La cabeza aún le dolía, seguía en un estado de
excitación a pesar de haber dejado atrás las calles mancilladas con sangre y
basura. Se dirigía hacia el poniente de la Ciudad de México por la avenida
Reforma, aquella persona que seguía usando la misma gabardina marrón que hace
algunas horas no había concluido su trabajo todavía, tenía que terminar el
ritual con una ofrenda. No se le ocurrió mayor sacrificio que caminar, caminar
por aquel interminable laberinto de luz neón, por aquella ciudad que ha
albergado dentro de sus entrañas mil palacios; caminar hasta cansarse, hasta
desplomarse, hasta convertirse en uno mismo con el pavimento, con el agua de
los charcos, con las plantas tercas que sobreviven en la urbe, a pesar del
cemento que les impide ver el sol; entrar en comunión con ese torbellino de
culturas y civilizaciones; robar un poco de esa energía milenaria que fluye por
sus calles, personas y animales; caminar, sólo caminar.
72 horas después, se
encontró descansando en una banca de un pequeño bosque que era en esa ciudad
solamente un minúsculo pulmón verde que luchaba día con día para contrarrestar
el daño generado por la emisión de gases contaminantes de más de un millón y
medio de vehículos. Agradeció por esa banca y esos árboles, sentía el oxígeno
filtrarse por todo su cuerpo quitándole un poco el cansancio de tres días de
caminata. A pesar del agotamiento, sentía que había alcanzado un grado más alto
de sabiduría, de pureza, logró desconectar su mente durante el sacrificio y se
dedicó a meditar. Comprendió algunas cosas de la naturaleza humana, entendió
que la única forma de que se puedan sentir los hombres plenos es a través de la
adversidad y del sufrimiento, pues, si estos dos elementos fundamentales
llegasen a faltar en la vida de cualquier persona, rápidamente el sujeto que,
en un principio se creía feliz, al darse cuenta que lo ha cumplido todo o que
no existe ningún obstáculo en su vida, pierde el sentido de su existencia. Se
pierde a sí mismo buscando en su propia felicidad el hueco que dejó la desdicha
y, al no encontrarla, el balance se rompe convirtiéndose, paradójicamente, en un
ser desdichado y sin ilusiones. También comprendió que, a pesar de que su
camino era el de las tinieblas, no podría alejarse del todo del sendero de la
luz, pues ¿cómo se podría reconocer la inagotable llama de la virtud sin que de
fondo existiera la nube oscura de la perversión o viceversa? La coexistencia
era obligatoria y necesaria.
Sintió que alguien le
observaba, alzó la mirada y lo vio sentado en una banca justo enfrente de la
suya. Lo reconoció inmediatamente, se veía distinto sin las velas y el humo del
incienso rodeándolo, parecía un tierno abuelito, pero esa mano era inolvidable,
la mano que había sellado su destino con una moneda. El hombre se levantó y
caminó hacia donde se encontraba, le tomó de los hombros y le ayudó a quitarse
la gabardina marrón.
—No me equivoqué la primera
vez que te vi, estaba seguro que tenías el talento y el temple— le dijo el hombre recién llegado con una
sonrisa en los labios, —mi nombre es Fajro, no necesito saber el tuyo, ya se
revelará a su debido tiempo. Por el momento, me queda entregarte esto.
Mientras hablaba el hombre
que se había identificado como Fajro, sacó de entre sus ropas una cadena con un
dije de plata. Parecía una de esas placas de identificación que usaban en el
ejército, en una de sus caras estaba el número uno romano y la otra estaba en
blanco. La plata pulida sin imagen servía como espejo, al momento de ponérsela
y sentir el frío del metal alrededor de su cuello se dio cuenta de que había
obtenido su primera reliquia, sin embargo, le desconcertó ver solamente su
reflejo en una de las caras. Esperaba algo más trascendental, más revelador.
Como si hubiese leído sus pensamientos, Fajro se apresuró a resolver la
inquietud que se dibujaba en el rostro juvenil.
—Eso es lo que eres hoy,
eres la nada, no existes, eres sólo un reflejo de los demás, de la sociedad en
la que has estado desde siempre— sabía que esas palabras causaban un efecto
devastador en los nuevos iniciados después de todas las pruebas a las que
habían sido sometidos, agregó para suavizar las cosas, —pero no te sientas mal,
ser la nada tiene sus grandes ventajas, tienes el potencial infinito de ser lo
que quieras ser, de auto crearte desde cero. Es como nacer pero siendo adulto,
con todo un aprendizaje anterior pero sin cargar con los errores que conlleva
el crecimiento—.
Al término del comentario, le dio
tres palmadas en la espalda y tomó asiento en la banca separado sólo por la
gabardina de quien lo escuchaba.
