Un calor húmedo y ponzoñoso lo despertó. Francisco
se acomodó en su asiento al tiempo que se limpiaba la saliva que le había escurrido
en la barbilla mientras dormía. Se encontraba dentro de su Volkswagen en plena luz del día. Su reloj de muñeca marcaba las
doce y a esas horas, un día de verano y en la ciudad de Chihuahua, quedarse
encerrado dentro de un bocho era un suicidio lento y doloroso. Bajó las
ventanillas, de inmediato el aire fresco lo golpeó como un milagro que lo libró
de las gotas de sudor que picaban su espalda. Trató de ordenar sus ideas. No
podía sacarse de la cabeza a Abril. Una y otra vez se repetía en su memoria esos
hermosos ojos negros mirándolo en silencio desde el piso del despacho de los
Fernández. Para colmo, había tenido un sueño espantoso, soñó con el color rojo,
todo era rojo, como fuego intenso. Abrió la guantera del carro para comprobar
que el sobre manila siguiera ahí, que no fuese producto de su imaginación. Al
verlo inerte en el lugar donde lo había dejado se inquietó aún más. Tomó el
sobre, y al hacerlo, un paquete casi vacío de cigarrillos Camel salió disparado como bolsa de aire sobre el asiento del copiloto.
Hasta ese momento se percató que no había fumado durante los últimos tres días.
Mecánicamente tomó un cigarrillo. Por alguna extraña costumbre de Marlboro Man, lamió el tabaco y lo puso
en su boca, buscó un encendedor sin éxito, se hartó de la humedad sofocante y
optó por salir. Se bajó del automóvil maldiciendo el calor y la falta de
nicotina en su cuerpo. Al poner el pie izquierdo en el cemento caliente,
recordó dónde se encontraba, se le quedó mirando a la fachada con dos columnas
que se alzaba frente a sus ojos. Caminó lentamente, cojeaba de la pierna
izquierda por dormir sobre ella. Con andar pausado, subió uno a uno los
escalones que llevaban a la entrada principal, tocó la gran puerta de caoba y,
para su sorpresa, Rocío abrió antes del tercer toquido. Francisco tenía unas
ojeras dignas de una buena borrachera con sotol de tres días, de igual manera,
se notaba por los párpados hinchados que había llorado. En su mano derecha
llevaba unos papeles hechos bola junto con un sobre y en la izquierda la
fotografía de una mujer joven de extraña belleza. De la boca entre abierta de
su antiguo alumno colgaba un cigarrillo apagado tan lastimado que daba la
impresión de ser un acordeón. Rocío sintió pena por Francisco, no tenía idea de
qué le acontecía, de cualquier forma lo arropó dentro de su hogar. Lo hizo
sentarse en un sillón mientras le servía un té de manzanilla de receta casera,
paciente esperó a que Francisco empezara la conversación, porque en el estado
en que se encontraba su antiguo alumno sería un poco grosero preguntarle ¿estás bien? si a leguas se podía leer
la tragedia escrita en su rostro.
Después de unos minutos y
tras acabarse la aromática bebida, Francisco miró con unos ojillos ávidos de
ternura y comprensión a su mentora. Abrió sus partidos labios, lo único que
pudo decir en ese primer momento fue —me lleva la chingada, Chío- lo dijo en un tono de desesperación con la
vista clavada en la taza que tenía impresa una carita feliz, —en serio que no entiendo, cada vez se enreda más este
desmadre y yo no sé para dónde hacerme— sollozó tristemente.
En un gesto completamente
maternal y un tanto inapropiado para la relación que existía entre ambos, Rocío
abrazó a Francisco. Fue un abrazo fuerte y profundo, después lo empujó con
suavidad, como diciendo “ándale, ya no
seas llorón”. Rocío tenía el hábito de guardar las cosas en los lugares más
variados, extrajo de abajo del cojín del sillón donde se encontraba sentada un
libro que se notaba abultado por una cantidad de notas y post-its que tenía adentro. Mientras lo agitaba delante de la nariz
de Francisco, Rocío le dijo:
—No sé qué traigas,
renacuajo, pero pues yo te anduve buscando todo lo que pude para la
investigación esa que traes en la universidad— Francisco se quedó perplejo, no
tenía ni la menor idea de qué hablaba Rocío.
