domingo, 7 de diciembre de 2014

Capitulo 20

El ruido crónico de la Ciudad de México había quedado atrás, estaba muy lejos de los tumultos de gente y el smog, lejos también del idioma español, del humor negro y del folklore mexicano. En ese recóndito lugar del mundo en el que se encontraba nunca pasaba nada. La primavera daba paso al otoño, seguido por el invierno, en una perpetua rutina de un pueblo ferrocarrilero cuyo índice de criminalidad no existía porque nadie se había tomado la molestia de investigarlo. Haberlo hecho hubiese sido un trabajo bastante aburrido ya que el mayor reincidente era un perro llamado Billy que defecaba a diario en la vía pública.
Esa noche en Nenana, Alaska, una noche como tantas otras, la nieve que caía del cielo como plumas desprendidas de una almohada celestial cubría todo alrededor, así también como la entrada principal de la casa de los Swain. Nieve acumulada que, en lugar de ser barrida por el señor Darwin Swain a las siete de la mañana como era su costumbre desde que así se lo enseñó su padre años atrás, fue silenciosamente removida cuatro horas antes por una persona que nada tenía que ver con ese pueblo, con esa nieve o con esa familia. Para quien cruzaba en ese momento el umbral de la privacidad de un hogar, esto era sólo cuestión de aprender otra lección, de cumplir una vez más con un nuevo objetivo. El entrar en la casa fue relativamente sencillo, sabía perfectamente dónde se encontraba cada cosa, cada cuarto y cada mueble, llevaba cuatro semanas vigilando los movimientos de sus ocupantes, conociendo sus rutinas noche y día. Por ejemplo, sabía que el señor Swain dejaba sin pasador la puerta trasera que daba al patio porque solía salir a fumar un cigarrillo a las dos de la mañana y el pasador hacía ruido en exceso, también que la señora Carol Swain, después de llevar en coche al pequeño Gunter a la escuela, pasaba por casa de su tía con quien duraba chismorreando por más de dos horas. Los conocía bien y, de igual manera, ya había estado en el interior de la casa de los Swain. No tras las sombras y a escondidas como lo hacía en ese momento, sino con la debida invitación por parte de la señora Carol quien confiaba en las personas en exceso y, sabiendo que el principal enemigo por esos lados era el frío avasallador, le invitó a pasar un día al sorprender a quien la vigilaba en las afueras de su domicilio disque investigando aves extrañas migrantes. Ya en la comodidad del hogar, tuvo que inventar por más de dos horas santo y seña de casi quince tipos diferentes de aves que fueron cuestionados por la señora Swain, tiempo suficiente para sorber tres cafés y conocer la casa por dentro a sus anchas. Esa noche, en cambio, entró con todo el sigilo posible llevando consigo diversos objetos, entre ellos, una capucha que le cubría el rostro para evitar cualquier identificación. De igual forma, llevaba un distorsionador de voz pegado a sus labios que le modificaba la voz con el mismo propósito anterior y una mochila a sus espaldas. Caminó con seguridad por el pasillo oscuro que conectaba la cocina de la sala donde sabía que el Sr. Swain, después de fumar, se acostaba en un sillón y dormía apaciblemente hasta las siete de la mañana. Tomó de la mochila un pañuelo y lo empapó en un frasquito con cloroformo. Cuando se encontró justo detrás de la nuca de su víctima, levantó con cuidado su brazo derecho con el pañuelo y, tratando de que el pulso no le traicionara, colocó su mano justo en frente del área de la boca de Darwin. Ésta sería su primera prueba física y los nervios hacían estragos en su mente, no lo pensó dos veces y dejó caer su mano con fuerza sobre la boca y nariz perturbando el sueño del señor Swain quien, al sentirse atacado, abrió sus ojos de una manera desorbitante. Miró directamente a los ojos de su victimario para unos segundos después cerrarlos de nuevo.
