando fuego
en la mirada y espuma por la boca en sentido figurado, arremetió sin ninguna
razón contra el monitor de Blanquita el cual tenía la pantalla rodeada de post-its de colores rosas, azules y
amarillos; asemejaban una exótica flor tropical. Golpeó con el puño justo en la
pantalla, la cual reflejaba su propia imagen. El aparato salió disparado del
escritorio con dirección a donde estaba Rocío, el estruendo que provocó el
choque de la máquina contra el suelo y el posterior eco que retumbó en los
oídos de las únicas dos personas que se encontraban ahí calmó a Francisco.
Parecía como si la destrucción en vano de ese aparato hubiera logrado desahogar
su furia o mitigarla por el momento. Se serenó, intercambió miradas con Rocío
que estaba un poco espantada con la reacción bipolar de Francisco. Se mantenía
parada enseguida de la puerta principal, como si no se decidiera entre
marcharse o aguantar un poco más para ver en qué terminaba todo.
—Lo siento, Chío, no quise
asustarte, lo que pasa es que no deja de darme vueltas la cabeza y no logro
entender qué es lo que está sucediendo— se justificó Francisco. Ella, con la
voz un poco temblorosa, intentó calmarlo.
—No te preocupes, Pancho, sé
que es difícil lo que estás viviendo. Si yo, que se supone que soy la más
letrada de los dos, confieso que me encuentro confundida…
—¿Confundida? confundida es
cuando vas a salir de tu casa y no recuerdas dónde dejaste las llaves del
coche. Esto, esto es un pinche desmadre— embistió Francisco rudamente. Sentía
que la sangre le volvía a subir por la cabeza, por más que lo pensaba y
repensaba, la idea de que Abril estuviera viva le parecía cada vez más
descabellada. Él había estado el día que murió, oyó sus gritos mientras se
derrumbaba el edificio, él estuvo ahí cuando los bomberos lograron sacar el
cuerpo calcinado de entre los escombros horas después. Si bien es cierto que
era imposible reconocerlo, no podría ser el cuerpo de nadie más, tenía que ser
de Abril. Sin embargo, entre más repasaba en su mente ese fatídico día, más
dudas surgían, dudas que le daban esperanza.
—Bueno y qué si está viva y no
recuerda nada, Chío, que tenga amnesia o algo así— expresó Francisco tratando
de darle una explicación a sus pensamientos.
—Ay, Panchito, no juegues. Eso
sólo puede pasar en alguna novela churra romántica, sólo falta que me digas que
va a aparecer casada con un millonario que conoció cuando llegó a trabajar de
sirvienta a casa de una malvada madrastra, ¿no crees?— comentó sarcásticamente,
comentario que no fue para nada bien recibido por parte de Francisco quien se
limitó a ignorarla y mejor se puso a buscar entre las cosas del escritorio de
Blanquita el libro negro donde se guardaban todas las direcciones de los
clientes y demandados. Lo encontró, estaba en el segundo cajón debajo de una
caja de chocolates de los que sólo quedaban las envolturas y un agradable aroma
a cacao. Rocío se acercó a donde estaba Francisco, sentía una terrible
curiosidad por ver cuál era la dirección que estaba anotada en el libro, su
intuición la estaba llamando a gritos, casi podría apostar cuál sería esa
ubicación, sin embargo, podría haber sorpresas. Francisco abrió el libro,
estaba clasificado por años, en los últimos tres el número 137 se encontraba
vacío o tachado con la leyenda “cambio de domicilio”. El que correspondía al de
hace cuatro, 2007, tenía una dirección escrita a mano con tinta finísima de
color negro. Francisco se quedó helado, Rocío sonrió, había adivinado. La
dirección era el antiguo departamento de Abril, el lugar donde su alumno había
presenciado la muerte de su amor juvenil, otro golpe más al ya bastante
noqueado intelecto de Francisco. En un gesto de auxilio, tomó del brazo a su
mentora dejándole caer un poco el peso de su cuerpo. Rocío, en voz pausada, le
sugirió que no era momento de derrumbarse, que debían ver qué era lo que estaba
sucediendo y que probablemente en ese lugar encontrarían algunas respuestas,
necesitaban ir inmediatamente.
