No podía darle crédito a sus ojos, era imposible,
—¡¿Abril?!— la voz no le funcionó y al decir ese nombre apenas se escuchó como
un soplido, —¡Abril!— gritó Francisco con todas sus fuerzas con la vista fija
en la plataforma del metro que tenía enfrente. Sólo separado de él por las vías
del tren, la mujer a la que le gritaba no se movió pero lo había escuchado,
estaba seguro, —¡Abril, eres tú!— afirmó nuevamente.
Con toda la decisión del mundo
avanzó rumbo a ella, no le importaba nada más, a paso firme cruzó la línea
amarilla de seguridad del metro. La mujer seguía inmóvil pero viéndolo
fijamente, —¡Abril, no te muevas, voy para allá!— justo en el momento en que
intentaba bajarse a las vías para atravesarlas, unas manos lo sujetaron y con
todas las fuerzas que da la adrenalina lo lanzaron lejos de las vías. Un
instante después, pasó el metro a toda velocidad por el mismo lugar donde
Francisco había colocado su pie antes de ser violentamente lanzado. El golpe
fue brutal, se estrelló cual bola de boliche contra las piernas de la gente que esperaban subir
al transporte subterráneo, la boca le sabía a una mezcla asquerosa entre
cenizas de cigarro, polvo y chicle seco masticado, efectos de haber arrastrado
la cara por aquel nada higiénico piso. Se incorporó rápidamente, no le importó
agradecer a su salvador, de hecho, ni siquiera entendió en el grave peligro en
el que había estado. Se paró nuevamente al filo de la plataforma tratando de ubicar a Abril a través de las
ventanas en movimiento del metro que le bloqueaba la vista, era como ver
rápidas diapositivas de gente a través del cristal, estaba medio mundo menos
ella. ¿La habría soñado? ¿Su desesperación era tanta, al grado que estaba
alucinando? Su mejilla inflamada y el sabor nauseabundo que le hacía desear no
tener papilas gustativas confirmaban su visión, empujó a la gente que estaba
arremolinada entorno a él pensando que fuera un loco suicida tratando de acabar
con su existencia. Se mantenía firme como sabueso a pesar de los jaloneos de la
gente, seguía con la vista clavada en la plataforma de enfrente. Una vez que el
metro había pasado con una infinidad de pasajeros, instintivamente miró con el
rabillo del ojo hacia ambos lados del túnel, no había peligro. Sin pensarlo dos
veces, brincó nuevamente a las vías ante el asombro de la multitud, cruzó las
vías y en unos segundos estaba a salvo del otro lado. Seguía sin verla, pero no
podía haberla soñado, debía de ser Abril. La recordaba más joven pero estaba
seguro de que era ella, su Abril.
Exaltado, recorrió el pasillo que lo llevaría a la salida de la
estación, era el único lugar a donde podría haber escapado. Con la mirada,
exploró la totalidad del panorama, hombres y mujeres de todas las clases y no
solamente sociales, sino de todo tipo, personas sin absolutamente nada en común
más que la convergencia caótica en esta ciudad. Pareciese que en ese pasillo
estaban todos los estereotipos habidos y por haber, pero de Abril no se veía ni
la sombra. Subió las escaleras desesperado, la podía sentir, inclusive creyó
oler su perfume sutil a jazmín, estaba cerca. Giró sobre sí mismo intentando tener
una visión global, pero nada, nada de nada, por un instante creyó verla a lo
lejos pero pronto se dio cuenta de su error. Subió las escaleras de aquella
boca al inframundo, una bocanada de aire fresco proveniente de la salida de la
estación le levantó un poco el ánimo, ya estaba afuera. Un tianguis se imponía
ante él, recorrió cada uno de los puestos, inspeccionaba las caras, no podría
estar lejos, no se la podía haber tragado la tierra así nada más, no otra vez.
Su instinto le decía que corriera, que se apurara, que se le acababan los
segundos para poder encontrarla. Cruzó una avenida principal nuevamente con
poco cuidado, se estaba dejando llevar por una voz interior que lo guiaba, se
topó de frente con algo extraño, un bosque en el centro de aquella metrópoli de
cemento, lo bordearía hasta que encontrara una entrada. Las multitudes
aparecían ante sus ojos, se volvían hordas uniformes indiferentes entre ellos
mismos y el mundo que los rodeaba, se apresuró a perseguir no sabía exactamente
qué. Encontró el acceso al bosque por un costado de la avenida Cuauhtémoc, se
internó poco a poco a un área que emanaba soledad, fue hipnotizándose con el
movimiento de los árboles y el canto que producía el viento al mover sus hojas.