—Demasiado fácil— pensó para sí. De la mochila extrajo un par de cinchos de plástico con las que le ató manos y pies, acto seguido, tomó una pelota dura de plástico y la colocó en la boca de su presa con el fin de que no gritara cuando se despertara más tarde. Después de dejarlo asegurado, subió por las escaleras que llevaban a la planta superior donde dormían la señora Carol Swain y su hijo. Primero, abrió sigilosamente la puerta de la recámara principal donde reposaba la mujer, quien usaba solamente un camisón blanco. Paso a paso que daba en camino a la cama contuvo la respiración, no quería que despertara y tener que hacer algo precipitado, sacó nuevamente el mismo pañuelo con el que había sometido al señor Swain y cuidadosamente se colocó en posición. Justo en el momento en que iba a actuar, escuchó un grito ahogado que provenía del piso de abajo, perdió la concentración por un instante, esa fracción de segundo en que titubeó bastó para que Carol despertara y al momento pegara un grito impresionante que fue rápidamente sofocado por el olor a cloroformo. Esa falta de concentración había complicado muchísimo las cosas, vio bajo el marco de la puerta de la habitación principal un pequeño niño paralizado por el miedo con la mirada clavada en la persona que tenía sujetada a su madre por la cara. De la manera más calmada, después de cerciorarse que la mujer dormía, se quitó la capucha para no asustar al niño y con una sonrisa en sus labios le dijo:
—Tu mami no puede dormir porque tiene pesadillas— el niño seguía inmóvil pero como buena señal no había gritado, siguió hablando con la voz más tierna que tenía, —¿A ti te  gustan las pesadillas, Gunter?— la mera mención de su nombre lo hizo sentirse en confianza. El niño se tranquilizó y agitó para los lados su cabecita diciendo que no. —Yo le estoy ayudando a tu mami a que no tenga pesadillas ¿Quieres ayudarme?— el pequeño sabía que algo estaba mal, estaba a punto de echarse a correr cuando vio una figura brillosa que colgaba del cuello de la persona que creía una amenaza. La figura era una representación en plata de la virgen de Fátima, igual a la que solía llevar su mamá. Al verla, sus dudas se disiparon y con sus pequeños pies recorrió el espacio entre la puerta y la cama. Cuando llegó junto a su madre, sintió cómo lo sujetaban de su cabecita poniéndole un trapo que olía chistoso junto a su nariz.
Una vez que se quedó dormido el menor, se apresuró a completar su misión. Sacó una jeringa y un frasco donde cargaba un poderoso sedante, se los inyectó; dormirían mínimo una tres horas, tiempo suficiente. Salió de la habitación y regresó a la planta baja por su verdadero objetivo, lo encontró tirado enseguida del sillón de la sala con los ojos muy abiertos, el sudor le empapaba la cara y la pijama. Midiendo sus pasos en la oscuridad, se colocó enfrente de él, se había vuelto a acomodar la capucha, aunque era inútil tratar de ocultar su identidad. Si el hombre que estaba ahí tirado era a quien buscaba, el señor Swain no volvería a ver otro amanecer. Sacó de su mochila un encendedor común, encendió la llama y la acercó a la cara de Darwin, quien sólo se limitaba a ver con terror el fuego danzante. Después de estudiar el rostro de la presunta víctima, tomó su cabeza con la mano izquierda moviéndola de manera que el perfil derecho le quedara a la vista. En esta posición, justo detrás de la oreja, encontró lo que buscaba, la marca, era la persona correcta. Se levantó y se retiró la máscara, le quitó la pelota de la boca a Darwin quien, sorpresivamente, no gritó, de hecho se apreciaba mucho más calmado que hace unos minutos. Tomando un poco de aire, Darwin preguntó:
            —¿Cómo supieron?, ¿cómo me encontraron?— quien le escuchaba tenía órdenes muy precisas de que en cuanto se cerciorara de la identidad procediera a la ejecución, rápida y perfecta. Sin embargo, dudó, tal vez porque realmente el convencimiento no era total en su mente con relación a lo que estaba haciendo y por esa razón preguntó a su presa:
