Esa mañana parecía que la suerte le sonreía a Ramiro,
desde muy temprano, se dio cuenta de que iba a ser uno de esos días atípicos.
Para empezar, a su cama llegó el desayuno acompañado de La Mona, mujer de
anchas caderas y virtuosas habilidades sexuales, con quien había pasado la
noche. Se dijo a sí mismo: “Ramiro, si cocina como coge, que vayan preparando
la iglesia porque hoy mismo me les caso”. La recibió gustoso con un besito en
el cachete al tiempo que le hacía un lugar en la cama king size que tenía el logo de un caballito bordado en la sábanas.
Después de
degustar unos deliciosos huevos rancheros acompañados de sus respectivos frijolitos
refritos, seguidos por un par de molletes con una exquisita salsa de pico de
gallo y de postre, dos donas azucaradas y tres tazas de café, por fin juzgó
Ramiro que le volvían las fuerzas al cuerpo después de la faena que protagonizó
la noche anterior. Estaba listo otra vez para servir a la justicia, se puso sus
botas de mantarraya y se ajustó su cinto piteado tratando de acomodar la
hebilla para que no fuera cubierta completamente por su prominente abdomen.
Encontró su camisa del uniforme policíaco pulcramente planchada y colgada del
gancho de la puerta del cuarto del motel en el que se encontraba. Sonrió al
verse en el espejo, —qué bonito que lo traten a uno como se merece, mija, como
todo un rey— dijo radiante Ramiro a La Mona al momento en que ella salía del
cuarto dejando un olor sutil a lavanda. Le sacó brillo a su insignia con el
vaho de su aliento y la talló fuertemente con una toalla. Estaba por terminar
de peinar sus negros cabellos chinos cuando lo desconcertó escuchar el timbre
del teléfono de la habitación, lo dejó sonar al pensar que sería la persona de
recepción avisándole que su tiempo en el cuarto había expirado. El teléfono
insistió, malhumorado levantó el auricular y dijo:
—¡Ya voy, cabrón! ni cinco minutos perdonan,
que bárbaros y eso que tengo tarjeta de cliente frecuente.
—Señor
Paredes, me temo que tenemos en la línea a una persona que insiste en hablar
con usted. Dice que es urgente— Ramiro le solicitó que se la comunicara
temiendo que fuera su anciana madre que era la única que sabía en dónde se
encontraba su hijo en cada momento y era lo suficientemente tacaña como para
marcar un teléfono local y no tener que pagar los cargos de la llamada al
celular de Ramiro.
—Qué pasó,
jefa, ya le he dicho que me marque al móvil que yo le pago el recibo— habló
nuevamente Ramiro antes de que dijera palabra alguna quien estuviera del otro
lado de línea.
—Disculpe, oficial Paredes, siento decirle que
no soy ni su jefa ni su abuela. De hecho, usted a mí no me conoce, pero tengo
algo muy importante que decirle, algo que tal vez pueda interesarle— dijo una
voz metálica distorsionada que salía del aparato.
—A ver Robocop, hablando rápido que traigo prisa— contesta Ramiro sin
tomarle mucha importancia mientras se abrochaba los botones de las mangas de su
camisa.
—La información es poder, no se le
olvide y casi siempre cuesta caro obtenerla— repuso intentando intrigar a
Ramiro.
—Ah, de eso se trata, ¿de lana? no
pues se topó con el menos indicado, ¿que no sabe cuánto ganamos en la policía
municipal?— dijo riendo Ramiro.
—Hay diferentes formas de pago y no
necesariamente monetarias, digamos que me podría deber un favor, señor Ramiro—
propuso la voz metálica.
—Pues
dependiendo el sapo es la pedrada, ¿qué hay que hacer?— cuestionó Ramiro
tratando de ver las intenciones de su desconocido interlocutor.
—No nos
precipitemos, todo a su momento, señor. Por lo pronto, le recomendaría
ampliamente que tenga más cerca que nunca a sus amigos. Cuídelos, no les vaya a
pasar algo.
