Estaban ahí, frente al número 285 de la calle
Ámsterdam en la colonia Condesa de la Ciudad de México, la dirección indicada
en el sobre que le entregó a Rocío el extraño habitante de la casa donde solía
estar el departamento de Abril. Por fin habían llegado al final de este viaje
aventurado que habían iniciado hace mas de 15 días, Francisco ya no estaba tan
interesado en cumplir con la promesa que le había hecho al licenciado
Fernández, más bien, todas sus expectativas estaban centradas en un solo
pensamiento, Abril. La lógica le decía que no se debería estar dando falsas
esperanzas, sin embargo, algo dentro de él, un sentimiento que no podía
explicar, le decía que debería seguir buscando, que no importaba qué tan lejos
fuera o qué tanto caminara. Debía saber la verdad, bueno, si es que había algo
qué saber.
A Francisco le sudaban las
manos, sus ojos iban una y otra vez del sobre donde venía anotada la dirección
a la puerta. Estando ahí, a sólo unos pasos de poder obtener algunas
respuestas, se acobardó, no sabía a qué le tenía miedo pero en su cabeza
escuchaba una y otra vez la voz de su conciencia diciéndole “la ignorancia es
felicidad”. No lograba que sus pies dieran esos últimos pasos que le faltaban y
por primera vez en ese día agradeció que Rocío lo hubiese acompañado. La
maestra intuyó que Francisco no se atrevería a dar el primer paso, subió los
tres escalones que separaban la calle de la puerta y tocó el timbre. Francisco
respiró nuevamente, la actitud soberbia de siempre de Rocío le había evitado
tomar una decisión que, como siempre, hubiera consistido en salir huyendo de
ahí. La respuesta no se hizo esperar, bajo el marco de la puerta apareció un
hombre vestido como profesor de primaria, con un suéter color guinda,
pantalones caqui y un par de mocasines cafés que evidenciaban, por el desgaste,
un caminar continuo. El hombre tenía un rostro amistoso, prácticamente calvo,
usaba unos lentes con un armazón muy fino de color dorado, bien rasurado, con
unos labios amplios y carnosos que probablemente en otros ayeres hubieran sido
bastante atractivos. El hombre, con una sonrisa, saludó a sus extraños
visitantes y con una actitud relajada, reflejada por su postura de niño
despreocupado con las manos dentro de los bolsillos del pantalón, les inquirió:
—Buenas tardes, ¿en qué puedo
servirles?— ninguno de los dos habló esperando que lo hiciera el otro. El
señor, al verlos intercambiar miradas de desconcierto, sonrió. Le pareció
cómica la escena que se desarrollaba a fuera de su casa.
—Disculpe, señor— por fin
Rocío se decidió a hablar, —¿aquí es el número 285 de la calle Ámsterdam?—
lástima que no se le ocurrió nada más inteligente qué decir. El hombre cambió
la sonrisa por un gesto de interrogación aunque sin dejar de ser amistoso.
Caminó unos pasos hacia afuera y volteó a mirar el gran tablero de madera que
estaba justo encima del marco de la puerta donde se leía en grandes números
negros “285” seguido por una leyenda que decía “Calle Ámsterdam”.
—Pues, hasta donde yo sé, no
han cambiado las nomenclaturas— respondió volviendo a su cara jovial, —¿en qué
puedo ayudarles?— preguntó nuevamente el hombre. La voz de Francisco fue ahora
la que se escuchó, primero como un tímido murmullo pasando después a la
exaltación exacerbada.
—Pues mire, venimos aquí por
que traigo un encargo del licenciado Fernández, que me pidió que, si le pasaba
algo, se lo llevara a su dirección, pero pues la verdad ya no sé ni qué pensar,
yo más bien lo que quiero saber, es ¿qué tienes tú qué ver con Abril? ¿O si
anda por aquí? Ya me estoy cansando de dar vueltas y vueltas por todos lados ¡y
no entender ni madres! Así que, ¡sí!, sí puedes hacer algo por mí, ¡hazme el
pinche favor de hablarle a Abril y decirle que aquí estoy! ¡Que me debe un
chingo de explicaciones! ¡Y apúrate que no tengo tu tiempo!— en el rostro del
hombre todo era desconcierto, dio dos pasos para atrás y pareció que tenía la
intención de cerrarles la puerta en la cara. Sacó su mano derecha del pantalón
y sujetó la puerta por unos segundos, el impulso inicial de cerrarles las
puerta pareció desvanecerse, sin embargo, su rostro reflejaba una gran molestia
y, tras un breve momento en donde le dedicó primero una mirada mortal a
Francisco y después a Rocío, expresó:
—Mire, señor, no le cierro
la puerta en la cara porque se nota que es un hombre sumamente perturbado y
hacer eso sólo empeoraría las cosas, pero algo sí tengo que decirle y como
usted ya se tomó la libertad de tutearme pues le diré, ¡no sé dé qué carajo me
estás hablando, no tengo ni pinche idea quién es el licenciado Fernández o esa
tal Abril y para tu información, tampoco tengo el tiempo de estar escuchando
pendejos!— el hombre cerró la puerta con fuerza pero algo se lo impidió, el pie
de Rocío estaba atravesado entre el marco y la puerta como el de un buen
vendedor de casa por casa. Ella puso su rostro en la pequeña abertura que quedó
y de una forma mucho más conciliadora intentó comunicarse con el hombre.
