La luz que entraba por los grandes ventanales del
templo en el que se encontraba le daba la sensación de estar en paz consigo
mismo, aunque muy adentro de su alma se estaba llevando a cabo toda una
revolución de sentimientos. En la superficie todo era calma y tranquilidad,
estaba vestido al igual que todas las personas que se dieron cita para platicar
con el nuevo Cristo en la Tierra. Traía una túnica blanca de algodón fresco,
llevaba los pies descalzos y un especie de turbante de seda que le cubría gran
parte de su cabeza. Tenía esperando más de tres horas, meditaba y hacía
reflexiones sobre sus pensamientos, sin embargo, no le era posible profundizar
mucho en su mente. Cada vez que cerraba los ojos en un intento por encontrarse
consigo mismo, el rostro inerte de su hermano aparecía en el centro de sus
ideas. Lo desconcentraba, le envolvía un incomprensible sentimiento de
impotencia.
—Levántense hermanos que ha
llegado quien os sanará.
Al instante, más de un
centenar de individuos vestidos de blanco se levantaron de sus tapetes al
unísono. Un cántico gutural comenzó a llenar todo el recinto, el licenciado
Fernández vio al hombre que había confundido con el nuevo mecías en el
restaurante hacía unas semanas. Detrás de él, por una puerta localizada justo
en el centro de lo que se podría describir como un escenario, aparecieron tres
personas cubiertas completamente con un velo blanco; uno se situó a la derecha,
otro a la izquierda y en el centro se mantuvo la última persona, sin retirarse
el velo habló con voz clara y potente.
—El verdadero rostro de cada
uno está atrapado detrás de una máscara, escondido entre miedos y
frustraciones, anhelos y deseos— utilizó una pausa antes de continuar, —si
buscan encontrar el verdadero propósito de la vida, deben de liberarse de esa
carga, de esa máscara de hierro que los obliga a agachar la cabeza ante el
destino, a vivir siempre mirando el suelo y no entender que hay un mundo
hermoso esperándolos allá en los cielos— las palabras entraron por los oídos
del licenciado Fernández como un torrente de agua fría, nuevamente le
sorprendió lo certero del comentario. Se relajó un poco y, después de exhalar
todo el aire que llevaba dentro de sus pulmones al igual que la multitud, tomó
asiento. Regina, con su apariencia infantil vestida completamente de
blanco, se encontraba a la mitad del
templete, continuó:
—Hemos olvidado lo más
importante, lo básico y fundamental, el amarnos los unos a los otros, el
descubrirnos todos los días nuevamente en la mirada cansada de los demás. Hemos
perdido la capacidad de regalar una sonrisa o una buena acción a nuestros pares
humanos sin pedir nada a cambio, estamos dejando que nuestra gula de comodidad
y la pereza de razonamiento destruya el regalo divino que se nos ha entregado
sin merecerlo. Estamos acabando con los mares y la tierra, dejando a las
especies animales que nos fuesen dejadas a nuestra custodia perdidas en la más
terrible orfandad.
El licenciado se sintió incómodo, a
él no le interesaban las ballenas o los changos, sólo quería que su alma
estuviera en paz, que dejara de arderle tanto el corazón cada día que abría los
ojos. Regina siguió adoctrinando a la multitud que la contemplaba eufórica,
cada vez más extasiados ante las palabras de su Mesías. La reunión fue llenándose
de un aura de paz y solidaridad, de comunión entre todos los presentes, excepto
uno, Fernández estaba perdido en sus propios pensamientos. Hoy debía hablar a
solas con Regina, le urgían respuestas, su paciencia había llegado a su límite
y esta vida monástica que había usurpado por las últimas dos semanas no le
estaban cayendo nada bien, extrañaba el lujo de su antigua vida, los buenos
tragos y los habanos caros, extrañaba su casa, sus costumbres y sobre todo, las
pláticas profundas con su hermano, su hermanito, su compañero. Poco antes de
que terminara la reunión y durante el punto más emotivo del discurso de Regina,
el licenciado Fernández salió de aquel templo, no sin antes hacer contacto
visual con Regina para remarcar su deserción y disgusto de aquella nueva vida.
Caminó por unas cuadras, caminaba sin ninguna dirección o propósito, se sentía
confundido con aquel camino de paz y amor que pregonaba Regina, parecía
incongruente o inconcebible ante el mundo de violencia al que estaba
acostumbrado.
Horas después y ante el
estruendo de una tormenta que caía sin cuartel sobre la ciudad de Madrid,
Regina abrió la puerta de la pequeña casa en que vivía en el barrio del Ángel.
La persona que estaba postrada ante ella la desconcertó, ninguno de sus
seguidores conocía su domicilio particular. Sin embargo, el sujeto,
completamente empapado, parecía necesitado de apoyo en urgencia. Lo dejó pasar
y lo encaminó a una pequeña sala sumamente austera que como única decoración
tenía un cuadro que representaba una cruz partida a la mitad. Lo arropó con una
manta y se dirigió a la cocina para calentar agua para café, aquel personaje no
habló, tenía la mirada perdida, ni siquiera se sacudía las gotas de lluvia que
le corrían por sus ojos. Regina regresó con dos tazas de café, las acomodó en
la mesita de estar y se sentó en seguida de aquella persona. Mirándolo a los
ojos le dijo:
—Tranquilo, ya estás en
casa, aquí conmigo nadie te lastimará, yo te protegeré— mientras le decía esto,
Regina tomó la mano del individuo, sintió el frío atroz de esa mano desnuda. El
hombre levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de ella. Al verlos,
Regina dio un ligero salto hacia atrás sobre el sillón, jamás en su vida había
visto unos ojos tan vacíos, pareciese que les hubieren robado el alma misma.