Bajó el ritmo paulatinamente hasta que paró por completo, ya no escuchaba el
ruido ensordecedor de los automóviles, estaba parado en un recinto de
tranquilidad y paz. Francisco, con el corazón doliéndole con cada latido, miró
en todas direcciones en la búsqueda de un rastro o alguna señal de aquel
fantasma que se le escapaba una vez más. Sus ojos se posaron en el suelo,
inmóvil, callado, desconsolado, así estuvo por unos minutos. Levantó nuevamente
la vista y entendió que jamás la encontraría, que probablemente no había nada
qué encontrar, que el cuerpo de la mujer que alguna vez amó se encontraba bajo
tierra volviendo a ser polvo, allá, muy al norte de donde estaba parado. Su
cerebro se esforzaba por convencerlo, por hacerle entender que esta aventura
que se había propuesto no llegaría a ningún final feliz, que Abril no
regresaría jamás y debía afrontarlo, que estaba solo, completamente solo, solo
el aire, los árboles y él, nadie más, nada de Abril, nada de sectas secretas,
de asesinos encapuchados, de reliquias, de licenciados torturados, de misterios
o dudas. Se sentó a la sombra de un árbol y, tal como Cortés[1] lo hiciera alguna vez muchos siglos atrás, lloró y
sollozó como un pequeño sin siquiera limpiarse las lágrimas. Estaba tan perdido
y tan vacío, la naturaleza hizo su parte, un viento húmedo comenzó a soplar con
más fuerza agitando la ramas de los árboles, parecía como si ese bosque
quisiera comunicarse con él. Francisco sintió como si aquellos árboles buscaran
arroparlo, consolarlo, podía sentir el roce de una palmada en su espalda, él
seguía llorando, lavando su alma con cada lágrima. Sintió que lo abrazaban, que
lo mecían como a un bebé, era completamente frágil e imperfecto en contraste
del lugar milenario en donde se encontraba. Sintió calor, no era el sol que lo
calentaba pues la copa de los árboles lo impedían, era calor humano, alguien
realmente lo abrazaba. No quería mirar, no quería saber quién lo sujetaba,
prefería la ignorancia a la realidad ¿Y si fuera ella? pensó para sí, una voz
cálida reafirmó su esperanza.
—Perdóname, Francisco, por
favor, perdóname— la voz de ultratumba lo trasportó en el tiempo más de siete
años atrás, —yo no quería hacerte daño, no quería... — la voz se quebró.
Francisco estaba aterrado de observar y no encontrarse con nada, no deseaba ni
podía perder nuevamente esa esperanza que se negaba a morir. El dulce roce que
acariciaba su espalda fue subiendo por su cuello hasta llegar a sus cabellos
jugando tiernamente con su pelo chino. Siguió su camino tocándole la oreja
izquierda y llegando a su destino final en su mejilla. Francisco volteó, era
ella, realmente era ella, Abril estaba ahí en ese lugar de ensueño abrazándolo
delicadamente. Quería decir mil cosas y ni una a la vez, el nudo en su garganta
le impedía articular palabra alguna.
—No sé qué decirte, no creo
que puedas entender mis razones, el porqué desaparecí así de tu vida— dijo
ella. Hubo un largo silencio, la mirada húmeda de ambos se enlazaba nuevamente,
—y porqué… lo tendré que hacer de nuevo— Abril terminó la oración que había
comenzado. Acercó su rostro al cuerpo de Francisco para olerlo por última vez,
le dio un beso en la mejilla y ante el estado catatónico en el que se había
sumido Francisco se levantó para marcharse. Francisco la detuvo tomándola del
brazo sorprendido de que no fuera una visión.
—¿Sólo te irás, así como así?
¿Sin ninguna explicación? ¿Sin darme una oportunidad de entender?— replicó él a
aquella imagen que había perseguido y soñado por tanto tiempo.
—No creo que lo entiendas y la
verdad no quiero que lo entiendas. Hay un mundo allá fuera que no quieres
conocer, un mundo de terribles males del cual no puedo hacerte parte— respondió
Abril tratando de darle una excusa e intentando creerla ella misma para poder
alejarse de ese lugar.
—¿Y de qué me sirve a mí vivir
en este mundo si no te tengo a ti? Prefiero ir hasta lo más profundo del
infierno tomado de tu mano que vivir así, respirando el aire sin tu aliento,
buscando tus abrazos en cada madrugada, sentarme a esperarte en el mismo lugar
donde me dejaste hace años en la más terrible soledad— Francisco no soltaba el
brazo de la mujer, pensaba que al soltarlo ella se desvanecería otra vez junto
con la brisa de la tarde. Abril dudó, sabía que la duda era su flaqueza, ya lo
había vivido con anterioridad. Una frase volvió a su memoria junto a un gélido
recuerdo “hay cosas que no se deben pensar, debes actuar por instinto, una
decisión se puede volver imposible de discernir si lo piensas demasiado”. Tomó
una decisión, con la extremidad que le quedaba libre sujetó la mano de
Francisco con que la retenía, ya la estaba lastimando. Al sentir la danza de
unos dedos sobre los suyos, Francisco cedió, se desprendió de aquel cuerpo
confiando en que no se le escabulliría una vez más. Abril siguió tocando,
palpando, acariciando la palma de Francisco, él reaccionó. En el mismo
instante, como si algo mayor a ellos dos los manejara entrelazaron sus manos
palma a palma, dedo a dedo se tomaron, así, apretándose mutuamente como si el
dolor fuera evidencia de que realmente se habían encontrado.
—¿Estás seguro de que bajarías
al mismísimo infierno estando a mi lado?— preguntó ella sabiendo que su
pregunta era literal.
—El no tenerte ha sido mi más
sombrío abismo— contestó Francisco a quien un frenesí de emociones amenazaban
con desmayarlo. Sin soltar su mano, con fuego en sus palabras e intentando ser
poético concluyó, —contigo todo, sin ti… la muerte— Abril sonrió, tal vez no
todo estaba perdido después de todo.
[1]
Hernán Cortés: Conquistador de México cuya leyenda dice que después de ser
derrotado por los aztecas en la Gran Tenochtitlan lloró bajo un árbol al que le
llamaron El árbol de la noche triste (30
de junio de 1520).
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