jueves, 27 de noviembre de 2014

Capitulo 17



La cabeza aún le dolía, seguía en un estado de excitación a pesar de haber dejado atrás las calles mancilladas con sangre y basura. Se dirigía hacia el poniente de la Ciudad de México por la avenida Reforma, aquella persona que seguía usando la misma gabardina marrón que hace algunas horas no había concluido su trabajo todavía, tenía que terminar el ritual con una ofrenda. No se le ocurrió mayor sacrificio que caminar, caminar por aquel interminable laberinto de luz neón, por aquella ciudad que ha albergado dentro de sus entrañas mil palacios; caminar hasta cansarse, hasta desplomarse, hasta convertirse en uno mismo con el pavimento, con el agua de los charcos, con las plantas tercas que sobreviven en la urbe, a pesar del cemento que les impide ver el sol; entrar en comunión con ese torbellino de culturas y civilizaciones; robar un poco de esa energía milenaria que fluye por sus calles, personas y animales; caminar, sólo caminar.
72 horas después, se encontró descansando en una banca de un pequeño bosque que era en esa ciudad solamente un minúsculo pulmón verde que luchaba día con día para contrarrestar el daño generado por la emisión de gases contaminantes de más de un millón y medio de vehículos. Agradeció por esa banca y esos árboles, sentía el oxígeno filtrarse por todo su cuerpo quitándole un poco el cansancio de tres días de caminata. A pesar del agotamiento, sentía que había alcanzado un grado más alto de sabiduría, de pureza, logró desconectar su mente durante el sacrificio y se dedicó a meditar. Comprendió algunas cosas de la naturaleza humana, entendió que la única forma de que se puedan sentir los hombres plenos es a través de la adversidad y del sufrimiento, pues, si estos dos elementos fundamentales llegasen a faltar en la vida de cualquier persona, rápidamente el sujeto que, en un principio se creía feliz, al darse cuenta que lo ha cumplido todo o que no existe ningún obstáculo en su vida, pierde el sentido de su existencia. Se pierde a sí mismo buscando en su propia felicidad el hueco que dejó la desdicha y, al no encontrarla, el balance se rompe convirtiéndose, paradójicamente, en un ser desdichado y sin ilusiones. También comprendió que, a pesar de que su camino era el de las tinieblas, no podría alejarse del todo del sendero de la luz, pues ¿cómo se podría reconocer la inagotable llama de la virtud sin que de fondo existiera la nube oscura de la perversión o viceversa? La coexistencia era obligatoria y necesaria.
Sintió que alguien le observaba, alzó la mirada y lo vio sentado en una banca justo enfrente de la suya. Lo reconoció inmediatamente, se veía distinto sin las velas y el humo del incienso rodeándolo, parecía un tierno abuelito, pero esa mano era inolvidable, la mano que había sellado su destino con una moneda. El hombre se levantó y caminó hacia donde se encontraba, le tomó de los hombros y le ayudó a quitarse la gabardina marrón.
—No me equivoqué la primera vez que te vi, estaba seguro que tenías el talento y el temple—  le dijo el hombre recién llegado con una sonrisa en los labios, —mi nombre es Fajro, no necesito saber el tuyo, ya se revelará a su debido tiempo. Por el momento, me queda entregarte esto.
Mientras hablaba el hombre que se había identificado como Fajro, sacó de entre sus ropas una cadena con un dije de plata. Parecía una de esas placas de identificación que usaban en el ejército, en una de sus caras estaba el número uno romano y la otra estaba en blanco. La plata pulida sin imagen servía como espejo, al momento de ponérsela y sentir el frío del metal alrededor de su cuello se dio cuenta de que había obtenido su primera reliquia, sin embargo, le desconcertó ver solamente su reflejo en una de las caras. Esperaba algo más trascendental, más revelador. Como si hubiese leído sus pensamientos, Fajro se apresuró a resolver la inquietud que se dibujaba en el rostro juvenil.
—Eso es lo que eres hoy, eres la nada, no existes, eres sólo un reflejo de los demás, de la sociedad en la que has estado desde siempre— sabía que esas palabras causaban un efecto devastador en los nuevos iniciados después de todas las pruebas a las que habían sido sometidos, agregó para suavizar las cosas, —pero no te sientas mal, ser la nada tiene sus grandes ventajas, tienes el potencial infinito de ser lo que quieras ser, de auto crearte desde cero. Es como nacer pero siendo adulto, con todo un aprendizaje anterior pero sin cargar con los errores que conlleva el crecimiento—.
            Al término del comentario, le dio tres palmadas en la espalda y tomó asiento en la banca separado sólo por la gabardina de quien lo escuchaba.
