El ruido crónico de la Ciudad de México había quedado atrás, estaba muy lejos de los tumultos de
gente y el smog, lejos también del idioma español, del humor negro y del
folklore mexicano. En ese recóndito lugar del mundo en el que se encontraba
nunca pasaba nada. La primavera daba paso al otoño, seguido por el invierno, en
una perpetua rutina de un pueblo ferrocarrilero cuyo índice de criminalidad no
existía porque nadie se había tomado la molestia de investigarlo. Haberlo hecho
hubiese sido un trabajo bastante aburrido ya que el mayor reincidente era un
perro llamado Billy que defecaba a diario en la vía pública.
Esa noche en Nenana, Alaska,
una noche como tantas otras, la nieve que caía del cielo como plumas
desprendidas de una almohada celestial cubría todo alrededor, así también como
la entrada principal de la casa de los Swain. Nieve acumulada que, en lugar de
ser barrida por el señor Darwin Swain a las siete de la mañana como era su
costumbre desde que así se lo enseñó su padre años atrás, fue silenciosamente
removida cuatro horas antes por una persona que nada tenía que ver con ese
pueblo, con esa nieve o con esa familia. Para quien cruzaba en ese momento el
umbral de la privacidad de un hogar, esto era sólo cuestión de aprender otra
lección, de cumplir una vez más con un nuevo objetivo. El entrar en la casa fue
relativamente sencillo, sabía perfectamente dónde se encontraba cada cosa, cada
cuarto y cada mueble, llevaba cuatro semanas vigilando los movimientos de sus
ocupantes, conociendo sus rutinas noche y día. Por ejemplo, sabía que el señor
Swain dejaba sin pasador la puerta trasera que daba al patio porque solía salir
a fumar un cigarrillo a las dos de la mañana y el pasador hacía ruido en
exceso, también que la señora Carol Swain, después de llevar en coche al
pequeño Gunter a la escuela, pasaba por casa de su tía con quien duraba
chismorreando por más de dos horas. Los conocía bien y, de igual manera, ya
había estado en el interior de la casa de los Swain. No tras las sombras y a
escondidas como lo hacía en ese momento, sino con la debida invitación por
parte de la señora Carol quien confiaba en las personas en exceso y, sabiendo
que el principal enemigo por esos lados era el frío avasallador, le invitó a
pasar un día al sorprender a quien la vigilaba en las afueras de su domicilio
disque investigando aves extrañas migrantes. Ya en la comodidad del hogar, tuvo
que inventar por más de dos horas santo y seña de casi quince tipos diferentes
de aves que fueron cuestionados por la señora Swain, tiempo suficiente para
sorber tres cafés y conocer la casa por dentro a sus anchas. Esa noche, en
cambio, entró con todo el sigilo posible llevando consigo diversos objetos,
entre ellos, una capucha que le cubría el rostro para evitar cualquier
identificación. De igual forma, llevaba un distorsionador de voz pegado a sus
labios que le modificaba la voz con el mismo propósito anterior y una mochila a
sus espaldas. Caminó con seguridad por el pasillo oscuro que conectaba la
cocina de la sala donde sabía que el Sr. Swain, después de fumar, se acostaba
en un sillón y dormía apaciblemente hasta las siete de la mañana. Tomó de la
mochila un pañuelo y lo empapó en un frasquito con cloroformo. Cuando se
encontró justo detrás de la nuca de su víctima, levantó con cuidado su brazo
derecho con el pañuelo y, tratando de que el pulso no le traicionara, colocó su
mano justo en frente del área de la boca de Darwin. Ésta sería su primera
prueba física y los nervios hacían estragos en su mente, no lo pensó dos veces
y dejó caer su mano con fuerza sobre la boca y nariz perturbando el sueño del
señor Swain quien, al sentirse atacado, abrió sus ojos de una manera desorbitante.
Miró directamente a los ojos de su victimario para unos segundos después
cerrarlos de nuevo.
—Demasiado fácil— pensó para
sí. De la mochila extrajo un par de cinchos de plástico con las que le ató
manos y pies, acto seguido, tomó una pelota dura de plástico y la colocó en la
boca de su presa con el fin de que no gritara cuando se despertara más tarde.
