jueves, 20 de noviembre de 2014

Capitulo 14



Francisco cambió de postura en el sillón de la casa de Rocío. Con la ilustrada explicación sobre los Deus Caelum Inferno, Rocío le abrió los ojos con relación a muchas de las cosas que habían pasado en el granero y poco a poco comenzaban a tener sentido, como un rompecabezas que lentamente va mostrando su forma final. Al mismo tiempo, mientras más pensaba, otras cosas le parecían cada vez mas ilógicas y fantásticas. Todo ese desgaste mental le había provocado hambre. Rocío captó la necesidad de su alumno al escuchar gruñir su estómago por segunda vez y, como si estuvieran hablando de las cosas más triviales del mundo, hizo una pausa en la conversación con una sonrisa y se levantó diciendo:
—Mira qué tarde es, ya es hora de comer, ahorita verás que te traigo algo. No estará muy rico pero de seguro va a estar calientito— mientras su mentora se encontraba en la cocina preparando algo para los dos, Francisco tuvo la tentación de irse como lo había hecho la vez pasada que estuvo ahí, la misma necesidad que se le presentaba cada vez que sentía que no tenía el control de la situación. Cuando se creía acorralado acostumbraba a correr y correr sin mirar atrás. Esto era demasiado para él.
 —Hombres muertos, sectas secretas, reliquias, ¿acaso el mundo se ha vuelto al revés?,  pero esta vez algo era diferente— suspiró largo y profundo.
Un foto que sostenía firmemente con su mano izquierda le impedía levantarse y salir de ahí, necesitaba encontrarle explicación a lo que estaba sucediendo, apretó los labios tratando de borrar aquella tentación y esperó.
Después de haber terminado de comer unos sándwiches con pan tostado, Rocío le pidió a Francisco que siguiera con el relato. Él, dispuesto a ir hasta el final, continuó:
—Resulta, Chío, que cuando abrí los ojos estaba dentro de una camioneta bastante bonita y hasta cómoda si no fuera porque tenía las manos amarradas por la espalda. Fueron tan considerados que dejaron prendido el aire acondicionado, era de esas camionetas largas que traen tres asientos de pasajeros, los vidrios estaban muy polarizados pero aún así logré ver a través de ellos otra camioneta igual a la que me encontraba. Estaba estacionada enseguida del lado derecho y justo detrás de ella alcancé a ver a un grupo de hombres uniformados que esperaban algo, pudieran haber sido cinco o seis. Al frente, a través del vidrio panorámico pude observar la puerta entre abierta del granero, adentro distinguí al licenciado Fernández que en ese momento estaba de rodillas frente a otros dos hombres que llevaban vestimenta militar y pasamontañas color negro, lo cual hacía imposible reconocerlos. Cada una de las personas que alcanzaba a ver, obviamente con excepción del licenciado, portaban armas largas de esas que salen mucho en las noticias. El licenciado tenía los ojos vendados y sus manos atadas a la espalda, parecía que lo interrogaran. El estar encerrado en la camioneta me impedía escuchar lo que decían, de hecho, recuerdo haber oído absolutamente nada, sólo recuerdo el miedo, creí que mi vida había terminado, que en cualquier momento le darían el tiro de gracia y después vendrían por mí. O peor, recordaba el cuerpo torturado del otro licenciado Fernández, no quería sufrir, no entendía qué es lo que estaba sucediendo, aunque realmente no me importaba mucho mi vida, de todas formas no quería morir todavía, no así. Sentí cómo mi vejiga se vaciaba cuando entre los dos hombres levantaron al licenciado poniéndolo en contra de la pared y apuntándolo con sus armas. Parecía que lo hicieran para provocarme más tormento, se notaban sumamente enojados, blandían una y otra vez sus armas en contra de la cabeza del licenciado, buscaban algo. En ese momento vi que su víctima comenzó a hablar, los agresores dejaron de sacudirlo, lo escucharon por unos minutos, pude notar miradas de complicidad entre los encapuchados, después, lo arrastraron hasta la camioneta en la que yo me encontraba y con uso excesivo de violencia lo arrojaron al interior cayendo justo a mi lado. Una última amenaza se logró escuchar antes de que cerraran nuevamente la puerta “si no está aquí lo que nos dijiste, vamos a volver por ti, perro…”. El licenciado estaba sangrando por la boca, transpiraba profusamente, como pude lo empujé con mis hombros y lo ayudé a acomodarse en el asiento. Jadeante por el esfuerzo, me ordenó con el