sábado, 27 de diciembre de 2014

Capitulo 26

No podía darle crédito a sus ojos, era imposible, —¡¿Abril?!— la voz no le funcionó y al decir ese nombre apenas se escuchó como un soplido, —¡Abril!— gritó Francisco con todas sus fuerzas con la vista fija en la plataforma del metro que tenía enfrente. Sólo separado de él por las vías del tren, la mujer a la que le gritaba no se movió pero lo había escuchado, estaba seguro, —¡Abril, eres tú!— afirmó nuevamente.
Con toda la decisión del mundo avanzó rumbo a ella, no le importaba nada más, a paso firme cruzó la línea amarilla de seguridad del metro. La mujer seguía inmóvil pero viéndolo fijamente, —¡Abril, no te muevas, voy para allá!— justo en el momento en que intentaba bajarse a las vías para atravesarlas, unas manos lo sujetaron y con todas las fuerzas que da la adrenalina lo lanzaron lejos de las vías. Un instante después, pasó el metro a toda velocidad por el mismo lugar donde Francisco había colocado su pie antes de ser violentamente lanzado. El golpe fue brutal, se estrelló cual bola de boliche contra  las piernas de la gente que esperaban subir al transporte subterráneo, la boca le sabía a una mezcla asquerosa entre cenizas de cigarro, polvo y chicle seco masticado, efectos de haber arrastrado la cara por aquel nada higiénico piso. Se incorporó rápidamente, no le importó agradecer a su salvador, de hecho, ni siquiera entendió en el grave peligro en el que había estado. Se paró nuevamente al filo de la plataforma  tratando de ubicar a Abril a través de las ventanas en movimiento del metro que le bloqueaba la vista, era como ver rápidas diapositivas de gente a través del cristal, estaba medio mundo menos ella. ¿La habría soñado? ¿Su desesperación era tanta, al grado que estaba alucinando? Su mejilla inflamada y el sabor nauseabundo que le hacía desear no tener papilas gustativas confirmaban su visión, empujó a la gente que estaba arremolinada entorno a él pensando que fuera un loco suicida tratando de acabar con su existencia. Se mantenía firme como sabueso a pesar de los jaloneos de la gente, seguía con la vista clavada en la plataforma de enfrente. Una vez que el metro había pasado con una infinidad de pasajeros, instintivamente miró con el rabillo del ojo hacia ambos lados del túnel, no había peligro. Sin pensarlo dos veces, brincó nuevamente a las vías ante el asombro de la multitud, cruzó las vías y en unos segundos estaba a salvo del otro lado. Seguía sin verla, pero no podía haberla soñado, debía de ser Abril. La recordaba más joven pero estaba seguro de que era ella, su Abril.  Exaltado, recorrió el pasillo que lo llevaría a la salida de la estación, era el único lugar a donde podría haber escapado. Con la mirada, exploró la totalidad del panorama, hombres y mujeres de todas las clases y no solamente sociales, sino de todo tipo, personas sin absolutamente nada en común más que la convergencia caótica en esta ciudad. Pareciese que en ese pasillo estaban todos los estereotipos habidos y por haber, pero de Abril no se veía ni la sombra. Subió las escaleras desesperado, la podía sentir, inclusive creyó oler su perfume sutil a jazmín, estaba cerca. Giró sobre sí mismo intentando tener una visión global, pero nada, nada de nada, por un instante creyó verla a lo lejos pero pronto se dio cuenta de su error. Subió las escaleras de aquella boca al inframundo, una bocanada de aire fresco proveniente de la salida de la estación le levantó un poco el ánimo, ya estaba afuera. Un tianguis se imponía ante él, recorrió cada uno de los puestos, inspeccionaba las caras, no podría estar lejos, no se la podía haber tragado la tierra así nada más, no otra vez. Su instinto le decía que corriera, que se apurara, que se le acababan los segundos para poder encontrarla. Cruzó una avenida principal nuevamente con poco cuidado, se estaba dejando llevar por una voz interior que lo guiaba, se topó de frente con algo extraño, un bosque en el centro de aquella metrópoli de cemento, lo bordearía hasta que encontrara una entrada. Las multitudes aparecían ante sus ojos, se volvían hordas uniformes indiferentes entre ellos mismos y el mundo que los rodeaba, se apresuró a perseguir no sabía exactamente qué. Encontró el acceso al bosque por un costado de la avenida Cuauhtémoc, se internó poco a poco a un área que emanaba soledad, fue hipnotizándose con el movimiento de los árboles y el canto que producía el viento al mover sus hojas. Bajó el ritmo paulatinamente hasta que paró por completo, ya no escuchaba el ruido ensordecedor de los automóviles, estaba parado en un recinto de tranquilidad y paz. Francisco, con el corazón doliéndole con cada latido, miró en todas direcciones en la búsqueda de un rastro o alguna señal de aquel fantasma que se le escapaba una vez más. Sus ojos se posaron en el suelo, inmóvil, callado, desconsolado, así estuvo por unos minutos. Levantó nuevamente la vista y entendió que jamás la encontraría, que probablemente no había nada qué encontrar, que el cuerpo de la mujer que alguna vez amó se encontraba bajo tierra volviendo a ser polvo, allá, muy al norte de donde estaba parado. Su cerebro se esforzaba