—Disculpe usted, sé que lo
hemos molestado, este muchacho que me acompaña ha estado bajo mucho estrés y,
entre usted y yo, creo que se está volviendo loco, pero realmente es
inofensivo. Sólo queremos hacerle unas preguntas, si usted nos lo permite y nos
iremos de aquí en cuestión de minutos— el hombre no se decidía por abrir
nuevamente la puerta o darle un pisotón para que quitara el pie. Después de
unos segundos de incógnita, la puerta se abrió nuevamente.
—Les concedo dos minutos, nada más
que sin groserías que no las tolero, ¿ok?
—Muchas gracias, señor. Le
aseguro que se portará bien— le contestó Rocío tomando del brazo a Francisco en
señal de control.
—Bueno, ¿qué es lo que
quieren saber?— preguntó el hombre malhumorado.
—Mire, señor— continuó ella, —en la ciudad de Chihuahua hay una casita que
está en la calle 21 con el número 2137, donde antes había un departamento que
se quemó hace años— Rocío hizo una pequeña pausa esperando que el hombre
entendiera de qué le estaban hablando, sin embargo, éste seguía con el mismo
gesto malhumorado. Rocío siguió con la explicación, —el punto es que nos
pidieron que lleváramos unos documentos muy importantes— dijo esto para tentar
el interés del hombre, aunque la actitud de éste no cambiara en absoluto,
—cuando fuimos a llevarlos a la dirección que nos indicaron, nos recibió un
hombre muy amable que nos informó que él estaba rentando esa casa, que el dueño
vivía aquí en el D.F. y nos dio esta dirección. Como podrá ver, sólo estamos
buscando que esos documentos lleguen a donde tienen que llegar— Rocío se le
quedó mirando al hombre con la esperanza de una respuesta positiva, pero éste
meneó la cabeza dos veces en señal de negación.
—Siento mucho que hayan
realizado un viaje tan largo, pero en verdad no tengo ni la más remota idea de
lo que me están diciendo. Yo jamás he ido a Chihuahua, de hecho, lo más al
norte que conozco es Pachuca, tampoco tengo ninguna propiedad en el norte y
mucho menos conozco a ningún licenciado de por allá o mujer alguna que se llame
Abril. Lamento no poder ayudarlos, pero si me disculpan tengo otras cosas que
hacer— habiendo dicho esto, el hombre cerró la puerta ahora sí sin ninguna
oposición.
Rocío y Francisco se
quedaron parados en la banqueta mirando la puerta cerrada, un silencio incómodo
los arropó, se miraron desconcertados, el uno entendía la frustración del otro.
Rocío jaló del brazo a su alumno y lo llevó a caminar por la calle sin ningún
rumbo, hasta que se toparon con un pequeño café que tenía servicio al aire
libre. Se sentaron, por fin ella rompió el silencio al ordenar dos cervezas Indio bien frías.
—Ay, Panchito, pues no sé
qué decirte, a veces se gana y otras se pierde, ni hablar— él no respondió
inmediatamente, tenía la mirada perdida, no podía creer que hicieran ese viaje
por nada, y lo peor del caso era que no sabía exactamente por dónde seguir
buscando, —mira, Panchito, lo que debemos hacer es despejarnos un poco la
cabeza para poder pensar con claridad. Qué te parece si nos vamos un rato a ver
las tiendas caras a Polanco, te aseguro que a mí se me sube el autoestima con
sólo ver unos zapatos Louis Vuitton—
Francisco sólo asentó con la cabeza, no estaba escuchando lo que le decía su
mentora. Se tomó la cerveza casi de golpe y luego de sacar unas monedas para
pagar lo consumido, se puso de pie.
—Chío, discúlpame, pero no
te acompañaré a ver ropa o esas cosas, la verdad es que quiero estar solo un
rato, pensar, despejarme, ¿te parece bien si nos vemos en el hotel en la
noche?— no esperó respuesta por parte de ella y se puso a andar con rumbo
desconocido.
Después de varios minutos de
vagabundeo y muchos pensamientos abstractos, se encontró en la entrada del
metro Cuauhtémoc. Sin saber por qué, bajó las escaleras, compró un boleto y se
puso a esperar a que aquel gusano mecánico que viajaba por las venas de la
Ciudad de México lo recogiera en esa estación para poderse perder en la masa
uniforme de gente que viajaba a esas horas por el transporte metropolitano.
Por otra parte, Rocío se
tomó otras tres cervezas, el alcohol le abrió el apetito, así que se compró
unos taquitos al pastor que ordenó del restaurante de enseguida del café.
Terminó de degustar su comida chilanga y decidió bajar un poco la opresión que
le generaba el cinturón en su vientre caminando por la calle Ámsterdam. De
pronto, sintió que alguien la detenía por el hombro, instintivamente volteó a
ver la mano que la había interrumpido, una mano con dedos muy gruesos y oscuros
con un anillo dorado en el dedo índice. Al hacer esto y antes de mirar la cara
del dueño de la mano, escuchó una voz escalofriante que le dijo quedamente al
oído, —esa pulsera que traes puesta no te pertenece, ¿de dónde la sacaste?—.
Parque México visto desde el aire. La avenida Ámsterdam
circunda dicho parque dentro de la Colonia Condesa en la Ciudad de México.
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