aire entrecortado “no les digas nada, absolutamente nada de lo que te he dicho…”, yo le dije sorprendido ¡que realmente no sabía nada!, sólo historias extrañas que me había contado, le respondí desesperado. Sentía que había quedado atrapado en un problema donde no tenía nada que ver, “necesito que me prometas algo, Francisco, van a volver por mí, lo sé, no les di lo que querían…” me dijo sonriendo con las encías ensangrentadas. “Y no sé si pueda salir con vida de esta…” me dijo cambiando su tono a un pesimismo exacerbado, “lo que ellos quieren no está aquí, nunca se guardan todos los ases bajo la misma manga, Francisco…”. Mientras hablaba, pude ver que los hombres volvían, se detuvieron enfrente de la camioneta y pude notar que discutían, parecían confundidos. Uno de ellos hacía ademanes que parecían indicar la retirada. Otro más, que desde un inicio creí que era el que daba las órdenes, se negaba a marcharse. “Si no la libro o no me comunico contigo en el transcurso de veinticuatro horas, necesito que me hagas un favor, Francisco, pero debes de prometérmelo…” nuevamente el idiota de yo se lo prometí creyendo que realmente ninguno de los dos saldríamos vivos de ahí. “Necesito que vayas al despacho, busca en al archivero personal, en el cajón 137, la llave está debajo de la alfombra de la esquina derecha, saca todo lo que encuentres. Llévalo a la dirección que aparece en el directorio general del despacho bajo el mismo número, pero cuidado, no vayas a leer ni ver lo que hay dentro del paquete, no te quiero comprometer más de lo que ya estás. Acuérdate, ellos son capaces de todo con tal de que nadie más lo sepa…” ¿ellos quienes?, ¿ellos de los que me platicaba hace rato?, pregunté yo con un dejo de pánico en mi voz. No le dieron tiempo de contestarme, en ese preciso instante abrieron la puerta de la camioneta y cuatro manos lo extrajeron de manera forzada, al mismo tiempo, la otra puerta de la camioneta se abrió y subió un encapuchado apuntándome, de igual manera lo hizo otro por la puerta en donde hacía sólo unos segundos habían bajado al licenciado. Literalmente entré en shock, dije una pequeña plegaria y cerré los ojos, esperaba escuchar el disparo que acabara con mi existencia, afortunadamente sólo escuché el motor de la camioneta encendiéndose. Salimos de la huerta yo y mi hostil compañía. Me vendaron los ojos y viajamos en completo silencio, yo trataba de hacer la menor cantidad de ruido, inclusive regulaba mi respiración, todo con la ingenua finalidad de que no se acordaran de mí y me dejaran en paz. Cada cierto tiempo, como si estuvieran programados, me proferían insultos y me golpeaban en las costillas o en la nuca, aunque sin mucha saña, como si fuera más bien una rutina laboral en lugar de que estuvieran realmente molestos.
Después de varias horas de dar vueltas a oscuras, yo me encontraba completamente fastidiado de tanto dar tumbos entre un gato hidráulico y diferentes herramientas. Desde hacía bastante rato me habían traspasado a la cajuela, e inclusive pareciese que realmente me hubiesen olvidado. Podía escucharlos conversar entre ellos de la manera más tranquila como si nada estuviese pasando, como si no trajeran a un tipo en la cajuela apestando a orines. Yo me concentré en la música norteña que sonaba a todo volumen, “en un carro de la Chrysler, un automóvil 300, viajaban Chuy y Mauricio, felices y muy contentos, cómo iban a imaginarse que los bajarían ya muertos”. Tras escuchar el desenlace de la historia de esos dos infelices sujetos y por conocimiento de otras miles de historias similares, me dije a mí mismo que era mejor dejarme llevar. La suerte estaba echada, si éste era el fin, ni hablar; dicen que cuando te toca ni aunque te quites. La camioneta fue reduciendo la velocidad, la música paró abruptamente seguido de dos portazos. “OK…” pensé, “es la hora de la verdad…”. Abrieron la puerta de la cajuela y traté de enderezarme, me tomaron por los brazos, sentí cómo cortaron la correa que me sostenía unidas las muñecas de las manos y, sin más, me aventaron a la calle. No levanté la mirada ni me quité la venda hasta muchos segundos después, estaba muerto de miedo. Cuando tuve el valor de hacerlo y mirar, me encontré completamente solo en la calle frente a mi auto,  a un hijo de puta se le había ocurrido el peor momento para poncharme las llantas.

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