por convencerlo, por hacerle entender que esta aventura que se había propuesto no llegaría a ningún final feliz, que Abril no regresaría jamás y debía afrontarlo, que estaba solo, completamente solo, solo el aire, los árboles y él, nadie más, nada de Abril, nada de sectas secretas, de asesinos encapuchados, de reliquias, de licenciados torturados, de misterios o dudas. Se sentó a la sombra de un árbol y, tal como Cortés[1] lo hiciera alguna vez muchos siglos atrás, lloró y sollozó como un pequeño sin siquiera limpiarse las lágrimas. Estaba tan perdido y tan vacío, la naturaleza hizo su parte, un viento húmedo comenzó a soplar con más fuerza agitando la ramas de los árboles, parecía como si ese bosque quisiera comunicarse con él. Francisco sintió como si aquellos árboles buscaran arroparlo, consolarlo, podía sentir el roce de una palmada en su espalda, él seguía llorando, lavando su alma con cada lágrima. Sintió que lo abrazaban, que lo mecían como a un bebé, era completamente frágil e imperfecto en contraste del lugar milenario en donde se encontraba. Sintió calor, no era el sol que lo calentaba pues la copa de los árboles lo impedían, era calor humano, alguien realmente lo abrazaba. No quería mirar, no quería saber quién lo sujetaba, prefería la ignorancia a la realidad ¿Y si fuera ella? pensó para sí, una voz cálida reafirmó su esperanza.
—Perdóname, Francisco, por favor, perdóname— la voz de ultratumba lo trasportó en el tiempo más de siete años atrás, —yo no quería hacerte daño, no quería... — la voz se quebró. Francisco estaba aterrado de observar y no encontrarse con nada, no deseaba ni podía perder nuevamente esa esperanza que se negaba a morir. El dulce roce que acariciaba su espalda fue subiendo por su cuello hasta llegar a sus cabellos jugando tiernamente con su pelo chino. Siguió su camino tocándole la oreja izquierda y llegando a su destino final en su mejilla. Francisco volteó, era ella, realmente era ella, Abril estaba ahí en ese lugar de ensueño abrazándolo delicadamente. Quería decir mil cosas y ni una a la vez, el nudo en su garganta le impedía articular palabra alguna.
—No sé qué decirte, no creo que puedas entender mis razones, el porqué desaparecí así de tu vida— dijo ella. Hubo un largo silencio, la mirada húmeda de ambos se enlazaba nuevamente, —y porqué… lo tendré que hacer de nuevo— Abril terminó la oración que había comenzado. Acercó su rostro al cuerpo de Francisco para olerlo por última vez, le dio un beso en la mejilla y ante el estado catatónico en el que se había sumido Francisco se levantó para marcharse. Francisco la detuvo tomándola del brazo sorprendido de que no fuera una visión.
—¿Sólo te irás, así como así? ¿Sin ninguna explicación? ¿Sin darme una oportunidad de entender?— replicó él a aquella imagen que había perseguido y soñado por tanto tiempo.
—No creo que lo entiendas y la verdad no quiero que lo entiendas. Hay un mundo allá fuera que no quieres conocer, un mundo de terribles males del cual no puedo hacerte parte— respondió Abril tratando de darle una excusa e intentando creerla ella misma para poder alejarse de ese lugar.
—¿Y de qué me sirve a mí vivir en este mundo si no te tengo a ti? Prefiero ir hasta lo más profundo del infierno tomado de tu mano que vivir así, respirando el aire sin tu aliento, buscando tus abrazos en cada madrugada, sentarme a esperarte en el mismo lugar donde me dejaste hace años en la más terrible soledad— Francisco no soltaba el brazo de la mujer, pensaba que al soltarlo ella se desvanecería otra vez junto con la brisa de la tarde. Abril dudó, sabía que la duda era su flaqueza, ya lo había vivido con anterioridad. Una frase volvió a su memoria junto a un gélido recuerdo “hay cosas que no se deben pensar, debes actuar por instinto, una decisión se puede volver imposible de discernir si lo piensas demasiado”. Tomó una decisión, con la extremidad que le quedaba libre sujetó la mano de Francisco con que la retenía, ya la estaba lastimando. Al sentir la danza de unos dedos sobre los suyos, Francisco cedió, se desprendió de aquel cuerpo confiando en que no se le escabulliría una vez más. Abril siguió tocando, palpando, acariciando la palma de Francisco, él reaccionó. En el mismo instante, como si algo mayor a ellos dos los manejara entrelazaron sus manos palma a palma, dedo a dedo se tomaron, así, apretándose mutuamente como si el dolor fuera evidencia de que realmente se habían encontrado.
—¿Estás seguro de que bajarías al mismísimo infierno estando a mi lado?— preguntó ella sabiendo que su pregunta era literal.
—El no tenerte ha sido mi más sombrío abismo— contestó Francisco a quien un frenesí de emociones amenazaban con desmayarlo. Sin soltar su mano, con fuego en sus palabras e intentando ser poético concluyó, —contigo todo, sin ti… la muerte— Abril sonrió, tal vez no todo estaba perdido después de todo.



[1] Hernán Cortés: Conquistador de México cuya leyenda dice que después de ser derrotado por los aztecas en la Gran Tenochtitlan lloró bajo un árbol al que le llamaron El árbol de la noche triste (30 de junio de 1520).



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