Después de dejarlo asegurado, subió por las escaleras que llevaban a la planta
superior donde dormían la señora Carol Swain y su hijo. Primero, abrió
sigilosamente la puerta de la recámara principal donde reposaba la mujer, quien
usaba solamente un camisón blanco. Paso a paso que daba en camino a la cama
contuvo la respiración, no quería que despertara y tener que hacer algo
precipitado, sacó nuevamente el mismo pañuelo con el que había sometido al
señor Swain y cuidadosamente se colocó en posición. Justo en el momento en que
iba a actuar, escuchó un grito ahogado que provenía del piso de abajo, perdió
la concentración por un instante, esa fracción de segundo en que titubeó bastó
para que Carol despertara y al momento pegara un grito impresionante que fue
rápidamente sofocado por el olor a cloroformo. Esa falta de concentración había
complicado muchísimo las cosas, vio bajo el marco de la puerta de la habitación
principal un pequeño niño paralizado por el miedo con la mirada clavada en la
persona que tenía sujetada a su madre por la cara. De la manera más calmada,
después de cerciorarse que la mujer dormía, se quitó la capucha para no asustar
al niño y con una sonrisa en sus labios le dijo:
—Tu mami no puede dormir
porque tiene pesadillas— el niño seguía inmóvil pero como buena señal no había
gritado, siguió hablando con la voz más tierna que tenía, —¿A ti te gustan las pesadillas, Gunter?— la mera
mención de su nombre lo hizo sentirse en confianza. El niño se tranquilizó y
agitó para los lados su cabecita diciendo que no. —Yo le estoy ayudando a tu
mami a que no tenga pesadillas ¿Quieres ayudarme?— el pequeño sabía que algo
estaba mal, estaba a punto de echarse a correr cuando vio una figura brillosa
que colgaba del cuello de la persona que creía una amenaza. La figura era una
representación en plata de la virgen de Fátima, igual a la que solía llevar su
mamá. Al verla, sus dudas se disiparon y con sus pequeños pies recorrió el
espacio entre la puerta y la cama. Cuando llegó junto a su madre, sintió cómo
lo sujetaban de su cabecita poniéndole un trapo que olía chistoso junto a su
nariz.
Una vez que se quedó dormido
el menor, se apresuró a completar su misión. Sacó una jeringa y un frasco donde
cargaba un poderoso sedante, se los inyectó; dormirían mínimo una tres horas,
tiempo suficiente. Salió de la habitación y regresó a la planta baja por su
verdadero objetivo, lo encontró tirado enseguida del sillón de la sala con los
ojos muy abiertos, el sudor le empapaba la cara y la pijama. Midiendo sus pasos
en la oscuridad, se colocó enfrente de él, se había vuelto a acomodar la
capucha, aunque era inútil tratar de ocultar su identidad. Si el hombre que
estaba ahí tirado era a quien buscaba, el señor Swain no volvería a ver otro
amanecer. Sacó de su mochila un encendedor común, encendió la llama y la acercó
a la cara de Darwin, quien sólo se limitaba a ver con terror el fuego danzante.
Después de estudiar el rostro de la presunta víctima, tomó su cabeza con la
mano izquierda moviéndola de manera que el perfil derecho le quedara a la
vista. En esta posición, justo detrás de la oreja, encontró lo que buscaba, la
marca, era la persona correcta. Se levantó y se retiró la máscara, le quitó la
pelota de la boca a Darwin quien, sorpresivamente, no gritó, de hecho se
apreciaba mucho más calmado que hace unos minutos. Tomando un poco de aire,
Darwin preguntó:
—¿Cómo supieron?, ¿cómo me encontraron?—
quien le escuchaba tenía órdenes muy precisas de que en cuanto se cerciorara de
la identidad procediera a la ejecución, rápida y perfecta. Sin embargo, dudó,
tal vez porque realmente el convencimiento no era total en su mente con
relación a lo que estaba haciendo y por esa razón preguntó a su presa:
—¿Por qué?— buscando una buena
razón para no terminar con su misión.