—¿Qué quieres
decir? ¿Me estás amenazando? ¿Quién habla?— preguntó Ramiro enfurecido, había
caído en el juego.
—Ya le dije, todo a su tiempo, usted a servir
y a proteger oficial. Olvídese de esta conversación por un rato, yo me
comunicaré nuevamente con usted.
—Mire,
cabrón, no sé quién te has creído ni cómo me encontraste aquí, pero cuidadito
con meterte con mi gente. Con hacerles daño por mínimo que sea, un pelo que les
toques a alguno de los míos y no lo cuentas, eso sí no lo perdono— ladró Ramiro
al teléfono realmente encolerizado, —¿entendiste pinche Terminator?— un sonido intermitente le contestó, del otro lado ya
habían colgado. Se sentó en la cama pensativo mientras esperaba que su ritmo
cardiaco se regularizara, su cerebro comenzó a funcionar rápidamente, podía
sentir un pequeño colibrí aleteando dentro de su cabeza. Progresivamente hizo
memoria, su amigo Francisco, en su borrachera, le había contado sobre un
asesinato reciente. Su propia borrachera de aquel día le impedía recordar
detalles de aquella conversación, sin embargo, estaba seguro de que Francisco
estaba sumamente mortificado e inclusive se acordaba de haber visto lágrimas en
los ojos de su compadre. Una iluminación lo zarandeó, en ese momento Ramiro
creyó entenderlo todo, su amigo Francisco estaba metido en problemas, sin
embargo, se alegraba de que su aguda mente de detective hubiera conectado tan
rápidamente la llamada telefónica con un peligro inminente que acechaba a su
amigo. A veces se impresionaba de su don innato de olfatear y resolver
crímenes, por eso se había convertido en policía, además, desde pequeño había
sido muy bueno para las adivinanzas y los acertijos, sin contar que le gustaba
mucho el color azul del uniforme. Era eso o ser bombero. En esas divagaciones
bastante enmarañadas estaba Ramiro mientras se terminaba de acomodar el cuello
de la camisa, se dio un último vistazo en el espejo al momento en que se decía
a sí mismo “Ramirito, tan chingón que eres, tan guapote que estás, mira cómo
traes a La Mona babeando por ti”. Era el ritual de echarse porras que realizaba
todas las mañanas por recomendación del psicólogo de la corporación policiaca
para afianzar su autoestima. Repentinamente el teléfono volvió a sonar, Ramiro
contestó al instante:
—Mira,
cabrón, ya no estés molestando porque te voy a rastrear la llamada y luego no
respondo.
—Señor
Paredes, le hablo de la recepción para decirle que ya se terminó el tiempo para
usar la habitación. Si quiere, le cobro seis horas más por cien pesos, ¿cómo la
ve?— dijo del otro lado del cable una voz que correspondía al chavalo que
dejaban los dueños del motel encargado en las mañanas del negocio para que
despertara a los trasnochados.
—No, no te
preocupes, Benjamín, ya voy saliendo, ahí te llevo la llave— le respondió mucho
más calmado.
—¡Ah! y señor Paredes, dice La Mona que no se
vaya usted a hacer pendejo con la cuenta, que deje pagado lo del desayuno y la
planchada de camisa, que de lo otro ahí se arreglan usted y ella más tarde—
Ramiro colgó el auricular estrellándolo violentamente con el aparato.