—Ahora es momento de que sigas, te estaremos observando, yo seré uno de tus centinelas. Los demás… los demás los conocerás después. Has aprendido bien, pero eso ya es pasado, el tiempo no para y tú tampoco debes. ¿Sabes por qué terminaste en este parque?— la pregunta se quedó volando en el viento, los gritos joviales de unos niños que jugaban a lo lejos llamó su atención. Sabía perfectamente qué hacía en ese parque. Se levantó de la banca y caminó con dirección a las risas, los observó por unos minutos. Comprobó que la madre de los niños, una mujer joven con ropa cara, estaba en una cafetería cruzando la calle con sus amigas tomando café y charlando sin ninguna preocupación, se sentía segura porque se encontraba en una colonia de clase alta. Era necesario que aprendiera una lección, sería su contribución a esos pequeños; a través del miedo, les daría una mamá más responsable. Primero, se acercó a los pequeños con la promesa de dulces y videojuegos; fue muy sencillo tomarlos de la mano y llevarlos hasta la esquina contraria del parque de donde estaba su madre. Les dijo que jugarían a las escondidas que, si se escondían bien y no los encontraba muy rápido, les daría muchos premios. Después, cerciorándose que la madre no se había percatado de lo que estaba pasando, se acercó a la cafetería y tomó un asiento en una mesa vacía mientras le hacía señas a la mesera para que le trajera un café. Le molestó que hubiera pasado más de cinco minutos y la mujer ni siquiera hubiese volteado a la ventana, por esta razón, tomó una servilleta y con pésima caligrafía escribió "tenemos a tus hijos, si quieres verlos con vida junta cien mil antes de las cinco de la tarde, nosotros te contactaremos". Dobló la servilleta y se levantó de su lugar; caminó con toda la confianza del mundo hasta donde estaba la señora quien, justo en ese momento, estaba contando un jugoso chisme acerca de una mujer que tenía tres amantes y dos de ellos eran hermanos. Apretó la servilleta fuertemente entre su mano y tocó el hombro de la mujer.
 —Disculpe, señorita, cuando iba entrando me pidió un joven que le diera esto— la mujer, dando una mirada fugaz y despectiva a quien le entregaba el mensaje, tomó con el dedo índice y pulgar la servilleta como queriéndose ensuciar lo menos posible. En ese preciso momento, después de completar la primera parte de su plan y sin esperar a que la mujer leyera la nota, se retiró de vuelta a su asiento donde ya le esperaba su café y se sentó a mirar cómo se desarrollaba su plan. En su mente lo veía todo claro, la mujer se pararía presurosa a buscar a sus hijos, al ver que no estaban donde los había dejado, comenzaría a llamarlos a gritos desde la banqueta. Como los niños estaban escondidos tardarían un poco en aparecer, tiempo suficiente para que el remordimiento hiciera su trabajo en la cabeza de la madre. La felicidad de ver a sus hijos a salvo le daría tiempo suficiente para tomarse su café sin tener que dar explicaciones con respecto a la nota. Una tasa cayó al piso en un estruendo, la mujer había leído el mensaje, se levantó del asiento de forma violenta con la mirada fija a través de la ventana del local con dirección al parque. Comenzó a caminar presurosa, sin previo aviso y como si hubiese sonado la chicharra de una carrera de velocidad, empezó a correr con todas sus fuerza rumbo al lugar donde había dejado a sus hijos jugando. Enloquecida, abrió las puertas de vidrio de la cafetería y gritaba frenéticamente el nombre de sus pequeños, no paró de correr ni siquiera cuando se terminó la banqueta bajo sus pies. Hubiera sido bueno que lo hubiese hecho, de esa manera, hubiera podido evitar que un automóvil Grand Marquis que transitaba justo en ese momento y justo por esa calle la golpeara de frente lanzando su cuerpo por los aires ante la mirada estupefacta de sus hijos quienes, cansados de esperar a que alguien los encontrara en sus escondites de juego, regresaban al lugar donde los había dejado su madre. La persona que fuera catalizador de esa terrible sucesión de eventos desafortunados cerró los ojos al oír el golpe del metal chocar en seco en contra de carne, piel y huesos.
—No resultó como esperabas, ¿verdad?— escuchó que le dijeron al oído, —siempre debes de esperar lo inesperado, no te preocupes por esto, es sólo un pequeño tropiezo en tu camino, aprende de ello y sigue adelante— susurró la cálida voz de Fajro.
Quien le escuchaba no podía moverse, la impresión era abrumadora, intentaba desesperadamente mantener sus ojos completamente cerrados tratando de borrar esa realidad que había contribuido a crear, en su mente se dijo para sí —¿sólo un tropiezo? ¿Aprender de esto? ¿Dios mío, qué he hecho?—. 

 
Parque Lincoln, Polanco, Mexico, D.F.

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