—Tú no me puedes proteger de
lo que me persigue— le dijo el hombre con voz quebrada. Regina, por primera vez
en su existencia, tuvo miedo, no obstante hizo lo posible por mostrarse amable
y comprensiva. Le limpió el rostro con sus manos cálidas y mientras lo hacía le
afirmaba una y otra vez que todo estaría bien. Utilizando su intuición, trató
de aliviarle un poco la desesperanza en la que estaba sumido ese hombre, —sea
lo que sea que te persiga o a lo que le temas, aquí estarás bien, recuerda que
el amor lo puede todo, confía en una esperanza futura—. El hombre, con la
mirada completamente perdida y con voz pausada, expresó —cómo tener esperanza
cuando todo el amor que tenía me fue arrebatado de pronto, cómo seguir
respirando si mi propia vida me recuerda la ausencia tan grande que siempre me
acompaña, cómo sobrevivir a la pérdida de un hijo, cómo no odiar al mundo que
me lo arrebató—.
Regina no esperaba aquella
revelación, es más, no sabía que este individuo tuviera un hijo o familia
alguna. Separó sus labios para decir algo bello que motivara a este hombre a
seguir viviendo, pero simplemente la inspiración se le había escapado en
aquellos momentos, no supo qué hacer. Decidió que el mejor apoyo, sería
simplemente abrazarlo; alzó los brazos y se entregó completamente a ese humano
que clamaba ternura. Se acercó lentamente como pidiendo permiso, sintió tan
cerca de su cuerpo a aquel hombre perdido, lo arrulló entre su cuerpo
meciéndolo como a un niño, creyó sentir que ese hombre le respondía el abrazo e
incluso escuchó el sollozo que llega antes de la resignación. Estaba dispuesta
a todo con tal de devolverle un poco de vida a aquel cuerpo sin ilusiones, no
supo exactamente en qué momento sus labios se rozaron, comenzaron a besarse
apasionadamente. Regina estaba llevando su doctrina de amor al prójimo al
extremo, se estaba entregando como mujer a aquel hombre que apenas conocía, la
más primitiva forma de amor puro. Él, por instinto, más que otra cosa, comenzó
a besarle el cuello dejándose llevar por esa pasión que creía haber perdido.
Delicadamente fue bajando con sus labios por el torso de Regina y antes de
llegar al ombligo se detuvo. La recostó sobre el sillón, le levantó la falda
larga que le llegaba a Regina hasta los tobillos. Con toda la ternura acumulada
por años de soledad, empezó por besar los pies de esa mujer, de pronto y sin
previo aviso, el hombre se tensó. Ella sintió cómo aquel toque suave en sus
piernas se convertía en un agarre mortal y, tratando de entender lo que pasaba,
se incorporó en el sillón. El hombre veía fijamente su pierna derecha, algo
había cambiado en el ambiente en tan sólo un segundo. Asustada, intentó zafarse
de aquellas pinzas que estrangulaban su extremidad inferior pero le fue
imposible, el hombre la miró a los ojos por primera vez en toda la noche.
Regina pudo interpretar vida en aquellos ojos, ardían con un odio desmesurado,
se supo en peligro e intentó levantarse para huir de esa terrible situación. El
hombre reaccionó, la empujó con todas sus fuerzas lanzándola contra la mesa
donde estaban las tazas de café. Él se levantó violentamente y la tomó de los
cabellos, acercó su rostro bañado en sudor al rostro de Regina.
—¿Qué crees que no sufrió,
perra?— la golpeó con rabia en la cara, —¿crees que puedes jugar a ser Dios sin
consecuencias— otro golpe, -—¿que tú decides quién muere y quién vive?— los
golpes cayeron como lluvia sobre aquel frágil cuerpo, todo era rojo para ella.
Dejó de luchar, era inútil resistirse a su destino, se dejó llevar por la
negrura que la cobijaba cada vez más y más hasta que al fin ya no sintió ningún
dolor. Con su último suspiro, se encomendó a su dios.
El asesino, viendo a su
víctima completamente derrotada, se incorporó y entró al baño para lavarse la
sangre de sus manos. Mientras se enjuagaba en el agua fresca, alzó el rostro y
se descubrió sonriendo en el espejo, no encontró rastro de remordimiento
alguno, cada vez era más fácil, más natural, más instintivo. Salió del baño
tratando de controlar el temblor en sus dedos que le producía el exceso de
adrenalina que aún corría por sus venas, observó el cuerpo de Regina tumbado a
sus pies. No se creía culpable, más bien, sentía que había actuado en defensa
propia. Se arrodilló ante la pierna derecha de Regina y arrancó de un tirón una
pequeña joya plateada que se balanceada ligeramente desde que la pierna dejó de
moverse. Respiró tres veces, salió de la pequeña casa para encontrarse con un
ambiente fresco y húmedo que dejó el paso de la tormenta.
Horas después, a kilómetros
de distancia, el licenciado Fernández abordaba un avión de líneas aéreas Iberia
con destino a la Ciudad de México. No quedaba nada más qué hacer en Europa,
había perdido la esperanza de encontrar respuestas a sus preguntas en aquella
parte del mundo. Subió la escalera que lo llevaría al avión y, sin mirar a
atrás, entró en ese pájaro de acero con México en la mente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario