—Dios mío, Francisco, qué pesadilla— comentó Rocío
espantada por lo que acaba de escuchar, —¿y al licenciado, lo mataron?—
preguntó haciendo la misma suposición que Francisco.
—La verdad no lo sé, espero
que no. Estaba demasiado asustado el pobre, realmente convencido de que
buscaban sus cuadros y figuritas, ¿tú crees?— comentó Francisco mientras Rocío
lo escuchaba con más atención que nunca. En su rostro se podía ver que estaba
segura de que el temor del licenciado era un temor fundado.
—Bueno y, ¿qué había en el
paquete?, ¿lo abriste?, ¿son más reliquias?
—Pues, mira— dijo Francisco
mientras arrojaba un montón de hojas en blanco que se desparramaron sobre la
mesita de la sala, —por esto tanto alboroto— le dijo con una cara de decepción
esperando alguna reacción de su mentora,
Rocío tomó los papeles
observándolos minuciosamente, los volvió a arrojar sobre la mesa, no había nada
de especial en ellos, —¿es todo?, ¿seguro que no había más cosas en ese cajón?—
dijo clavando sus ojos en Francisco, parecía enojada.
—Dentro del sobre, entre las
hojas, encontré esta pulsera y también... — Francisco hizo una breve pausa
mientras sacaba de una de sus bolsas un artículo brillante. No estaba seguro de
terminar la oración que había comenzado, —no me queda muy claro si esta foto
también venía dentro del sobre— lo dijo mientras señalaba la foto de Abril, la
cual ya estaba sobre la mesa.
—¿A qué te refieres?—
cuestionó Rocío intrigada.
—Es que yo…— titubeó nuevamente,
temía parecer un demente, —yo la conozco, bueno, la conocía, fue alguien muy
importante en mi vida y realmente no sé si la foto era mía y la traía en la
chaqueta o venía dentro del sobre. Aunque debo confesar que esa foto jamás la
he visto, la reconocería, he mirado todos y cada una de sus retratos una y mil
veces y este no es uno de ellos— la foto mostraba a una joven de 25 años
aproximadamente, se apreciaba de la cintura para arriba, de tez blanca, ojos
que combinaban con sus cabellos negros despeinados, una sonrisa casi infantil
en el rostro que la hacía ver más joven de lo que realmente era, parecía
sorprendida aunque de una forma agradable. En el retrato vestía con un abrigo
de lana gris entallado a su esbelta figura, en el fondo se veían la fachada de
varios edificios con todo y sus calles y peatones de una ciudad que Francisco
no lograba ubicar en su memoria.
—¿Y por qué no le marcas a esta chica para ver
si sabe algo de los Fernández?— preguntó disimulando su verdadera pregunta,
¿qué carajo tenía que ver esta chica con los Deus Caelum Inferno?
—Lo haría si pudiera, Chío—
los ojos de Francisco se llenaron de lágrimas, —ya no está en este mundo, murió
hace seis años en un incendio. Tenía 20 años cuando sucedió— expresó Francisco
con el sentimiento a flor de piel.
__Lo siento muchísimo, renacuajo— dijo Rocío sin mucha
convicción. Tomó en sus manos la fotografía y, acomodándose unos lentes que
tenía escondidos en su cabellera, se puso a observarla con detenimiento.
—Está en la Ciudad de México—
observó Rocío.
—¿Qué dices?— preguntó
Francisco volteando a ver a su maestra quien, mientras señalaba la fotografía,
le dijo a Francisco, —la muchacha de la foto—.
—Abril— corrigió Francisco un poco
molesto por lo fría que estaba siendo Rocío con respecto al tema.
—Abril, pues— repitió Rocío, —en este retrato
está en la Ciudad de México, es más, está parada de frente a la Alameda
Central, ¿ves?— extendió la foto a su exalumno que no entendía cómo podía hacer
ella esas deducciones. —Está dándole la espalda al edificio Tlatelolco, ¿te
fijas? Esas estructuras de cemento,
enseguida de la iglesia, ahí donde dice en la placa dorada SRE, es la sede de
la Secretaria de Relaciones Exteriores— Rocío apuntó con el dedo índice la esquina
superior derecha de la fotografía sonriendo por su hallazgo. Siguió mirándola
detenidamente, algo le molestó.
—¿Cuándo dijiste que murió?— con la mirada
perdida en el sufrimiento de recordar a Abril, Francisco contestó —el 25 de
noviembre de 2004, el maldito día que será... —.
—¡Imposible!— interrumpió Rocío groseramente al momento que
se paraba y corría hasta un escritorio donde tenía arrumbada una computadora.
Francisco, completamente confundido, la siguió. —Francisco, yo estuve en la
Ciudad de México en marzo de 2005. Fui invitada por la UNAM a la inauguración
del edificio Tlatelolco— Rocío trataba de hablar con la mayor claridad posible,
—tiene su entrada principal por un costado de la calle Juárez a través de unas
grandes puertas de cemento enfrente de la Alameda en donde se hizo una
celebración sumamente pomposa y, como siempre, se hizo un gasto desmedido del
erario público— Rocío seguía hablando pausadamente mientras buscaba algo en un
cajón lleno de papeles y documentos. —En fin, el punto es que en esa
celebración para inaugurar el edificio, el Presidente de la República debeló
una placa de bronce en donde quedó inscrito el día de la inauguración, nombre
del presidente, etcétera. También en letras grandes las siglas de la Secretaría
de Relaciones Exteriores, o sea SRE. Esa es exactamente la misma placa que se
alcanza a ver en esta fotografía, justo aquí— dijo mostrándole a Francisco una
fotografía que había sacado justo en ese momento como por arte de magia de
debajo de un montón de papeles. Era una fotografía conmemorativa de ese día, en
donde estaban retratados muchos hombres y mujeres vestidos muy formales. Todos
ellos, muy sonrientes, rodeaban al Presidente de la República en turno, tenían
como escenario las mismas puertas de cemento con barandales rojos que en la
fotografía de Abril. También, aunque un tanto más reluciente, se alcanzaba
apreciar la misma placa de bronce que había llamado la atención de Rocío y,
para rematar, en la parte inferior de la fotografía, junto al sello oficial de
la presidencia, la fecha que corroboraba la historia de la maestra. —Siento
decirte, renacuajo, que, o se te olvidó la fecha de la muerte de tu mujer o
ella seguía vivita y coleando mínimo cuatro meses después de que la enterraste—
dijo Rocío de la forma más cínica que podía, como si estuviera desenmascarando
a un mentiroso.
—Rocío, esto quiere decir
que…— un cúmulo de emociones lo embestían, —bueno, puede ser…— una sonrisa se
empezó a formar en los labios de Francisco, —ella…— la emoción estaba por
desbordarse, se podía ver en sus ojos, —¡ella puede estar viva! —.
Foto panorámica del edificio de la Secretaria de Relaciones Exteriores ubicado en el centro historico de la ciudad de Mexico. Visto desde la Alameda Central.
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