—¿Por qué?, por la mujer que
viste arriba, por ella y por mi hijo, por algo real y tangible
— al momento de decirlo,
Darwin supo que había dado justo en el clavo, le estaba haciendo dudar. Por su
experiencia, sabía que en este tipo de misiones dudar no era una opción. —Esto
es real, una familia sin secretos ni símbolos, me cansé de las pruebas y
lecciones, de imaginar algo nuevo, de temer no llegar a ser los que se
esperaban que fuera, por todo eso me fui— seguía hablando Darwin sin que quien
lo escuchaba dijera palabra alguna, sólo se limitaba a mirarlo expectante.
Después de unos momentos de silencio, quien había perturbado la paz de su hogar
preguntó:
—¿Cómo lo lograste?, ¿cómo
pudiste salir?— a lo que Darwin contestó:
-Realmente
no lo logré. Mírate aquí, sólo viví una breve fantasía de libertad, sé muy bien
cuál es mi castigo por haber dejado mi lugar entre los demonios y los ángeles, la
muerte me parece justa, pero valió la pena, te lo aseguro— hablaba como si
despertara de un sueño hermoso y se diera cuenta de que su vida era
completamente distinta, sabía a lo que venía. —Te pido que no titubees, haz lo
que tengas que hacer. Si no lo
haces tú, vendrán ellos, los ejecutores y no sólo acabarán con mi vida, sino
también con la de mi familia y mi propio recuerdo o cualquier vestigio de mi
existencia— hablaba con toda la serenidad posible, sabía cómo trabajaban los Deus Caelum Inferno, no en vano había
sido uno de ellos por más de dos décadas.
Vio tranquilamente cómo su
captor sacaba una daga, la misma daga con empuñadura dorada que él mismo había
utilizado muchas veces en diferentes rituales. Cerró los ojos en espera del
final, sin embargo, el golpe fatal no llegaba. Sólo escuchó una voz llena de
vergüenza con una última pregunta.
—¿Cómo puedo escapar?— sin
abrir los ojos, respondió Darwin calmadamente como si ya lo esperara.
__Se termina solo, como se
empieza— esperó entonces y no pasó nada. Abrió los ojos y vio al juvenil Deus Caelum Inferno derrotado de
rodillas frente a él. No podía matarlo, no tenía las agallas. El señor Darwin
Swain cautelosamente le pidió que le liberara las manos, obediente así lo hizo
cortando el plástico que le lastimaba las muñecas con la punta de la daga. Una
vez liberado, Darwin, con un movimiento de manos sumamente rápido, tomó por
sorpresa a su captor y le arrebató la daga. Después de cortar las ataduras que
le lastimaban sus tobillos, se puso de pie, blandió el arma amenazante frente
al rostro de quien ahora era su prisionero y le dijo en tono de reproche, —hay
cosas que no se deben de pensar, debes actuar por instinto, una decisión se
puede volver imposible de discernir si lo piensas demasiado—. Después de explicar
la lección, agregó con voz serena, —limpia mi sangre, que mi hijo no la vea— al
terminar de hablar, tomó una profunda bocanada de aire en el mismo momento en
que atravesó su propio corazón con la daga.
Con sorpresa vio a Darwin Swain
cumplir con la misión que se había ideado para sí, se quedó expectante mientras
la vida se le escapaba, lo vio caer torpemente sobre el piso de la sala,
convulsionarse, incluso no se movió hasta que el último espasmo muscular
sacudió el cuerpo inerte. El alba estaba a punto de hacer su aparición, se
apresuró en acomodarlo con la cabeza con dirección al poniente como un castigo
por la falta de haber abandonado la sociedad. El poniente era donde moría el
sol, donde se acababa la luz y para Darwin, quien en vida había sido un célebre
Caelum, es decir, un ser luminoso, el
peor castigo era terminar su vida sin rituales, sin ceremonias y mostrando su
frente al poniente, lugar donde se escondía su opuesto, su antagónico, su
rival, su asesino, su Inferno.
Nenana, Alaska, Estados Unidos de America.
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