—Chío, imagínate que toquemos
y nos abra la puerta Abril. Sólo eso falta para volverme completamente loco—
Rocío correspondió el comentario con una sonrisa a medias, no estaba segura de
que esa idea fuera tan irracional. Regresaron al vehículo, esta vez Rocío tomó
el volante, su exalumno no se encontraba en condiciones para manejar.
Demasiadas cosas daban vueltas en su cabeza. El trayecto fue aburrido y sin
sobresaltos, no platicaron nada salvo los breves “a la izquierda, a la derecha”
que apuntaba Francisco de vez en cuando para guiar a Rocío por las calles de
Chihuahua.
Llegaron al atardecer. En el mismo sitio donde hacía
seis años sólo habían quedado escombros de lo que era un pequeño edificio,
ahora se encontraba una modesta casita no mayor al diminuto cuarto donde solía
vivir Abril. Los departamentos que hacían pasillo para llegar a esa edificación
seguían sin cambio alguno, inclusive Francisco alcanzó a apreciar en el balcón
del segundo piso del edificio de la derecha la misma ropa interior que dejaban
colgada los inquilinos del 203 b.
Caminar rumbo a la puerta de
la casita se le estaba haciendo eterno a Francisco, no había pisado ese suelo
desde hacía más de cinco años, su cabeza seguía en espiral. Rocío tuvo que
tocar a la puerta porque Francisco parecía estar ido, desconectado de la
realidad. No hubo respuesta, sin embargo, se oyó ruido en el interior, tocó
nuevamente agregando el distintivo llamado de las señoras que tocaban para
pedir ya fuese una limosna o algo que vender “¡buenas tardes, señito!”. Dentro
del domicilio se escucharon algunos murmullos y después nuevamente silencio.
Francisco, con la cara encendida, golpeó la puerta primero con sus puños,
después con la suela de sus pies. En una mezcla de cólera y ansiedad gritaba
“¡Abril, Abril! ¡Ábreme, soy yo! ¡Por favor!”. La puerta se abrió de golpe, la
figura semidesnuda que se asomó por el marco de la puerta salió al encuentro de
las dos personas que irrumpían su intimidad.
__¡¿Cuál pinche Abril?! ¡¿Qué traes florecita?! ¡Ahora
sí se te va a aparecer el chamuco!— era un hombre de mediana edad, bastante
chaparro pero sin ser enano, robusto en toda la expresión. Parecía más bien un
cubo medio calvo y gruñón que llevaba la barba mal rasurada. Para colmo, su
atuendo que consistía en una toalla blanca enredada en la cintura le hacía ver
como un trol salido de un cuento de hadas. Con
su mano derecha blandía una sartén con el que amenazaba a sus chocantes
visitantes. Francisco, sin decir “agua va”, entró a la fuerza empujando a un
lado al diminuto personaje quien, en un ataque de rabia por la intromisión en
su vivienda, lanzó la sartén con todas sus fuerzas contra la nuca de Francisco
dando justo en el blanco. Antes de perder el conocimiento alcanzó a escuchar al
individuo vestido de griego decir en forma alegre y son de rima:
—Cabeza grande y gran cabeza son dos cosas muy diversas, te creías muy
listo florecita, ¿no? ¡Pues tenga, en la pura cabezota!
Francisco ya se estaba cansando de recibir golpes ¿Por
qué tanta insistencia de los demás en darle justo ahí? Parafraseando al extraño
individuo “justo ahí, en la cabezota”.
Entre sueños, volaba en ese
inter de inconsciencia, relajado nuevamente se podía asomar a otros mundos, a
otras historias que no eran la suya propia. Poco a poco fue recobrando el
sentido, recordó dónde se encontraba y su cuerpo se tensó, sin embargo, en el
momento de salir del mundo de los sueños y aterrizar en la realidad al
contrario de lo que esperaba, una extraña paz reinaba en ese lugar. El hombre
trol con toalla ya no gritaba ni rabiaba, más bien, llevaba una entretenida
conversación con Rocío quien de vez en cuando soltaba una ligera risita
coqueta. Francisco abrió los ojos, los encontró sentados en una mesita de tres
patas tomando cerveza, el hombre se había puesto encima un saco de lana color
café con parches en los codos pero sin ponerse camisa. Ahora ya no parecía
mitológico, sino simplemente ridículo, sin embargo, Francisco pudo detectar la
armonía entre esos dos seres humanos quienes charlaban como si fuesen viejos
amigos. Siempre había admirado la habilidad de Rocío para congeniar, ojalá que
en este caso les fuera de utilidad. Se levantó del suelo donde lo habían
acomodado con una bolsa de hielos como almohada y caminó hasta donde estaban el
hombre y Rocío.
