Francisco cambió de postura en el sillón de la casa de
Rocío. Con la ilustrada explicación sobre los Deus Caelum Inferno, Rocío le abrió los ojos con relación a muchas
de las cosas que habían pasado en el granero y poco a poco comenzaban a tener
sentido, como un rompecabezas que lentamente va mostrando su forma final. Al
mismo tiempo, mientras más pensaba, otras cosas le parecían cada vez mas
ilógicas y fantásticas. Todo ese desgaste mental le había provocado hambre.
Rocío captó la necesidad de su alumno al escuchar gruñir su estómago por
segunda vez y, como si estuvieran hablando de las cosas más triviales del
mundo, hizo una pausa en la conversación con una sonrisa y se levantó diciendo:
—Mira qué tarde es, ya es
hora de comer, ahorita verás que te traigo algo. No estará muy rico pero de
seguro va a estar calientito— mientras su mentora se encontraba en la cocina
preparando algo para los dos, Francisco tuvo la tentación de irse como lo había
hecho la vez pasada que estuvo ahí, la misma necesidad que se le presentaba
cada vez que sentía que no tenía el control de la situación. Cuando se creía
acorralado acostumbraba a correr y correr sin mirar atrás. Esto era demasiado
para él.
—Hombres muertos, sectas secretas, reliquias,
¿acaso el mundo se ha vuelto al revés?,
pero esta vez algo era diferente— suspiró largo y profundo.
Un foto que sostenía
firmemente con su mano izquierda le impedía levantarse y salir de ahí,
necesitaba encontrarle explicación a lo que estaba sucediendo, apretó los
labios tratando de borrar aquella tentación y esperó.
Después de haber terminado
de comer unos sándwiches con pan tostado, Rocío le pidió a Francisco que
siguiera con el relato. Él, dispuesto a ir hasta el final, continuó:
—Resulta, Chío, que cuando
abrí los ojos estaba dentro de una camioneta bastante bonita y hasta cómoda si
no fuera porque tenía las manos amarradas por la espalda. Fueron tan
considerados que dejaron prendido el aire acondicionado, era de esas camionetas
largas que traen tres asientos de pasajeros, los vidrios estaban muy
polarizados pero aún así logré ver a través de ellos otra camioneta igual a la
que me encontraba. Estaba estacionada enseguida del lado derecho y justo detrás
de ella alcancé a ver a un grupo de hombres uniformados que esperaban algo,
pudieran haber sido cinco o seis. Al frente, a través del vidrio panorámico
pude observar la puerta entre abierta del granero, adentro distinguí al
licenciado Fernández que en ese momento estaba de rodillas frente a otros dos
hombres que llevaban vestimenta militar y pasamontañas color negro, lo cual
hacía imposible reconocerlos. Cada una de las personas que alcanzaba a ver,
obviamente con excepción del licenciado, portaban armas largas de esas que
salen mucho en las noticias. El licenciado tenía los ojos vendados y sus manos
atadas a la espalda, parecía que lo interrogaran. El estar encerrado en la
camioneta me impedía escuchar lo que decían, de hecho, recuerdo haber oído
absolutamente nada, sólo recuerdo el miedo, creí que mi vida había terminado,
que en cualquier momento le darían el tiro de gracia y después vendrían por mí.
O peor, recordaba el cuerpo torturado del otro licenciado Fernández, no quería
sufrir, no entendía qué es lo que estaba sucediendo, aunque realmente no me
importaba mucho mi vida, de todas formas no quería morir todavía, no así. Sentí
cómo mi vejiga se vaciaba cuando entre los dos hombres levantaron al licenciado
poniéndolo en contra de la pared y apuntándolo con sus armas. Parecía que lo
hicieran para provocarme más tormento, se notaban sumamente enojados, blandían
una y otra vez sus armas en contra de la cabeza del licenciado, buscaban algo.