— Mira, Los Deus Caelum Inferno no son exactamente
una secta, vaya, tampoco son una sociedad secreta en el sentido estricto de la
palabra, realmente existen poquísimos registros sobre ella o alguno de sus
miembros. De hecho, sólo sabemos de su existencia porque en el año 1229
apareció en la lista prohibida de la Iglesia católica como asociación no grata
o satánica. A partir de ese momento la misma Iglesia fue la que anunció su
aniquilación total en el año de 1377. Lo interesante es que no se registran
grandes persecuciones o pueblos adoctrinados por dicha secta como lo harían
comúnmente este tipo de manifestaciones cuasi religiosas, sino que era un
reclutamiento individual y cuidadosamente escogido. Juan
Duns Scoto fue un teólogo de
la Edad Media reconocido porque defendía la humanidad de Jesús, es decir, lo
reconocía como un iluminado mas no como el hijo de Dios. Duns
Scoto fue el único
testigo que dejó registro sobre los Deus
Caelum Inferno, él escribió que podrían durar hasta 15 años sin iniciar a
alguien en su sociedad y no por falta de solicitantes, sino por los rigurosos
requisitos y pruebas a los que eran sometidos antes de ser considerados
simplemente como aspirantes. De igual forma y lo más asombroso de esto es que a
causa de sus dos partes antagónicas; la benevolencia y la perversión, cuando
llegaban al punto de perfección, o como en otras religiones se le conoce como
el nirvana, abandonaban la institución que los había formado para crear una
nueva basados en su doctrina personal. Es decir, los Deus Caelum Inferno eran creadores de iluminados pero, ya alcanzado
el aprendizaje total, su última prueba consistía en crear algo nuevo y de ahí
fundar su propia doctrina. Cada iluminado, fuera Caelum o Inferno, daba su
propia y personal interpretación de Dios y la forma en que se le debería rendir
culto, así también como los diferentes cánones morales que deberían perseguir,
todo basado en su experiencia personal— explicó Rocío con acostumbrada voz de
cátedra y haciendo énfasis con sus manos a sus palabras. Tomó un ligero sorbo a
un vaso de agua que tenía en frente y continuó la clase mientras Francisco la
escuchaba absorto en sus pensamientos.
—No vayas a creer que todos
los miembros se convertían en iluminados y enseñaban su doctrina particular,
hubiera sido imposible la continuación de la secta si ese fuera el caso.
Existían adeptos que no conseguían llegar a la plenitud de su desarrollo
individual y siendo la única regla de la sociedad la permanencia obligatoria en
la misma, se les fomentaba a convertirse en maestros encomendados en llevar las
riendas de la organización así como de su supervivencia. Eran ellos los
llamados ejecutores y centinelas quienes se encargaban de aceptar a un nuevo
aspirante y conducirlo durante su crecimiento espiritual. Los centinelas
específicamente se encargaban de otorgar las reliquias que significaban el
éxito de una misión conseguida o una lección aprendida satisfactoriamente.
También de alguna manera funcionaban como mentores o guiadores, eran benevolentes.
Por otro lado, existían los temibles ejecutores a quienes el recién aceptado
nunca llegaría a conocer en persona, sin embargo, serían quienes más cerca
estarían del miembro novel, vigilando que no quedaran cabos sueltos que
pudieran relacionar o siquiera revelar la existencia de los Deus Caelum Inferno. En caso necesario,
ejecutarían las acciones que se tuvieran que hacer, ya fuera mentir, ocultar,
robar, disuadir, simular e inclusive asesinar.
— ¿Y qué quieren de mí? ¿Yo
qué tengo que ver?— dijo impulsivamente Francisco en un tono un tanto chillón.
—¿Contigo? ¿Qué quieres
decir, Francisco?— le cuestionó Rocío con una seriedad de ultratumba mientras
lo miraba fijamente con sus ojos inquisidores.
—Eh, bueno, tengo algo que
decirte, Chío, sólo que no sé cómo empezar— dijo Francisco mientras buscaba
desesperadamente en sus bolsas del pantalón un encendedor que no lograría
encontrar.
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