—¡Ah, qué pinche mocoso tan maleducado!— dijo
para el aire, se volvió a mirar en el espejo y se dijo con una cara de
interrogación , —A ver, ¿por qué era yo tan chingón? — en eso volvió a recordar
a Francisco, —Ah, sí es cierto, el compadre está en peligro— mientras lo decía,
sacó del congelador del mini bar del cuarto el revólver plateado calibre 45 que
tenía escondido desde la noche anterior en ese sitio y que previamente había
bautizado como la “ciruela pasa” porque tenía el mismo efecto laxante cuando
hacía su aparición. Revisó rápidamente que estuviera cargada y la guardó en la
funda que llevaba al cinto, salió de la habitación marcada con el número 41 y
abordó su camioneta Ford 4 x 4 del
año 99 que se encontraba en la cochera. Revisó sus armas; escopeta recortada 9
milímetros, tres granadas de gas instaladas en hilera dentro de la guantera del
vehículo, aparte, la pistola 45 que llevaba consigo, todo en orden. Se
preparaba para un rescate estilo Hollywood, no sabía exactamente por dónde
empezar pero se imaginaba en el momento en que su amigo con lágrimas de
agradecimiento lo abrazaría por haberlo salvado de grandes desgracias.
“Concéntrate, Ramiro, primero lo primero, hay que encontrarlo, bueno, si es que
está perdido”, por primera vez se le ocurrió que era posible que Francisco
estuviera sano y salvo. Decidió investigarlo, sacó su teléfono celular y marcó
el número de Francisco. La llamada al momento fue mandada al buzón debido a que
el teléfono se encontraba apagado o fuera del área de servicio, Ramiro no
necesitaba ninguna otra prueba, estaba convencido de la desaparición forzada de
su amigo. Preocupado, tomó el micrófono de la radio policiaca:
—Aquí palomo siete tres a central, quiero
reportar a una persona desaparecida, se llama Francisco León, 29 años, tez
morena clara, aproximadamente 1.82 de estatura, complexión robusta, ojos café y
cojea del lado izquierdo cuando toma, de igual manera pónganle reporte de robo
a un Volkswagen que está a su nombre
para ver si lo localizamos más rápido. Cambio y fuera.
Ramiro realizó una parada exprés en la
recepción del motel para saldar sus deudas. Al salir por la puerta principal
que lo llevaba de regreso al estacionamiento, alcanzó a ver junto a la cocina
del motel a Mona, se encontraba barriendo el pasillo que separaba el comedor de
la cocina. Al verlo, La Mona dejó sus quehaceres, se enderezó y con la mano
derecha realizó en el aire el signo de una cruz mandándole de esta manera su
bendición a Ramiro como lo hacía todos los días antes de que este se fuera a
trabajar. Ese gesto llenó de confianza y fortaleza al policía quien, listo para
enfrentarse a cualquier peligro y sin quitarle la mirada a La Mona que lo
observaba a la distancia, subió a su camioneta como si fuera un gran corcel y
él un sheriff del viejo oeste. Se
acomodó sus lentes oscuros y encendió el motor que, poderoso, hizo rugir con
todo su estruendo y estremeció hasta lo más profundo del alma de La Mona. Con
su camioneta, lentamente se desplazó a través del estacionamiento del local,
acelerando pero manteniendo la palanca en neutral para que con el rugido del
motor asemejara a un macho que en la naturaleza se pavonea frente a su hembra.
Al llegar a
la salida paró por completo, le dio una última mirada fugaz a La Mona que
seguía sin mover un músculo. Después, contempló sereno el camino que yacía
delante de él, sentía que no habría retorno de esta aventura. Sólo la
eternidad. “Compadre, aguante
que allá voy”, pisó el acelerador a fondo esperando que la camioneta
relinchara, el vehículo se puso en marcha a gran velocidad por el camino de
asfalto, mientras que aceleraba cada vez más y más.
La Mona se
había quedado anonadada por las payasadas que hacía Ramiro, sólo salió de su
estado catatónico cuando escuchó el relinchar de un caballo. Bueno, más bien
eso pareció, en realidad era el rechinar de llantas que frenaban contra el
pavimento en el momento en que una camioneta a gran velocidad se pasó el alto
de la avenida atiborrada por la que transitaba, estrellándose en seco contra un
camión de carga que tuvo la mala suerte de toparse ese día con el oficial
Ramiro Paredes.
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