En ese momento vi que su víctima comenzó a hablar, los agresores dejaron de
sacudirlo, lo escucharon por unos minutos, pude notar miradas de complicidad
entre los encapuchados, después, lo arrastraron hasta la camioneta en la que yo
me encontraba y con uso excesivo de violencia lo arrojaron al interior cayendo
justo a mi lado. Una última amenaza se logró escuchar antes de que cerraran
nuevamente la puerta “si no está aquí lo que nos dijiste, vamos a volver por
ti, perro…”. El licenciado estaba sangrando por la boca, transpiraba
profusamente, como pude lo empujé con mis hombros y lo ayudé a acomodarse en el
asiento. Jadeante por el esfuerzo, me ordenó con el aire entrecortado “no les
digas nada, absolutamente nada de lo que te he dicho…”, yo le dije sorprendido
¡que realmente no sabía nada!, sólo historias extrañas que me había contado, le
respondí desesperado. Sentía que había quedado atrapado en un problema donde no
tenía nada que ver, “necesito que me prometas algo, Francisco, van a volver por
mí, lo sé, no les di lo que querían…” me dijo sonriendo con las encías
ensangrentadas. “Y no sé si pueda salir con vida de esta…” me dijo cambiando su
tono a un pesimismo exacerbado, “lo que ellos quieren no está aquí, nunca se
guardan todos los ases bajo la misma manga, Francisco…”. Mientras hablaba, pude
ver que los hombres volvían, se detuvieron enfrente de la camioneta y pude
notar que discutían, parecían confundidos. Uno de ellos hacía ademanes que
parecían indicar la retirada. Otro más, que desde un inicio creí que era el que
daba las órdenes, se negaba a marcharse. “Si no la libro o no me comunico
contigo en el transcurso de veinticuatro horas, necesito que me hagas un favor,
Francisco, pero debes de prometérmelo…” nuevamente el idiota de yo se lo
prometí creyendo que realmente ninguno de los dos saldríamos vivos de ahí. “Necesito
que vayas al despacho, busca en al archivero personal, en el cajón 137, la
llave está debajo de la alfombra de la esquina derecha, saca todo lo que
encuentres. Llévalo a la dirección que aparece en el directorio general del
despacho bajo el mismo número, pero cuidado, no vayas a leer ni ver lo que hay
dentro del paquete, no te quiero comprometer más de lo que ya estás. Acuérdate,
ellos son capaces de todo con tal de que nadie más lo sepa…” ¿ellos quienes?,
¿ellos de los que me platicaba hace rato?, pregunté yo con un dejo de pánico en
mi voz. No le dieron tiempo de contestarme, en ese preciso instante abrieron la
puerta de la camioneta y cuatro manos lo extrajeron de manera forzada, al mismo
tiempo, la otra puerta de la camioneta se abrió y subió un encapuchado
apuntándome, de igual manera lo hizo otro por la puerta en donde hacía sólo
unos segundos habían bajado al licenciado. Literalmente entré en shock, dije
una pequeña plegaria y cerré los ojos, esperaba escuchar el disparo que acabara
con mi existencia, afortunadamente sólo escuché el motor de la camioneta
encendiéndose. Salimos de la huerta yo y mi hostil compañía. Me vendaron los
ojos y viajamos en completo silencio, yo trataba de hacer la menor cantidad de
ruido, inclusive regulaba mi respiración, todo con la ingenua finalidad de que
no se acordaran de mí y me dejaran en paz. Cada cierto tiempo, como si
estuvieran programados, me proferían insultos y me golpeaban en las costillas o
en la nuca, aunque sin mucha saña, como si fuera más bien una rutina laboral en
lugar de que estuvieran realmente molestos.
Después de varias horas de
dar vueltas a oscuras, yo me encontraba completamente fastidiado de tanto dar
tumbos entre un gato hidráulico y diferentes herramientas. Desde hacía bastante
rato me habían traspasado a la cajuela, e inclusive pareciese que realmente me
hubiesen olvidado. Podía escucharlos conversar entre ellos de la manera más
tranquila como si nada estuviese pasando, como si no trajeran a un tipo en la
cajuela apestando a orines. Yo me concentré en la música norteña que sonaba a
todo volumen, “en un carro de la
Chrysler, un automóvil 300, viajaban Chuy y Mauricio, felices y muy contentos,
cómo iban a imaginarse que los bajarían ya muertos”. Tras escuchar el desenlace de la historia de
esos dos infelices sujetos y por conocimiento de otras miles de historias
similares, me dije a mí mismo que era mejor dejarme llevar. La suerte estaba
echada, si éste era el fin, ni hablar; dicen que cuando te toca ni aunque te
quites. La camioneta fue reduciendo la velocidad, la música paró abruptamente
seguido de dos portazos. “OK…” pensé, “es la hora de la verdad…”. Abrieron la
puerta de la cajuela y traté de enderezarme, me tomaron por los brazos, sentí
cómo cortaron la correa que me sostenía unidas las muñecas de las manos y, sin
más, me aventaron a la calle. No levanté la mirada ni me quité la venda hasta
muchos segundos después, estaba muerto de miedo. Cuando tuve el valor de
hacerlo y mirar, me encontré completamente solo en la calle frente a mi
auto, a un hijo de puta se le había
ocurrido el peor momento para poncharme las llantas.
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