—¿Por qué?— buscando una buena razón para no terminar con su misión.
—¿Por qué?, por la mujer que viste arriba, por ella y por mi hijo, por algo real y tangible — al momento de decirlo, Darwin supo que había dado justo en el clavo, le estaba haciendo dudar. Por su experiencia, sabía que en este tipo de misiones dudar no era una opción. —Esto es real, una familia sin secretos ni símbolos, me cansé de las pruebas y lecciones, de imaginar algo nuevo, de temer no llegar a ser los que se esperaban que fuera, por todo eso me fui— seguía hablando Darwin sin que quien lo escuchaba dijera palabra alguna, sólo se limitaba a mirarlo expectante. Después de unos momentos de silencio, quien había perturbado la paz de su hogar preguntó:
—¿Cómo lo lograste?, ¿cómo pudiste salir?— a lo que Darwin contestó:
-Realmente no lo logré. Mírate aquí, sólo viví una breve fantasía de libertad, sé muy bien cuál es mi castigo por haber dejado mi lugar entre los demonios y los ángeles, la muerte me parece justa, pero valió la pena, te lo aseguro— hablaba como si despertara de un sueño hermoso y se diera cuenta de que su vida era completamente distinta, sabía a lo que venía. —Te pido que no titubees, haz lo que tengas que hacer. Si no lo haces tú, vendrán ellos, los ejecutores y no sólo acabarán con mi vida, sino también con la de mi familia y mi propio recuerdo o cualquier vestigio de mi existencia— hablaba con toda la serenidad posible, sabía cómo trabajaban los Deus Caelum Inferno, no en vano había sido uno de ellos por más de dos décadas.
Vio tranquilamente cómo su captor sacaba una daga, la misma daga con empuñadura dorada que él mismo había utilizado muchas veces en diferentes rituales. Cerró los ojos en espera del final, sin embargo, el golpe fatal no llegaba. Sólo escuchó una voz llena de vergüenza con una última pregunta.
—¿Cómo puedo escapar?— sin abrir los ojos, respondió Darwin calmadamente como si ya lo esperara.
__Se termina solo, como se empieza— esperó entonces y no pasó nada. Abrió los ojos y vio al juvenil Deus Caelum Inferno derrotado de rodillas frente a él. No podía matarlo, no tenía las agallas. El señor Darwin Swain cautelosamente le pidió que le liberara las manos, obediente así lo hizo cortando el plástico que le lastimaba las muñecas con la punta de la daga. Una vez liberado, Darwin, con un movimiento de manos sumamente rápido, tomó por sorpresa a su captor y le arrebató la daga. Después de cortar las ataduras que le lastimaban sus tobillos, se puso de pie, blandió el arma amenazante frente al rostro de quien ahora era su prisionero y le dijo en tono de reproche, —hay cosas que no se deben de pensar, debes actuar por instinto, una decisión se puede volver imposible de discernir si lo piensas demasiado—. Después de explicar la lección, agregó con voz serena, —limpia mi sangre, que mi hijo no la vea— al terminar de hablar, tomó una profunda bocanada de aire en el mismo momento en que atravesó su propio corazón con la daga.

            Con sorpresa vio a Darwin Swain cumplir con la misión que se había ideado para sí, se quedó expectante mientras la vida se le escapaba, lo vio caer torpemente sobre el piso de la sala, convulsionarse, incluso no se movió hasta que el último espasmo muscular sacudió el cuerpo inerte. El alba estaba a punto de hacer su aparición, se apresuró en acomodarlo con la cabeza con dirección al poniente como un castigo por la falta de haber abandonado la sociedad. El poniente era donde moría el sol, donde se acababa la luz y para Darwin, quien en vida había sido un célebre Caelum, es decir, un ser luminoso, el peor castigo era terminar su vida sin rituales, sin ceremonias y mostrando su frente al poniente, lugar donde se escondía su opuesto, su antagónico, su rival, su asesino, su Inferno.


Nenana, Alaska, Estados Unidos de America.

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