viernes, 19 de diciembre de 2014

Capitulo 24


La luz que entraba por los grandes ventanales del templo en el que se encontraba le daba la sensación de estar en paz consigo mismo, aunque muy adentro de su alma se estaba llevando a cabo toda una revolución de sentimientos. En la superficie todo era calma y tranquilidad, estaba vestido al igual que todas las personas que se dieron cita para platicar con el nuevo Cristo en la Tierra. Traía una túnica blanca de algodón fresco, llevaba los pies descalzos y un especie de turbante de seda que le cubría gran parte de su cabeza. Tenía esperando más de tres horas, meditaba y hacía reflexiones sobre sus pensamientos, sin embargo, no le era posible profundizar mucho en su mente. Cada vez que cerraba los ojos en un intento por encontrarse consigo mismo, el rostro inerte de su hermano aparecía en el centro de sus ideas. Lo desconcentraba, le envolvía un incomprensible sentimiento de impotencia.
—Levántense hermanos que ha llegado quien os sanará.
Al instante, más de un centenar de individuos vestidos de blanco se levantaron de sus tapetes al unísono. Un cántico gutural comenzó a llenar todo el recinto, el licenciado Fernández vio al hombre que había confundido con el nuevo mecías en el restaurante hacía unas semanas. Detrás de él, por una puerta localizada justo en el centro de lo que se podría describir como un escenario, aparecieron tres personas cubiertas completamente con un velo blanco; uno se situó a la derecha, otro a la izquierda y en el centro se mantuvo la última persona, sin retirarse el velo habló con voz clara y potente.
—El verdadero rostro de cada uno está atrapado detrás de una máscara, escondido entre miedos y frustraciones, anhelos y deseos— utilizó una pausa antes de continuar, —si buscan encontrar el verdadero propósito de la vida, deben de liberarse de esa carga, de esa máscara de hierro que los obliga a agachar la cabeza ante el destino, a vivir siempre mirando el suelo y no entender que hay un mundo hermoso esperándolos allá en los cielos— las palabras entraron por los oídos del licenciado Fernández como un torrente de agua fría, nuevamente le sorprendió lo certero del comentario. Se relajó un poco y, después de exhalar todo el aire que llevaba dentro de sus pulmones al igual que la multitud, tomó asiento. Regina, con su apariencia infantil vestida completamente de blanco,  se encontraba a la mitad del templete, continuó:
—Hemos olvidado lo más importante, lo básico y fundamental, el amarnos los unos a los otros, el descubrirnos todos los días nuevamente en la mirada cansada de los demás. Hemos perdido la capacidad de regalar una sonrisa o una buena acción a nuestros pares humanos sin pedir nada a cambio, estamos dejando que nuestra gula de comodidad y la pereza de razonamiento destruya el regalo divino que se nos ha entregado sin merecerlo. Estamos acabando con los mares y la tierra, dejando a las especies animales que nos fuesen dejadas a nuestra custodia perdidas en la más terrible orfandad.
            El licenciado se sintió incómodo, a él no le interesaban las ballenas o los changos, sólo quería que su alma estuviera en paz, que dejara de arderle tanto el corazón cada día que abría los ojos. Regina siguió adoctrinando a la multitud que la contemplaba eufórica, cada vez más extasiados ante las palabras de su Mesías. La reunión fue llenándose de un aura de paz y solidaridad, de comunión entre todos los presentes, excepto uno, Fernández estaba perdido en sus propios pensamientos. Hoy debía hablar a solas con Regina, le urgían respuestas, su paciencia había llegado a su límite y esta vida monástica que había usurpado por las últimas dos semanas no le estaban cayendo nada bien, extrañaba el lujo de su antigua vida, los buenos tragos y los habanos caros, extrañaba su casa, sus costumbres y sobre todo, las pláticas profundas con su hermano, su hermanito, su compañero. Poco antes de que terminara la reunión y durante el punto más emotivo del discurso de Regina, el licenciado Fernández salió de aquel templo, no sin antes hacer contacto visual con Regina para remarcar su deserción y disgusto de aquella nueva vida. Caminó por unas cuadras, caminaba sin ninguna dirección o propósito, se sentía confundido con aquel camino de paz y amor que pregonaba Regina, parecía incongruente o inconcebible ante el mundo de violencia al que estaba acostumbrado.
Horas después y ante el estruendo de una tormenta que caía sin cuartel sobre la ciudad de Madrid, Regina abrió la puerta de la pequeña casa en que vivía en el barrio del Ángel. La persona que estaba postrada ante ella la desconcertó, ninguno de sus seguidores conocía su domicilio particular. Sin embargo, el sujeto, completamente empapado, parecía necesitado de apoyo en urgencia. Lo dejó pasar y lo encaminó a una pequeña sala sumamente austera que como única decoración tenía un cuadro que representaba una cruz partida a la mitad. Lo arropó con una manta y se dirigió a la cocina para calentar agua para café, aquel personaje no habló, tenía la mirada perdida, ni siquiera se sacudía las gotas de lluvia que le corrían por sus ojos. Regina regresó con dos tazas de café, las acomodó en la mesita de estar y se sentó en seguida de aquella persona. Mirándolo a los ojos le dijo:
