jueves, 13 de noviembre de 2014

Capitulo 12

Desistiendo de encender su cigarro, Francisco se lo acomodó en su oreja derecha. Se limpió la garganta con un sonido desagradable y, ante la presión incisiva que le ejercía la mirada atenta de Rocío, comenzó a platicarle su larga desventura.
—Chío, no he sido completamente honesto al venir aquí contigo y buscar tu ayuda pero, para ser sinceros, ni me has dejado hablar— dijo en un tono de excusa mientras su maestra seguía viéndolo con cara de encabronada, —bueno, todo empezó después de que vi muerto a uno de mis jefes— continuó Francisco.
—¿Qué? ¡Lo viste muerto! ¿Qué pasó?— interrumpió abruptamente Rocío.
—Este… exactamente no sé qué pasó, o sea, eso de que estaba colgado y todo madreado pues fue antes de lo que te…— decía Francisco mientras trataba de borrar la imagen de su mente.
—¡Ay no! O sea que se colgó, ¡qué terrible forma de morir!— interrumpió nuevamente Rocío dramatizando un gesto de dolor.
—Pues, a menos de que se haya amarrado los pies solo, golpearse hasta cansarse y luego cortarse a sí mismo el cuello, no creo que haya sido suicidio, Chío— le repuso Francisco en forma sarcástica y molesto por tantas interrupciones.
—A ver, a ver, Pancho, mejor platícame todo bien contadito desde el principio porque no te entiendo nada— dijo ella con un gesto que hacía sentir a Francisco como un idiota.
—Bueno, yo trabajo… más bien, trabajaba en un despacho de abogados que se llama Fernández y Fernández… 
—¡Ah! ¿Donde mataron hace unos días a un licenciado y lo dejaron colgado afuera de su oficina?—  exclamó animada como si hubiese resuelto un gran misterio.
—Exactamente, él era mi jefe, pero después de que lo vi ahí colgado yo pues… mejor me retiré, no quería tener problemas y aparte no me interesaba mucho que digamos— contestó Francisco ya bastante exasperado con su antigua maestra, — resulta que a la vuelta de la cuadra me encontré con el licenciado Fernández— explicó Francisco en un tono más pausado.
—¡No manches! ¡¿Con el muerto?!— indagó por enésima vez Rocío.
—¡Claro que no! con su hermano, aunque como son gemelos, ya sabrás el susto que me dio. El punto es que el licenciado Fernández me pidió que lo acompañara y me dijo que yo, por ser uno de sus mejores empleados, algo que por supuesto no era verdad, necesitaba que le hiciera un favor. Yo, más por compromiso y curiosidad, acepté aún sin saber de qué se trataba. Me llevó a una pequeña huerta localizada entre la ciudad de Chihuahua y Cuauhtémoc, en todo el trayecto no dijo ni una sola palabra, sólo notaba que me miraba cuando yo no lo hacía. Su silencio acrecentó mi curiosidad, muy pocas veces me había atrevido a hablarle debido a sus gestos hoscos, los cuales me producían una mezcla de miedo y respeto. Una vez en la huerta, se bajó del vehículo y con grandes zancadas caminó hasta la puerta de un granero estilo canadiense que era la única estructura aparte de unos viejos corrales que se podían apreciar en aquella finca. El granero, a pesar de su imagen rústica y descuidada era evidente por las bisagras de la puerta y por el buen estado de la madera que era de reciente creación, sin embargo estaba pintado para simular que estaba en estado de abandono. Después de abrir ágilmente los tres candados, dos pasadores y tres cerraduras, el licenciado Fernández me pidió que pasara, se notaba bastante nervioso, miraba una y otra vez sobre su hombro como si vigilara algo. Yo no estaba seguro de entrar, su actitud me llenaba de desconfianza, creo que se cansó de esperar y entró primero. Lo seguí, adentro se sentía un ambiente caluroso y húmedo, encendió la luz y pude observar un cuarto que se encontraba totalmente fuera de lugar y no correspondía al interior de un granero. El piso era de cemento que extrañamente estaba reluciente de limpio, no tenía ventanas, en el centro de la habitación se encontraba una mesa bastante amplia donde había apiladas cajas de paquetería. Al fondo de la habitación, las puertas de un congelador industrial como los que se utilizan para guardar manzana y mantenerla fresca después de la cosecha, dicho artefacto ocupaba un poco más de la mitad de todo el espacio del granero, inclusive casi tocaba el techo. El ruido que generaba el motor era ensordecedor y era el culpable de ese calor pegajoso que imperaba en el interior del inmueble. Pude observar que en una de las paredes había una serie de artículos de periódico, fotografías y notas clavadas con tachuelas en algún orden que era desconocido para mí. El licenciado no le prestó atención ni a la mesa, ni a las cajas, ni a la pared, sino que, como quien sabe perfectamente a lo que va, se dirigió a la puerta del refrigerador. Estaba a punto de abrirla con un brusco movimiento cuando pareciese que hubiera recordado mi presencia y aún con la mano en la manija de la puerta volteó su atención hacia mí. Susurrante, pero con una voz que denotaba orgullo, me dijo que lo que estaba a punto de ver era parte de toda una vida de trabajo y que correría gravísimo peligro si se lo llegara a contar a alguien más. Yo, la verdad, en un primer momento pensé que tal vez estaba trastornado por lo que le acababa de pasar a su hermano y se encontraba en estado de shock, pero aún así no lo interrumpí. Dicen que a los locos es mejor hacerles caso y más cuando se está a solas con ellos en despoblado. Abrió la puerta del frigorífico industrial, el vientecillo helado me abofeteó el rostro. Entramos, era enorme y escalofriante. Por un momento tuve la sensación de ser un pedazo de jamón olvidado en la nevera de mi casa. Cruzamos un pequeño pasillo formado por muchísimas cajas de diferentes tamaños. Al final, un contenedor del tamaño de una estufa que, al igual que la puerta principal del granero, tenía varias cerraduras, tres para ser exacto, sin embargo, estos eran notoriamente más sofisticados que los de la entrada. El primero se abría al introducir una llave que llevaba el licenciado junto con una cadenita de oro sujeta al cuello, el segundo cerrojo se abrió con una combinación numérica de más de diez números que introdujo el licenciado diestramente, la tercera fue abierta con una especie de juego de manos que consistía en dos superficies circulares que estaban anexadas a la puerta del contenedor en las que Fernández puso sus manos exactamente al mismo tiempo; “mano derecha 14 grados oriente” escuché decir al licenciado, “mano izquierda 45 grados occidente”. Mientras lo decía, sus manos se movían conforme a sus órdenes, después de una serie de movimientos que la verdad no recuerdo muy bien, la puerta cedió. Se abrió automáticamente con una lentitud abrumadora, entendí que era una caja fuerte, yo me encontrada pasmado con el excentricismo y el halo de misterio que cubría al licenciado Fernández. No sabía aún para qué me había traído aquí, pero todo eso me parecía muy divertido. De estar checando expedientes en los juzgados a ser parte esas escenas sacadas de una novela de detectives, pues prefería estar ahí. —¡Ay, Jesús, María y José!— gritó Rocío sorprendida a todo pulmón. Estaba tan absorta en la historia que le contaba su alumno que no se dio cuenta de que uno de sus siete gatos le brincó en el regazo buscando atención de su dueña. —¡Ay! ya se me hacía que se me subía el Fernández— dijo ya repuesta del susto mientras reía sonoramente, —A ver, mijo, ya le estás poniendo mucho misterio al asunto, ¿para qué te llevó hasta allá ese canijo?, ¿y qué tiene que ver con todo esto los Deus Caelum Inferno? porque era de lo que hablábamos ¿no?— expresó mientras acariciaba al minino, que más que de angora, parecía callejero cruzado con montés.
—Déjame te sigo platicando,— repuso Francisco al mismo tiempo que se tapaba la nariz y la boca con la manga de la camisa para evitar que su alergia a los gatos lo atacara en ese momento —cuando por fin se abrió la caja fuerte, Fernández me dirigió una última mirada que reflejaba toda su cordura. Por un segundo adiviné los ojos de su hermano en los suyos, cálidos y amables, pero sólo por un segundo. Después, volvió esa gesticulación hostil que momentos más adelante se perdió en el interior de la caja fuerte. Lo primero que extrajo fue un cuadro pintado al óleo que representaba a una mujer desnuda sentada de perfil, con sus cabellos rojos cayéndole armónicamente sobre su rostro, cuello y pecho. Estaba sentada sobre una gran roca y en sus manos se podía apreciar una hermosa cajita dorada a la cual le prestaba toda su atención juvenil. Sobre la cabellera de la musa, pude distinguir una pequeña estrella que dibujó el artista—.
            —Es Pandora y casi puedo apostar que es de Lefebvre— intervino Rocío con el rostro iluminado. Se levantó de un brinco del sillón y corrió hasta un gran librero que tenía en el pasillo, —por aquí debe de estar, pintores contemporáneos, tomo uno, tomo dos, tomo tres, ¡franceses! éste es— con el libro abierto frente a su nariz regresó corriendo mientras ojeaba velozmente las hojas, —aquí está, Pandora II terminada en 1888, pintada por Jules Lefebvre— la imagen que le mostraba Rocío era sustancialmente similar a la que había visto en aquel refrigerador, sin embargo, existían notorias discrepancias.
—Son un poco diferentes— repuso Francisco precavido —en primera, el rostro de la mujer que vi con el licenciado no tenía nada que ver con la cara angelical que está retratada en este libro. La que vi en el granero tenía ese gesto siniestro de haber hecho una travesura que se salió de control, dejaba entrever una preocupación infinita. De alguna u otra forma se podía sentir la tristeza en ese cuadro, de igual forma con respecto a la caja dorada que sostiene en sus manos también existen varias diferencias. Primera, en los lados de las cajas se apreciaban dibujos dorados de algún tipo de animal o simbolismos que desconozco que en esta imagen no aparecen. En segunda, a mi parecer es de suma importancia, la caja dorada de la pintura que me enseñó el licenciado Fernández estaba abierta de par en par—.
__Y se abrió la caja de Pandora— dijo Rocío de forma solemne, —bueno, eso tiene un fuerte significado. Dices que es la misma pintura sólo que con algunos cambios, ¿no?— preguntó a Francisco mientras éste observaba minuciosamente la pintura.
             —Sí, digamos que es exactamente el mismo retrato sólo con los cambios que te dije, en todo lo demás son completamente idénticos. Estoy seguro de que fue realizada por el mismo artista.
—O por un imitador o algún aprendiz que supiera sus técnicas— complementó Rocío — Disculpa que insista a mi pregunta inicial, Pancho, ¿qué tiene que ver esto con lo que platicábamos?—.
—Estoy seguro, Rocío, que cuando escuches el resto de la historia, sin interrupciones, comprenderás lo que te quiero decir y podrás ayudarme— le repuso Francisco haciendo énfasis en la palabra “interrupciones”, -—verás, de esa caja fuerte no sólo extrajo el cuadro que ya platicamos, también sacó otras dos piezas de artesanía las cuales depositó con sumo cuidado en la superficie superior de la caja fuerte. Ambas estaban envueltas en una tela verde de terciopelo, eran aproximadamente de diez centímetros de alto. En un primer momento imaginé que ambas eran idénticas, no obstante, cuando les retiró la envoltura pude apreciarlas a mis anchas y en ellas no existía similitud alguna.
—Más que las bolsitas verdes, claro— dijo Rocío en voz baja, comentario que Francisco contestó solamente frunciendo el seño.
            —La figura que vi primero asemejaba a un dragón chino sin alas, ni pies, enrollado completamente alrededor de alguna roca que era dos veces su tamaño. La figura era un tipo de joya color rojo, creo que rubí, aunque me pareció exageradamente grande para serlo. El segundo, con un detallado impresionante, parecía ser hindú o algo así. Representaba a una persona sentada en flor de loto, sus manos estaban elevadas en diferentes posiciones y se podía apreciar que tenía un tercer ojo en la frente, la estatuilla era de oro y no chapeado, sino de oro puro.
—¿Qué te dijo Fernández?— inquirió Rocío realmente interesada.

            —Después de que las acomodó a su gusto, se les quedó mirando con cara de padre orgulloso. Yo estaba a punto de decirle que era momento de salir de ahí cuando por fin empezó hablar. “Francisco, ésta es mi evidencia, mi tesoro, mi gran descubrimiento. Estos tres objetos fueron dados como reliquias en reconocimiento de un grado alcanzado. No te dejes llevar por la belleza de estos artículos, cada uno carga detrás de sí gran sufrimiento y pena…”, alzó un poco la voz. “Pandora…”, dijo el licenciado señalando el cuadro, “la bella Pandora, creada por los dioses griegos como regalo a los hombres, cada uno de ellos se encargó de hacerla perfecta, bella, sabia, seductora, pero tenía una doble intención, ese doble juego que jugaban los envidiosos dioses del Olimpo. Ella llegó a la faz de la tierra como un ser dador de felicidad, hasta que la duda malévola que fue depositada en su corazón la hizo cometer uno de los grandes crímenes de la humanidad. Gracias a esa curiosidad, a esa búsqueda de la razón, Pandora abrió la caja, la caja que se había prohibido por siempre abrir, la cual contenía todas y cada una de las desdichas que han aquejado al ser humano desde entonces…” mientras me lo contaba, una extraña sonrisa se formaba en los labios del licenciado Fernández. “Pero esa historia es vieja, la que te puedo contar es mucho más reciente y siento que un tanto más aterradora…”, me dijo el licenciado viéndome nuevamente con esos ojos de maniático. “Ven, Francisco, acércate a la pintura, siéntela…” para esos momentos yo ya estaba bastante asustado, Rocío. En ese instante, el licenciado me señaló la esquina inferior derecha de la pintura en donde los artistas suelen firmar sus obras, en este caso, no había nombre alguno. Más bien parecía un número, una fecha, i26/03/1997vii seguido de una ubicación; California, USA, “esta obra tiene como trasfondo un evento que sucedió en California en el año de 1997. En el lugar murieron 39 personas que se suicidaron gustosos y convencidos de que avanzaban un poco más en el camino de la vida siguiendo la estela de un cometa…” me detalló Fernández sin apartar la mirada de Pandora. Yo recordaba un poco el suceso, fue la comidilla de los noticieros por tres meses; se decía que 39 personas pertenecientes a una secta llamada Puerta del Cielo se quitaron la vida al tomar un veneno combinado con vodka para que sus almas pudieran subir a una nave espacial que supuestamente viajaba detrás del cometa Hale-Bopp, el asunto es, Francisco, que es así como ellos trabajan, siempre tras las sombras, tan es así que te puedo asegurar, debido a que he tenido acceso el reporte policíaco, que ese día en ese rancho, donde esas 39 personas murieron encontraron 40 vasos de los cuales sólo uno aún contenía el letal liquido y hasta la fecha no se ha podido encontrar rastro del miembro número 40. Ese miembro al que te hago alusión usaba como seudónimo el nombre de la mujer que representa este cuadro y al igual que Pandora se integró a la humanidad. El miembro número 40 se unió a la secta Puerta del Cielo como un miembro lleno de virtudes, tal y como lo he podido descubrir con diferentes notas y escritos realizados por ella misma que logré recopilar en Internet de esta secta. Sin embargo, desde su integración, años antes de que sucediera aquel triste suceso, sembró la duda en cada una de esas 39 desdichadas almas y las envolvió en misterios y fantasías hasta el punto en que no pudieron distinguir la ficción de la realidad perdiéndose por completo aquel fatídico 26 de marzo de 1997. Pero para ese miembro, ese día fue sólo un escalón más en su camino y Pandora fue su trofeo. Te repito, así es como trabajan ellos, no los ves, no los oyes pero ahí están acechando tras la niebla…” ante el discurso cada vez más fuera de la realidad del licenciado Fernández sólo atiné a señalar la pregunta más lógica, ¿quiénes son ellos?, ¿de quiénes estaba hablando? El licenciado Fernández bajó su mirada y en un murmullo como queriendo que nadie lo escuchara me dijo: “ellos que son fuego y son luz, ellos que son muerte y son vida, ellos que son pero no existen, ellos son los Deus Caelum Inferno…”, en el preciso momento en que terminó de decir esas palabras, un gran estruendo cimbró de pronto todo el refrigerador, se abrió la puerta principal, percibimos pasos corriendo, respiraciones agitadas, escuché ruidos que no sabía de dónde venían. En un segundo, supimos que estábamos rodeados por completo, sólo acerté a voltear a ver al licenciado antes de que un fuerte golpe en la cabeza me sumiera en la oscuridad más profunda.

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