—Ahora es momento de que
sigas, te estaremos observando, yo seré uno de tus centinelas. Los demás… los
demás los conocerás después. Has aprendido bien, pero eso ya es pasado, el
tiempo no para y tú tampoco debes. ¿Sabes por qué terminaste en este parque?—
la pregunta se quedó volando en el viento, los gritos joviales de unos niños que
jugaban a lo lejos llamó su atención. Sabía perfectamente qué hacía en ese
parque. Se levantó de la banca y caminó con dirección a las risas, los observó
por unos minutos. Comprobó que la madre de los niños, una mujer joven con ropa
cara, estaba en una cafetería cruzando la calle con sus amigas tomando café y
charlando sin ninguna preocupación, se sentía segura porque se encontraba en
una colonia de clase alta. Era necesario que aprendiera una lección, sería su
contribución a esos pequeños; a través del miedo, les daría una mamá más
responsable. Primero, se acercó a los pequeños con la promesa de dulces y
videojuegos; fue muy sencillo tomarlos de la mano y llevarlos hasta la esquina
contraria del parque de donde estaba su madre. Les dijo que jugarían a las escondidas
que, si se escondían bien y no los encontraba muy rápido, les daría muchos
premios. Después, cerciorándose que la madre no se había percatado de lo que
estaba pasando, se acercó a la cafetería y tomó un asiento en una mesa vacía
mientras le hacía señas a la mesera para que le trajera un café. Le molestó que
hubiera pasado más de cinco minutos y la mujer ni siquiera hubiese volteado a
la ventana, por esta razón, tomó una servilleta y con pésima caligrafía
escribió "tenemos a tus hijos, si quieres verlos con vida junta cien mil
antes de las cinco de la tarde, nosotros te contactaremos". Dobló la
servilleta y se levantó de su lugar; caminó con toda la confianza del mundo
hasta donde estaba la señora quien, justo en ese momento, estaba contando un
jugoso chisme acerca de una mujer que tenía tres amantes y dos de ellos eran
hermanos. Apretó la servilleta fuertemente entre su mano y tocó el hombro de la
mujer.
—Disculpe, señorita, cuando iba entrando me
pidió un joven que le diera esto— la mujer, dando una mirada fugaz y despectiva
a quien le entregaba el mensaje, tomó con el dedo índice y pulgar la servilleta
como queriéndose ensuciar lo menos posible. En ese preciso momento, después de
completar la primera parte de su plan y sin esperar a que la mujer leyera la
nota, se retiró de vuelta a su asiento donde ya le esperaba su café y se sentó
a mirar cómo se desarrollaba su plan. En su mente lo veía todo claro, la mujer
se pararía presurosa a buscar a sus hijos, al ver que no estaban donde los
había dejado, comenzaría a llamarlos a gritos desde la banqueta. Como los niños
estaban escondidos tardarían un poco en aparecer, tiempo suficiente para que el
remordimiento hiciera su trabajo en la cabeza de la madre. La felicidad de ver
a sus hijos a salvo le daría tiempo suficiente para tomarse su café sin tener
que dar explicaciones con respecto a la nota. Una tasa cayó al piso en un
estruendo, la mujer había leído el mensaje, se levantó del asiento de forma
violenta con la mirada fija a través de la ventana del local con dirección al
parque. Comenzó a caminar presurosa, sin previo aviso y como si hubiese sonado
la chicharra de una carrera de velocidad, empezó a correr con todas sus fuerza
rumbo al lugar donde había dejado a sus hijos jugando. Enloquecida, abrió las puertas
de vidrio de la cafetería y gritaba frenéticamente el nombre de sus pequeños,
no paró de correr ni siquiera cuando se terminó la banqueta bajo sus pies.
Hubiera sido bueno que lo hubiese hecho, de esa manera, hubiera podido evitar
que un automóvil Grand Marquis que
transitaba justo en ese momento y justo por esa calle la golpeara de frente
lanzando su cuerpo por los aires ante la mirada estupefacta de sus hijos
quienes, cansados de esperar a que alguien los encontrara en sus escondites de
juego, regresaban al lugar donde los había dejado su madre. La persona que
fuera catalizador de esa terrible sucesión de eventos desafortunados cerró los
ojos al oír el golpe del metal chocar en seco en contra de carne, piel y
huesos.
—No resultó como esperabas,
¿verdad?— escuchó que le dijeron al oído, —siempre debes de esperar lo
inesperado, no te preocupes por esto, es sólo un pequeño tropiezo en tu camino,
aprende de ello y sigue adelante— susurró la cálida voz de Fajro.
Quien le escuchaba no podía
moverse, la impresión era abrumadora, intentaba desesperadamente mantener sus
ojos completamente cerrados tratando de borrar esa realidad que había
contribuido a crear, en su mente se dijo para sí —¿sólo un tropiezo? ¿Aprender
de esto? ¿Dios mío, qué he hecho?—.
Parque Lincoln, Polanco, Mexico, D.F.
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