—Tranquilo, ya estás en casa, aquí conmigo nadie te lastimará, yo te protegeré— mientras le decía esto, Regina tomó la mano del individuo, sintió el frío atroz de esa mano desnuda. El hombre levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de ella. Al verlos, Regina dio un ligero salto hacia atrás sobre el sillón, jamás en su vida había visto unos ojos tan vacíos, pareciese que les hubieren robado el alma misma.
—Tú no me puedes proteger de lo que me persigue— le dijo el hombre con voz quebrada. Regina, por primera vez en su existencia, tuvo miedo, no obstante hizo lo posible por mostrarse amable y comprensiva. Le limpió el rostro con sus manos cálidas y mientras lo hacía le afirmaba una y otra vez que todo estaría bien. Utilizando su intuición, trató de aliviarle un poco la desesperanza en la que estaba sumido ese hombre, —sea lo que sea que te persiga o a lo que le temas, aquí estarás bien, recuerda que el amor lo puede todo, confía en una esperanza futura—. El hombre, con la mirada completamente perdida y con voz pausada, expresó —cómo tener esperanza cuando todo el amor que tenía me fue arrebatado de pronto, cómo seguir respirando si mi propia vida me recuerda la ausencia tan grande que siempre me acompaña, cómo sobrevivir a la pérdida de un hijo, cómo no odiar al mundo que me lo arrebató—.
            Regina no esperaba aquella revelación, es más, no sabía que este individuo tuviera un hijo o familia alguna. Separó sus labios para decir algo bello que motivara a este hombre a seguir viviendo, pero simplemente la inspiración se le había escapado en aquellos momentos, no supo qué hacer. Decidió que el mejor apoyo, sería simplemente abrazarlo; alzó los brazos y se entregó completamente a ese humano que clamaba ternura. Se acercó lentamente como pidiendo permiso, sintió tan cerca de su cuerpo a aquel hombre perdido, lo arrulló entre su cuerpo meciéndolo como a un niño, creyó sentir que ese hombre le respondía el abrazo e incluso escuchó el sollozo que llega antes de la resignación. Estaba dispuesta a todo con tal de devolverle un poco de vida a aquel cuerpo sin ilusiones, no supo exactamente en qué momento sus labios se rozaron, comenzaron a besarse apasionadamente. Regina estaba llevando su doctrina de amor al prójimo al extremo, se estaba entregando como mujer a aquel hombre que apenas conocía, la más primitiva forma de amor puro. Él, por instinto, más que otra cosa, comenzó a besarle el cuello dejándose llevar por esa pasión que creía haber perdido. Delicadamente fue bajando con sus labios por el torso de Regina y antes de llegar al ombligo se detuvo. La recostó sobre el sillón, le levantó la falda larga que le llegaba a Regina hasta los tobillos. Con toda la ternura acumulada por años de soledad, empezó por besar los pies de esa mujer, de pronto y sin previo aviso, el hombre se tensó. Ella sintió cómo aquel toque suave en sus piernas se convertía en un agarre mortal y, tratando de entender lo que pasaba, se incorporó en el sillón. El hombre veía fijamente su pierna derecha, algo había cambiado en el ambiente en tan sólo un segundo. Asustada, intentó zafarse de aquellas pinzas que estrangulaban su extremidad inferior pero le fue imposible, el hombre la miró a los ojos por primera vez en toda la noche. Regina pudo interpretar vida en aquellos ojos, ardían con un odio desmesurado, se supo en peligro e intentó levantarse para huir de esa terrible situación. El hombre reaccionó, la empujó con todas sus fuerzas lanzándola contra la mesa donde estaban las tazas de café. Él se levantó violentamente y la tomó de los cabellos, acercó su rostro bañado en sudor al rostro de Regina.
—¿Qué crees que no sufrió, perra?— la golpeó con rabia en la cara, —¿crees que puedes jugar a ser Dios sin consecuencias— otro golpe, -—¿que tú decides quién muere y quién vive?— los golpes cayeron como lluvia sobre aquel frágil cuerpo, todo era rojo para ella. Dejó de luchar, era inútil resistirse a su destino, se dejó llevar por la negrura que la cobijaba cada vez más y más hasta que al fin ya no sintió ningún dolor. Con su último suspiro, se encomendó a su dios.
El asesino, viendo a su víctima completamente derrotada, se incorporó y entró al baño para lavarse la sangre de sus manos. Mientras se enjuagaba en el agua fresca, alzó el rostro y se descubrió sonriendo en el espejo, no encontró rastro de remordimiento alguno, cada vez era más fácil, más natural, más instintivo. Salió del baño tratando de controlar el temblor en sus dedos que le producía el exceso de adrenalina que aún corría por sus venas, observó el cuerpo de Regina tumbado a sus pies. No se creía culpable, más bien, sentía que había actuado en defensa propia. Se arrodilló ante la pierna derecha de Regina y arrancó de un tirón una pequeña joya plateada que se balanceada ligeramente desde que la pierna dejó de moverse. Respiró tres veces, salió de la pequeña casa para encontrarse con un ambiente fresco y húmedo que dejó el paso de la tormenta.
Horas después, a kilómetros de distancia, el licenciado Fernández abordaba un avión de líneas aéreas Iberia con destino a la Ciudad de México. No quedaba nada más qué hacer en Europa, había perdido la esperanza de encontrar respuestas a sus preguntas en aquella parte del mundo. Subió la escalera que lo llevaría al avión y, sin mirar a atrás, entró en ese pájaro de acero con México en la mente.


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