—¿Ya le amaneció?, siéntese
pues que está en su casa— le dijo el hombrecillo a Francisco mientras destapaba
otra cerveza, —me dice la dama que se le perdió su vieja, que resulta que no se
chamuscó y que anda de pachanga —.
Francisco no contestó nada, frunció el ceño y tomó a
regañadientes la cerveza que le habían ofrecido. Le molestaba de sobremanera
que se expresaran de esa forma de Abril, pero sinceramente para estos momentos
ya no estaba seguro ni de qué pensar.
—Francisco, este caballero me comenta
que la casa es rentada, que él no conoce a ningún licenciado Fernández, que no
sabe por qué alguien le mandaría esa carpeta—
expresó la maestra señalando con un gesto el portafolio color maní que
yacía en la mesa, —pero me comenta este amable hombre que tiene poco viviendo
aquí, que a lo mejor el licenciado Fernández querría que se la entregaras al
dueño del lugar.
__Uh, pero buena suerte con
ese tipo— dijo burlonamente el hombrecillo que no dejaba de mirar a Rocío, —¡es
más!— alzó nuevamente la voz, —entre usted y yo se me hace que el que me la
renta ha de ser narco o algo así. Fíjense que nunca lo he visto en persona, lo
contacté por un anuncio en el periódico y toda la negociación fue por teléfono.
La llave del departamento la encontré debajo del tapete, así fue como entré y
aunque no me hace caso a ninguna de las cartas que le mando pidiéndole que
arregle el aire acondicionado, este arreglo funciona para mí, así nadie viene a
molestarme— dijo el hombrecillo viendo con ojos furiosos a Francisco, —yo sólo
le mando la renta por correo mes con mes, bueno, a veces se me juntan dos o
tres—. El hombrecillo hizo una pausa en su comentario y, como si acabara de
descubrir algo en sus propias palabras, terminó diciendo —si quieren les paso la dirección para que ustedes lo busquen
— al decir esto, se levantó de
la mesa y caminó hasta el refrigerador en donde tenía una colección poco
armoniosa de imanes en las más variadas figuras. Retiró uno de ellos que estaba
decorado con una pequeña catarina, tomó un sobre que decía con letra de pluma
“renta”, se lo entregó a Rocío de forma muy ceremoniosa.
—Es usted muy gentil en darnos
esta información, señor… eh, perdón, ¿cómo dijo que se llamaba?— señaló Rocío
levantándose de la mesa dando por sentado que la conversación ya había
terminado. Francisco se mantenía estático con la mirada clavada en el
hombrecillo, trataba de descifrar si
decía la verdad o estaba ocultando algo.
—No lo dije, mi hermosa dama,
razones personales tengo yo de no decirle mi nombre a todos a aquellos que
tocan a mi puerta, sin embargo, si me da el placer de llevarla a cenar le
aseguro que conocerá de mí mucho más que sólo mi nombre— expresó el hombrecillo
de la manera más seductora que su calva y redonda cara le permitía.
—Muy galante usted, señor,
pero, como verá, tenemos un misterio por resolver— contestó Rocío en el mismo
tono casi sugerente del hombrecillo.
—Bueno, señora mía, si un día
se anima, me llama. Mis amigos me dicen Gil pero para usted soy quien quiera—
Francisco y Rocío caminaron por el pasillo de vuelta al Volkswagen.
—Bueno, Chío, ¿a dónde vamos?, ¿está
cerca la dirección del hombre misterioso?— Rocío mientras leía el sobre,
respondió:
—Si quieres ir, ya se me hace
que nos vamos yendo al aeropuerto, Panchito, que esto está en el D.F.— Francisco sólo meneó la cabeza, estaba
acostumbrándose a lo inesperado, de hecho, todo estaba tan enredado que la
lógica había perdido su sentido, consideraba que ya nada podría sorprenderlo.
Siguieron caminando en silencio por el pasillo hasta llegar al punto donde se
termina la banqueta y comienza la calle.
—Oye, Rocío, ¿qué no dejamos el carro aquí?— comentó
mientras los dos miraban para ambos lados de la calle completamente vacía,
—¡mierda! — se escuchó que dijo.
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